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En 1977 aparece el séptimo álbum de Valerian y el más extraño de la colección hasta ese momento: “Mundos Ficticios”, en el que Christin y Mézieres mueven a sus personajes por el espacio y el tiempo persiguiendo un misterioso adversario que crea minimundos replicando distintos periodos históricos de la Tierra. Y aunque hacia el final se hace una referencia a “La Ciudad de las Aguas Turbulentas” estableciendo, por tanto, una continuidad hasta ese momento ausente de la serie, se trata de una entrega autocontenida que se entiende perfectamente sin haber leído nada de lo anterior. Eso sí, dado su peculiar argumento y a pesar de lo original que era su planteamiento para los comics de CF de la época, no es probablemente el mejor lugar por donde empezar a adentrarse en el personaje.
La
historia se abre con seis páginas en las que vemos a Valerian participando como
soldado británico en la Rebelión de los Cipayos que tuvo lugar en la India en
1857. El cegador desierto del norte de ese país y sus exóticas ciudades y
templos perfectamente dibujados por Mézières son una localización chocante para
una serie de CF y parecen más propios de la tradición de drama histórico que
tan popular ha sido siempre en el comic francobelga. Al término de este
dinámico prólogo, Valerian es asesinado a tiros… antes de aparecer en la
Inglaterra victoriana listo para otra búsqueda. Ambos pasajes están separados
por una escena de una página en la que Laury monitoriza los movimientos de su
compañero en los controles de lo que parece una nave, acompañada por Jadna, otra
mujer algo más mayor, con una actitud arrogante y condescendiente, que es quien
Galaxity ha puesto al mando de la misión.
La
estancia de Valerian en Londres tendrá un fin tan abrupto como el anterior,
solo para reaparecer a continuación en el San Francisco de 1895 y el París de
principios de siglo XX. A estas alturas, ya sabemos que estos Valerianes no son
sino clones de corta vida del original enviados a misiones suicidas que
consisten en encontrar unos misteriosos dispositivos ocultos en unos grandes
decorados que flotan en el espacio y transmitir luego los datos a la nave de
Laury y Jadna antes de que los “habitantes” del lugar le den caza. De lo que se
trata es, como he dicho, de ir reuniendo información que conduzca al hallazgo
del ser que está creando esos mundos ficticios y que quizá podría estar
interfiriendo con la línea temporal terrestre de la que Galaxity se ha
autonombrado guardiana.
Una vez
más, nos encontramos ante un magnífico ejemplo de eficacia narrativa, una
historia que se desarrolla con un ritmo muy ágil y que, por su propia
extrañeza, impele al lector a continuar avanzando para descubrir lo que
verdaderamente está ocurriendo. Las primeras páginas están pensadas para
confundir al lector, que contempla sorprendido la muerte violenta del héroe…una
y otra vez antes de descubrir más adelante que “sólo” son clones y, aún así,
simpatizar con el profundo desagrado de Laureline, obligada a contemplar las sucesivas
muertes de su amigo/amante por el bien de la misión. En un momento determinado,
Jadna se queja con desprecio del desempeño de Valerian antes de morir congelado
en el vacío espacial: “¡Estos héroes
espaciales…! ¡Siempre dedicándose a la violencia gratuita! ¡Tu colaborador nos
hace perder un tiempo precioso con esos estúpidos intentos!”. A lo que,
iracunda, Laury no puede contenerse más: “¡Entonces,
¿por qué lo eligieron? ¡Quizá sea un idiota, pero es un valiente!”. De
hecho, es la primera vez que Laureline admite sus sentimientos por Valerian,
dejando claro que éstos van más allá de la simple amistad o la admiración por
un colega: “¡A tus órdenes infeliz!
¡Porque si te crees que es por culpa de la supremacía machista por lo que amo a
este tipo…”.
Si en
el precedente “El Embajador de las Sombras” Laury había sido la auténtica
heroína de la historia, quien resolvía la crisis y rescataba al héroe nominal,
aquí vuelve a adoptar su papel primigenio de ayudante del héroe principal, que
es quien asume sobre el terreno los riesgos físicos de la misión. Con todo,
aunque es Valerian –o, mejor dicho, sus clones- quien tenga más presencia en la
historia, lo cierto es que es ella la que conecta mejor con el lector y, a la
postre, desempeña un papel de mayor importancia. En primer lugar, porque siente
las muertes de su amado mucho más que él mismo; y, en segundo lugar, porque es
ella la que, gradualmente, irá adoptando una actitud de oposición a la
autoridad y quien descubrirá el siniestro juego al que han sido empujados. Y es
que ella y Valerian no pueden ni mucho menos considerarse los “héroes” de esta
historia. Todo lo contrario, son meros peones obligados a obedecer órdenes y
hacer el papel de víctimas involuntarias. (Aunque es cierto que en álbumes
anteriores habíamos visto a una Laury más rebelde ante la autoridad, su
autocontención aquí sirve al propósito narrativo de aumentar el impacto de su
explosión final).
Jadna
es, a su manera, un personaje femenino tan fuerte como Laury, pero, a
diferencia de ésta, no exhibe ninguna de sus virtudes más allá de una
inteligencia privilegiada y una erudición sobresaliente en su campo de
conocimiento. Desprecia los sentimientos de Laureline (“Puro sentimentalismo producido por años de supremacía machista,
jovencita. Ya va siendo hora de que te repongas”), es una “valkiria” de la
reconstrucción histórica que actúa de forma fría y prepotente y cuya motivación,
como se descubre al final, es la fascinación que siente por el adversario con
el que juega una partida intelectual que implica el sacrificio violento de
muchos inocentes, aunque sean clones diseñados para tener una vida muy breve.
Hacia
el desenlace, cuando se revela la naturaleza y propósito del ser alienígena
responsable de esos “mundos ficticios”, la historia se desdobla. Mientras Jadna
y la criatura descubren encantados su mutua pasión por la Historia y aquélla se
maravilla de los recursos y conocimiento acumulado por su “adversario”, en el
exterior de su nave se recrea una carnicería extraída de los campos de batalla
de la Primera Guerra Mundial, durante la cual mueren masacrados los clones de
Valerian. La crueldad y destrucción implicadas se explicitan maravillosamente
en las dos páginas en las que una angustiada Laury, conmocionada por el horror
que la rodea, busca a su amado -el original- entre las ruinas y las montañas de
cadáveres.
Esta
mezcla de tonos dispares sugiere sendas críticas: por una parte, a la falta de
escrúpulos de los oficiales militares que mandan a sus hombres a la muerte,
considerándolos como el precio a pagar por la victoria; por otra, el
distanciamiento con el que los estudiosos analizan el pasado, pasando por alto
el sufrimiento de quienes fueron sus protagonistas anónimos. Es Laureline quien,
traumatizada tras atravesar el escenario bélico, indignada, acusa de
inhumanidad a esos dos académicos tan fascinados por la Historia como
indiferentes de las vidas de quienes la forjan: “¡Hablemos de esas espléndidas
reconstrucciones! ¡La conquista de la India es colonialismo! ¡La Inglaterra de
Gladstone o de no se quién es el imperialismo! ¡La América de la marcha hacia
el Oeste el capitalismo! ¡Y la Primera Guerra Mundial…asómate afuera y verás lo
que fue realmente! ¡Me irrita vuestra pose de artistas de moda! Nuestro
presente es como es, pero cuando se sabe cómo terminó vuestra historia…” (en
referencia al apocalipsis climático narrado en “La Ciudad de las Aguas
Turbulentas”).
Dijo Rabelais que “La Ciencia sin Conciencia es la ruina del alma”, a lo que Pierre Christin parece añadir que también es una pérdida de tiempo y energía. Porque, ¿qué propósito tienen esas reconstrucciones históricas cuando no obedecen a ningún objeto de estudio sino a un placer morboso por ver repetidas una y otra vez escenas de masacres y degradación?
La
clonación de Valerian es también otro aspecto interesante. Aunque el concepto
ya llevaba siendo utilizado por la CF desde hacía décadas, el término distaba
de ser aún popular a mediados de los 70 y, de hecho, Christin utiliza la
palabra “dobles” para referirse a ellos. La idea da pie aquí a sugestivas
reflexiones tanto sobre los peligros inherentes a ese desarrollo científico
como sobre la naturaleza del propio protagonista. Y es que es asistiendo a la
muerte de los clones cuando el Valerian original y Laury toman conciencia de lo
desagradecido y peligroso que es su trabajo y el fuerte nexo que los une y que
ninguna copia puede reemplazar.
Gráficamente,
encontramos a un Mézières en plena forma. Su línea está ya completamente
asentada y sus personajes perfectamente definidos. Aunque a estas alturas ya
había sobresalido como un imaginativo diseñador de alienígenas y entornos
exóticos, aquí destaca especialmente por la recreación meticulosa e intachable
de periodos históricos concretos, con los correspondientes edificios,
vestuario, accesorios... Hay también un par de toques juguetones: un cameo de
otros dos ilustres del comic, Blake y Mortimer, en el club londinense; y una
recreación del cuadro “El Almuerzo de los Remeros”, de Renoir, como última
viñeta del comic.
A estas alturas, el dibujante ha encontrado su propio estilo, libre de influencias detectables y, a su vez, influyente en los artistas que vendrán. Es en buena medida mérito suyo que siendo Valerian un descendiente espiritual de “Los Náufragos del Tiempo” o de “Lone Sloane”, su dibujante no lo sea de Paul Gillon o Philippe Druillet.
“Mundos
Ficticios” es un álbum bisagra entre la segunda etapa de la colección y la que
arrancará, un par de años más tarde, con “Metro Chatelet Dirección Casiopea” y
de la que hablaremos en su momento. Siguen aquí abordándose temas ya presentes
en álbumes anteriores, como el abuso de poder de las instituciones y la forma
en que éstas manipulan y se sirven de los individuos para sus fines, pero su
narrativa es más madura, más compleja. Por ejemplo, aunque los autores nunca se
habían preocupado demasiado de la coherencia o la continuidad, en los álbumes
anteriores sí solía exponerse al principio el contexto general de la aventura
que iba a tener lugar a continuación, mientras que aquí, Christin y Mézières
arrojan al lector en mitad de la acción, con una misión ya empezada de la que
no se aportan datos claros y sólo aclarando al final el trasfondo y la solución
al enigma. Asimismo, la violencia es más explícita, tanto en las muertes del
“protagonista” como en la batalla del clímax.
Y es
que “Mundos Ficticios” fue la primera historia de Valerian y Laureline nacida
de la imaginación de sus autores tras el impacto que supuso a finales de 1974
el debut de “Metal Hurlant”, la revista fundada por un grupo de jóvenes autores
rebeldes de gran talento que, frustrados por las limitaciones con que habían
tenido que trabajar en el sistema editorial francés de la época, decidieron
lanzar una publicación propia, centrada en la Ciencia Ficción y la Fantasía y
en la que dar rienda suelta a su imaginación y sus ambiciones de
experimentación temática, gráfica y conceptual.
Si “Valerian” había sido desde su creación en 1967, fuente de inspiración para otros autores en múltiples medios que iban desde el comic al cine, ahora Christin y Mézières bebieron de esa chispa creativa que fue “Metal Hurlant”, introduciendo en su serie algunos conceptos propios de la ciencia ficción dura y articulando un mensaje filosófico a su alrededor. Podrían incluso encontrarse ciertas semejanzas entre esta historia y la obra de Philip K.Dick, de la que probablemente Christin era conocedor: el planteamiento de una premisa intrigante, un desarrollo extraño con cierto toque de irrealidad, el tema de la identidad y los dobles, el titiritero misterioso que manipula los acontecimientos desde las sombras, la naturaleza engañosa de la realidad…
Aunque
este álbum tiene un mensaje político-social menos evidente que los anteriores,
sí aporta una perspectiva filosófica a través del sutil juego de confrontar la
realidad con el pasado: los dos agentes espaciotemporales se ven empujados a
una serie de pasados ficticios que no son los suyos pero que bien podrían
haberlo sido (dado que su tecnología les permite viajar por el tiempo) y que,
de hecho, se convierten en su presente.
Y en 1978 llega el que para muchos es el mejor álbum de la serie, “Los Héroes del Equinoccio”. Y, desde luego, no les falta razón porque en este punto la serie ha llegado a su cúlmen de calidad. Es, además, una de las entregas idóneas para introducirse en la colección gracias a su espléndido dibujo y su divertida mezcla de sátira política y aventura.
La
sociedad del planeta Simlane se muere. Sus habitantes están muy envejecidos y
han quedado estériles, por lo que no pueden acometer ya el peculiar y secreto
proceso en virtud del cual una nueva generación tomaba el relevo de la
anterior. Antiguamente, consistía en elegir a una serie de héroes que navegaban
hasta una isla donde debían superar diversas pruebas. Días más tarde, los que
no hubieran triunfado regresaban mutilados o sin recuerdos de lo sucedido. Del
ganador no se sabía ya nada, pero multitud de barcos cargados de niños con sus
facciones llegaban a la capital para crecer y convertirse en los adultos del
mañana.
Desde
hace un tiempo, sin embargo, los campeones que marchan a la isla ya no regresan
y tampoco aparecen los niños. Los ancianos simlanos ya no pueden plantearse
hazañas físicas de ese calibre y ni siquiera tienen energías para conservar los
magníficos edificios que sostienen el sector turístico del que viven. Así que
han llamado a campeones de otros planetas para que compitan entre sí y que el triunfador
haga lo que ellos ya no pueden: fertilizar a la Madre Suprema de la isla de
Filena, engendrando la siguiente generación. Cuatro aspirantes acuden a la
llamada provenientes de planetas con civilizaciones muy distintas; Irmgaal, del
planeta Kralan, donde moran los grandes Guerreros Negros; Ortzog, del laborioso
y colectivista mundo de Bourgnouf; Blimflin del ecologista planeta Malamum; y
Valerian en nombre de la Tierra.
Las pruebas tendrán lugar a lo largo de cuatro días en la isla de Filene. La primera consiste en vencer a las fuerzas materiales; la segunda, prevalecer sobre los monstruos del reino animal; y la tercera sobrevivir a las trampas de la mente. Por último, los supervivientes deberán exponer su visión de la futura generación que procreará. Mientras tanto, en la ciudad, Laureline espera el veredicto con una mezcla de aprensión, temor y celos…
La
primera virtud de este álbum es su accesibilidad. El argumento es sencillo y
lineal, narrado con un pulso y ritmo magistrales, con giros y guiños bien
colocados y salpicado generosamente de un humor inteligente y unos toques de
sátira política. El aficionado a los comics de superhéroes, además, podrá
disfrutar aquí de un homenaje y al tiempo una parodia de ese género.
Tampoco
anda escaso este álbum de referencias externas. Así, Irmgaal y su imaginería es
un pastiche del tipo de personajes que solían salir de la imaginación de
Philippe Druillet mientras que su aspecto, retórica y movimientos evocan al
Thor de Stan Lee y Jack Kirby. Pero también es una representación siniestra del
nazismo, con sus alusiones a la raza suprema, el fuego y el acero. De igual
forma, Ortzog personifica el régimen soviético y Blimflin es una versión
futurista de los movimientos hippie y ecologista que tiene un inconfundible
aire a los personajes soñados por Moebius (de hecho, hay un pasaje en el que
incluso se transforma en un trasunto de Arzach). Cada uno de ellos, por tanto,
es una caricatura de un sistema político/ideológico terrestre y la forma que
tienen de afrontar cada prueba deriva directamente de su dogmático condicionamiento
previo.
Empequeñecido al lado de estos superhombres, adalides de ideologías fundamentalistas, al lector sólo le queda un personaje con el que identificarse: Valerian, cuyas ambiciones, modestas y humanas, son acordes a su físico y capacidades más ordinarias. De hecho, será su moderación y apertura de mente (aunque ésta venga dada por su agotamiento y cierta torpeza natural) la que le garantizará el laurel del campeón. Laureline, por su parte, queda un tanto marginada en esta historia, resignándose a desempeñar el papel de Penélope a la espera del retorno de su Ulises, aunque al final el guion recupera a esa joven arrojada y con carácter, devolviéndole la iniciativa para que sea ella la que “rescate” a Valerian.
Comentaba
en “Mundos Ficticios” su carácter de “álbum bisagra”. Algo de eso hay también
aquí porque “Los Héroes del Equinoccio” marca un cambio en el tono que las
siguientes entregas acentuarán aún más. No hay en juego grandes conceptos de
ciencia ficción y lo que se narra es una búsqueda más que un misterio que
resolver o una guerra entre facciones en la que mediar. Christin, ya lo he
dicho, inserta sus corrosivos comentarios críticos contra ciertas ideologías,
pero la base de la aventura es algo con una carga mucho más mítica: la lucha
del hombre contra los elementos y contra sí mismo a la búsqueda de un gran
premio.
Christin
imagina unos desafíos que son maravillosamente dibujados y narrados por Mézières,
cuyo montaje de página aquí es insuperable: dibuja dobles planchas de cuatro
tiras de viñetas con composiciones muy enérgicas y originales que narran
paralelamente la ordalía individual de cada uno de los campeones. En algunos de
los pasajes, usa la iluminación con propósitos casi expresionistas; y, de nuevo,
exhibe una facilidad insultante a la hora de diseñar vestidos, accesorios,
vehículos y arquitecturas. Los fondos que adornan las escenas en la decrépita
ciudad de Simlane y el soberbio palacio-templo de Filena son extraordinarios,
como también los diferentes entornos naturales a los qu
e deben enfrentarse los
competidores (como anécdota, Mézières utilizó los rasgos de su amigo Christin
para crear al maestro de ceremonias del último acto).
Un álbum, en fin, que roza la perfección: sobresalientemente dibujado y narrado y con una historia inteligente que mezcla la aventura de sabor mítico, la sátira de los dogmatismos ideológicos y la crítica a la idea de que la especie pueda ser salvada por superhéroes.
(Continúa en la entrada siguiente)
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