Las pesadillas apocalípticas han atormentado a la imaginación humana durante milenios, primero a través de la religión y, en el último siglo y medio, vehiculadas a través de la ficción, al principio literaria y más adelante visual. Ciñéndonos a la cultura popular y simplificando mucho este subgénero de la fantaciencia, podrían dividirse las visiones del fin del mundo en dos grandes categorías: la ruidosa y súbita por una parte, y la dilatada y silenciosa por otra.
El cine, por razones obvias, se ha solido decantar por la primera ya que es ahí donde puede sacar provecho de la potencia visual de, por ejemplo, la caída de un meteorito, las invasiones alienígenas o zombis, fenómenos naturales catastróficos o pandemias letales. Pero la literatura puede permitirse otro enfoque más sofisticado, el de un largo declive entrópico de un mundo exhausto que ha cumplido su ciclo. Aunque “La Tierra Moribunda” no podría clasificarse en puridad de pionera de esta rama apocalíptica (las turbadoras fantasías de Clark Ashton Smith son un precursor claro), sin duda sí fue una de las obras que más ayudaron a popularizarla.
La Edad
de Oro de la CF estuvo dominada por escritores varones, blancos y
norteamericanos, características que han llevado a muchos historiadores del
género a ver una cierta cohesión y coherencia entre aquellos de los más
relevantes… una cercanía que, en realidad, nunca existió. Hubo, es cierto,
alianzas no oficiales o clubs de miembros siempre cambiantes, como los Futurianos;
también convenciones a las que muchos escritores asistían (la primera
“Worldcon” o “World Science Fiction Convention” se celebró en Nueva York en
1939, si bien no eran los enormes eventos de hoy día. En general, sin embargo,
los nombres más relevantes de la CF de la época no conformaban un conjunto
coherente.
Entre
los más heterodoxos de todos ellos fue John Hollbrok Vance, uno de los gigantes
menos reivindicados del género. No solamente no perteneció a ninguna liga ni
club, sino que procedía de California y, para cuando empezó a escribir, había disfrutado
de una vida rica en experiencias, desempeñando desde edad muy temprana
profesiones tan diversas como botones, operario en minas de oro y en empresas
de envasado, electricista en los astilleros de Pearl Harbor, marino mercante,
carpintero, alfarero… Y aún le quedó tiempo para pasar seis años en la
Universidad de California para etudiar ingeniería de minas, física, periodismo
y filología inglesa.
Desde finales de los años 40, Vance se dedicó profesionalmente a la escritura y desde el principio quedó claro que no sólo era un autor capaz de escribir mucho y bien sino que no estaba adscrito a ninguna agenda ideológica ni tendencia. Su infancia en el rancho de la familia de su madre, cerca del delta del río Sacramento, en California, le enseñó a amar la vida al aire libre y le dio tiempo para sumergirse en la amplia biblioteca de aquélla, que incluía las novelas de Barsoom y Tarzán escritas por Edgar Rice Burroughs o “La Isla Misteriosa” de Julio Verne. En el almacén del pueblo cercano, conoció los pulps y sus maravillosas historias.
Así, lo
que quizá más y mejor puede identificarse en su obra de CF y Fantasía es la
aventura romántica: peripecias y viajes que transcurren en entornos exóticos o
alienígenas. Si se toman en su conjunto los muchos libros que escribió, puede
vislumbrarse una pauta, como si la mayoría fueran variaciones de la misma
historia básica: un héroe solitario que se abre camino entre culturas y
adversarios tan diversos como fascinantes. Pero sería un error leer a Vance por
la originalidad de sus argumentos, por muy entretenidos que éstos resulten. Él
fue sobre todo un creador de mundos, un antropólogo de culturas imaginarias y
un esteta. Es la conjunción de la infatigable fertilidad de su imaginación y
los elegantes manierismos de su prosa lo que constituye la esencia de su
estilo. Y todo ello puede encontrarse ya en su primera novela, “La Tierra
Moribunda”.
En 1943, con la Segunda Guerra Mundial en pleno apogeo, Vance, que a la sazón contaba 27 años, consiguió entrar en la marina mercante norteamericana. Su agudeza visual era escasa, lo que le descalificaba para el trabajo, pero durante la revisión médica memorizó la carta optométrica y engañó al médico. Y así, se pasó el resto del conflicto a bordo de cargueros que transportaban equipo y tropas de un lado al otro del Pacífico. A pesar del riesgo de ser hundido por un submarino, Vance encontraba el trabajo aburrido así que, además de tocar jazz con una corneta, pasó su tiempo libre escribiendo historias en un sujetapapeles mientras fingía estar inventariando la carga. Azotado por el brillante sol de los Mares del Sur, imaginó seis historias ambientadas en un futuro lejano en el que nuestra estrella se está apagando y bajo cuya luz rojiza y ambiente perpetuamente crepuscular los magos libran guerras secretas.
Durante esa misma época, probó con la ciencia ficción y, tras intentarlo con una space opera de tono épico al estilo de las de E.E.”Doc” Smith, consiguió vender su primer cuento, “The World-Thinker”, que apareció en el número de verano de 1945 de “Thrilling Wonder Stories”. Y, por si fuera poco, con su nombre figurando en la portada, un reconocimiento nada frecuente para un autor novel.
Aquel
primer cuento no era nada excepcional en cuanto a su trama y tenía un desenlace
decepcionante, pero sí exhibía ya una densidad filosófica, una sensibilidad con
las texturas y los colores, una imaginación y un ritmo que llamaron lo
suficiente la atención como para garantizarle continuidad. Y, por cierto, que
hubo de sortear otro obstáculo inesperado: el agente del FBI embarcado en el
mismo carguero que él, el cual observaba con sospecha el continuo garabateo de
Vance. Como era obligatorio en tiempos de guerra, hubo de entregarle para su
visto bueno la correspondencia que iba a enviar y que, en ese caso, se trataba
del mencionado relato dirigido a Sam Merwin, editor de “Startling Stories” y
“Thrilling Wonder Stories”. El agente lo estudió durante semanas, llevando el
manuscrito hasta los censores quienes, finalmente, lo consideraron inocuo.
Tras
terminar la guerra y abandonar la marina mercante, Vance regresó a la zona de
la Bahía, en San Francisco, y envió aquellas seis historias a Merwin, quien las
encontró impublicables. Vance aprendió así la primera lección del autor pulp:
escribe lo que se vende. Entretanto, encontró trabajo como carpintero (oficio
del que no sabía absolutamente nada pero que consiguió tras responder
satisfactoriamente unas cuantas preguntas fáciles del sindicato). Y también fue
la época en la que conoció a Norma Ingold, una estudiante de la Universidad de
Berkeley, con la que se casaría en agosto de 1946.
Con
Norma todavía estudiando, Vance volvió a intentarlo con la escritura y publicó
dos historias en 1946, de nuevo trabajos inventivos, exóticos y con una prosa
peculiar pero, a la postre, bien alineada con el estilo pulp que se buscaba.
Así, Vance se convirtió en un colaborador regular de “Startling Stories” y
“Thrilling Wonder Stories”, en cuyas portadas solía figurar su nombre como
reclamo para los conocedores. Poco a poco, según fue acumulando experiencia,
Vance adquirió perfecto control de su talento, dominando el arte de conseguir
vívidas descripciones utilizando un mínimo de adverbios y adjetivos.
Vance
sólo publicó una historia en 1947, pero lo hizo en la revista más importante
del género por entonces: “Astounding Science Fiction”. Que John W.Campbell Jr.,
su editor, lo seleccionara en un mercado tan competitivo y con tan poco bagaje
tras de sí, no era un logro menor. Sin embargo, nunca llegó a figurar entre los
favoritos del editor y entre 1950 y 1959 sólo publicaría allí otras cinco
historias. Y ello fue en parte debido a la deriva en la que entró Campbell y
que terminó por alejar de sí a muchos escritores: su obsesión por los poderes
mentales, que se incrementaría con su absoluta inmersión en la Dianética que él
mismo creó junto a L.Ron Hubbard y que más adelante se reformularía como la
Iglesia de la Cienciología (en lo que Campbell ya no tuvo nada que ver). Vance
se dio cuenta de que en, cuanto le presentaba una historia en la que aparecía
telepatía o telekinesis, el editor se la compraba. Pero esos temas no le
atraían y no estaba satisfecho con lo que escribía por mucho que a Campbell le
encantara. En un momento dado, Vance se cansó de satisfacer al editor y empezó
a escribir para sí mismo.
Entre
1946 y 1948 probó también con el misterio y en ese último año, a raíz de la
buena aceptación de una serie que publicó en “Startling Stories”, “Magnus
Ridolph”, llamó la atención de Hollywood, que le compró los derechos de una de
las historias y le ofreció un trabajo como guionista que no duró más que unas
pocas semanas. Y, por fin, en 1950, Damon Knight se convierte en el editor de
una nueva revista, “Worlds Beyond” y le compra a Vance tres historias. La
editorial que estaba tras esa cabecera, Hillman Periodicals, estaba simultáneamente
lanzando una línea de novelas en tapa blanda y Knight le preguntó a Vance si
tenía material suficiente para un libro. Así que este retomó los manuscritos de
fantasía que había escrito en el mar y que no vendió a Merwin y añadió nexos
narrativos que les proporcionaran cierta unidad.
Y así nació, “La Tierra Moribunda”, su primera novela. Vance no podía imaginar que en menos de doscientas páginas acababa de dar forma a un clásico tanto de la CF como de la Fantasía, una obra cuya influencia abarcaría muchas décadas y formatos.
“La
Tierra Moribunda”, por tanto, es una colección de seis cuentos autocontenidos
que transcurren en la misma Tierra de un futuro en el que el Sol ya no es más
que un débil eco de la estrella que fue y que están empapados de una atmósfera
persistente de melancolía y nihilismo. Vance retrata, utilizando una notable
economía de palabras, un amplio catálogo de paisajes y lugares y guía al lector
en un viaje que va desde los espesos bosques de Ascoalis y sus extraños
habitantes a la decrépita ciudad tecnomágica de Ampridatvir. De alguna forma,
leer este libro es como dejarse llevar por las imágenes de un cuadro hasta caer
en él.
Lo que queda meridianamente claro desde el principio del volumen es que las historias que componen “La Tierra Moribunda”, aunque contienen guiños a conceptos como la biotecnología, no son ciencia ficción “dura”. La tecnología no desempeña un papel relevante en las mismas y tampoco hay problemas científicos o técnicos que comprender o solucionar. Pero, aunque a menudo se la ha clasificado también como Fantasía, tampoco estamos ante un representante puro de ese género dado que la acción transcurre explícitamente en la Tierra del futuro, una época tan remota que poca gente viva es sabedora de que si el sol que ven en su cielo es de color rojo es porque está muriendo y que su planeta está agotando sus últimas bocanadas de vida. Hay brujos y criaturas propias de la fantasía, pero, ¿quién sabe qué tipo de vida podría poblar la Tierra –producto de la evolución o de la ingenería genética- dentro de millones de años? Dado el ritmo evolutivo de la vida en nuestro planeta lo sorprendente no es que surjan nuevas formas de vida adaptadas a unas condiciones ambientales muy diferentes de las actuales, sino que el ser humano siga presente y, además, con una forma muy similar a la actual.
En
cuanto a la magia, parece haber sustituido a la tecnología en un momento ya
lejano del pasado, pero incluso la edad de la magia ha ido apagándose
progresivamente. Como sucede con el caso de las extrañas criaturas, puede
inferirse para todo ello una explicación “científica” pero Vance no la aporta y
prefiere presentar todo ese mundo exclusivamente desde el punto de vista de los
personajes. No hay narrador omnisciente que rellene los huecos y el pasado de
los eventos y lugares que se mencionan ha entrado en el campo de la leyenda
dentro de la propia narrativa:
“Hubo un tiempo en que eran conocidos un millar o más de runas, conjuros, encantamientos, maldiciones y brujerías (…) El gran Phandaal poseia un saber hoy perdido (…) Potencilla el Piadoso, el gobernador del Gran Motholam, sometió a Phandaal al tormento, y tras una terrible noche mató a Phandaal y decretó fuera de la ley toda magia en su territorio. Los magos del Gran Motholam huyeron como escarabajos bajo una potente luz; la ciencia se vio dispersa y olvidada, hasta que ahora, en esta época crepuscular, con el sol oscureciéndose y la selva invadiendo Ascolais y la blanca ciudad de Kaiin medio en ruinas, solamente quedaban un poco más de cien conjuros retenidos en el conocimiento de los hombres. De ésos, Mazirian tenía acceso a setenta y tres, y gradualmente, mediante estratagemas o negociaciones, iba adquiriendo los otros”.
Ni siquiera los magos saben ya que sus hechizos están basados “en una extraña ciencia abstracta de Pandelume denominaba «matemáticas» (…) En este instrumento -dijo Pandelume- reside el universo. Aunque pasivo en sí mismo y sin ninguna relación con la magia, elucida todos los problemas, cada fase de la existencia, todos los secretos del tiempo y del espacio. Tus conjuros y runas han sido edificados sobre este poder y codificados de acuerdo con un gran mosaico subyacente de la magia. El diseño de este mosaico es algo que no podemos conjeturar; nuestro conocimiento es didáctico, empírico, arbitrario. Phandaal tuvo un atisbo del esquema y así fue capaz de formular muchos de los conjuros que llevan su nombre”.
Magos
como Mazirian, el protagonista de la primera historia, desconocen la base sobre
la que descansan lo que llaman hechizos y se limitan a aprenderlos de memoria
sin entender realmente qué recitan. Sólo pueden mantener en su memoria unos
pocos cada vez y, una vez utilizados, deben aprenderlos de nuevo. Hechizos con
nombres como el Girador de Phandaal, el Segundo Conjuro Hipnótico de Felojun,
el Excelente Spray Prismático, el Encantamiento del Alimento Constante, el
Conjuro de la Esfera Omnipotente o la Llamada a la Nube
Violenta: “Todo estaba tranquilo; de
pronto llegó un susurro de movimiento, que fue hinchándose hasta convertirse en
el rugir de grandes vientos. Un asomo de blanco apareció y
creció hasta convertirse en una columna de hirviente humo negro (…) La nube
giró más aprisa, envolviéndolo; fue arrancado del suelo, hacia arriba y lejos,
colgando cabeza abajo a una incalculable distancia. Fue lanzado a cuatro
direcciones, luego a una, y finalmente un gran golpe lo arrojó fuera
de la nube, dejándole espatarrado en Embelyon”.
(Finaliza en la siguiente entrada)
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