(Viene de la entrada anterior)
Lo que sobre todo Oshii se esfuerza por representar es el entorno en el que discurre la historia, la atmósfera de las calles y la tecnología que ha cambiado al mundo y a los hombres. La ciudad en concreto, fue en buena medida obra de Takashi Watabe, creador de los complejos y recargados fondos y cuyo trabajo es sobresaliente a la hora de transmitir con realismo esa mezcla de progreso y decadencia, de claustrofobia a pesar de los amplios espacios y enormes rascacielos.
La urbe está diseñada a partir del Hong Kong de los años noventa: elevados edificios de materiales baratos corroídos por la humedad, profusión de carteles con ideogramas chinos que ocultan las fachadas, mercados bulliciosos, aviones que sobrevuelan los tejados a baja altura descendiendo hacia el aeropuerto, la combinación de lo futurista con lo antiguo, lo nuevo con lo decrépito, lo natural y lo artificial… Su apariencia viene justificada por la propia historia de fondo, ya que después de una gran guerra, la ciudad quedó parcialmente sumergida a causa de movimientos tectónicos y su carácter de hormiguero humano obedece al aluvión de inmigrantes, muchos de ellos chinos.
Pero hay más elementos en el diseño y la animación que revisten a “Ghost in the Shell” de una verosimilitud y realismo que por entonces no eran demasiado comunes en el anime de CF. Y para ello no hicieron falta grandes fantasías ni extrapolaciones de gran calado. Bastó con imaginar un par de pasos por delante de la tecnología utilizada en aquel momento, ya fuera en los materiales, o la informática. Un ejemplo muy claro son las armas de fuego. Éstas no son tan diferentes de las utilizadas hoy en día, dado que su diseño, formas, uso y tecnología han alcanzado un nivel de eficacia casi perfecto. El calibre, la munición o el efecto de los disparos sobre distintos materiales, están meticulosamente representados. Los vehículos son asimismo parecidos a los nuestros, aunque en el caso de los helicópteros o aeroplanos se hayan introducido modificaciones futuristas que no resultan en ningún caso chirriantes.
Hay pocos directores tan visualmente sofisticados como Oshii, que emplea una combinación mixta de animación manual y digital (fue uno de los primeros en utilizar medios informáticos que complementasen la tradicional técnica con acetatos) y una rica paleta cromática. A la configuración de esa atmósfera tan peculiar contribuye de forma decisiva la música, compuesta por Kenji Kawai, una auténtica institución del cine nipón cuyas partituras han acompañado a series y películas como “Ranma ½”, “Death Note”, “Patlabor”, “The Ring” o “Ip Man”. En esta ocasión y acompañando en perfecta sintonía a las imágenes, la banda sonora mezcla modernidad y tradición en la forma de sintetizadores por una parte y coros, gongs y tambores taiko por otro.
Este retrato de un futuro cyberpunk alcanza algunos momentos brillantes en la forma de frases cortantes y articuladas con aparente despreocupación, como cuando alguien le dice a la protagonista: “Hay mucha estática en tu cerebro” y ella responde “Es ese periodo del mes”. O cuando ella y su compañero Batou comparten un raro momento de camaradería y comentan: “Con un solo pensamiento, los implantes químicos de nuestros cuerpos podrían metabolizar todo el alcohol de la sangre en diez segundos, y así podemos sentarnos aquí a beber mientras esperamos”.
Una de las características diferenciales de “Ghost in the Shell” son sus evocadoras y melancólicas meditaciones sobre la diferencia entre máquina y humano. ¿Cómo puede modificarse la psicología humana a través de la interacción con una máquina? ¿Cuáles son los desafíos éticos derivados de la modificación del cuerpo humano a partir de mejoras tecnológicas? ¿Cómo mantener la individualidad cuando los implantes cibernéticos nivelan y acercan las características de todos aquellos que los portan? Son éstas cuestiones clave de la película que se articulan en varios momentos, como aquella escena en la que Kusanagi se pregunta qué sería de ella si dejara la Sección 9 y tuviera que devolver el cuerpo cibernético al gobierno, recordando que ya no está segura de qué partes del mismo son originalmente suyas o siquiera si ha sobrevivido algo de su yo primigenio, o su mente y recuerdos son auténticamente suyos. O cuando el Titiritero, encerrado en un cuerpo cyborg femenino, replica a sus interrogadores reclamando el derecho a ser considerado una forma de vida; que los humanos también somos una suerte de computadora regida por el ADN y que deberíamos haber considerados las consecuencias cuando empezamos a externalizar nuestra memoria en dispositivos remotos.
Esta historia, ambientada en un mundo en el que la población ha subestimado las consecuencias de la computerización masiva y la vida está controlada por grandes corporaciones industriales, reflexiona sobre el concepto de ciborg. ¿Cuánto de nuestro cuerpo podemos perder antes de dejar de ser considerados humanos? ¿Es la nuestra la única forma de vida posible? ¿Podría tener una IA derecho a reproducirse? No solo son cuestiones relevantes en el marco futurista que nos plantean Shirow y Oshii, sino que parece un camino verosímil habida cuenta de la digitalización masiva en la que estamos zambulléndonos.
Al fin y al cabo, los creadores acertaron en 1995 al preveer la omnipresencia de Internet y algunos de los peligros inherentes a nuestra dependencia de ella, como la intrusion de hackers, el robo o manipulación de información, la suplantacion de personalidad o los efectos que sobre las personas puede tener la sobrecarga de datos a menudo contradictorios o falsos. Y dado que ahora todos estamos conectados a Internet –y, a través de ella, a toda la población del planeta- ¿cuesta tanto imaginar que algún día se inventen implantes cerebrales que permitan prescindir de artefactos interpuestos como teléfonos móviles u ordenadores? Y, si acabamos integrando en nuestro cuerpo elementos electrónicos fabricados por empresas, no podrían ser objeto de hackeo, interfiriendo con nuestros sentidos, emociones o pensamientos?
Eso sí, a diferencia de la mayoría de las películas occidentales, que se muestran como mínimo temerosas –y a menudo apocalípticas- respecto a la posibilidad de una fusión entre hombre y máquina (lo que implica la pérdida de una parte del cuerpo, algo considerado traumático en nuestra cultura), “Ghost in the Shell” nos presenta esa posibilidad como algo normal y asumido con total naturalidad por la mayor parte de la población como algo beneficioso y que no se diferencia tanto de llevar gafas para corregir la vista o clavos en una rodilla defectuosa. Es más, la película termina de forma optimista proponiendo que tal fusión abriría la puerta a un nuevo nivel de percepción de enormes posibilidades: “¿Qué haremos ahora?” se pregunta el ser conjunto que forman Kusanagi y la IA, para responderse acto seguido: “La Red es vasta e ilimitada”. El ultimo plano de la película es una vista panorámica sobre la ciudad, imagen que recuerda por su significado metafórico al final de “Tron” (1982).
Esa filia tecnológica es uno de los rasgos que denotan su origen japonés: la fascinación con los lazos entre especies e incluso con objetos inanimados y su insistencia explícita en que una aproximación antropocéntrica al mundo y el futuro es demasiado estrecha. La visión de Oshii es más holística y recuerda a la religión sintoísta, según la cual todo, desde las rocas a las cascadas, está habitado por un espíritu sagrado o kami, un concepto que se haría todavía más explícito en la segunda parte, “Ghost in the Shell 2: Innocence” (2004), en la que ciborgs, humanos, perros, androides y muñecas parecen estar extrañanamente conectados entre sí.
Asimismo, Oshii se siente cómodo explorando los límites entre el sueño y la realidad, un elemento extraído del budismo y la literatura clásica japonesa. El propio Titiritero es una creación con lazos con el budismo y el sintoísmo, ya que las marionetas, las muñecas y el animismo juegan un papel importante en la tradición japonesa mientras que el cibermundo sugiere la noción budista de la trascendencia. El propio traje termo óptico que utiliza Kusanagi la conecta con las habilidades de camuflaje que tradicionalmente se les atribuyen a los ninjas japoneses.
Pero Oshii también puede compararse con algunos grandes nombres de la literatura moderna nipona, sobre todo el Premio Nobel Kawabata Yasunari. Ambos son poetas de la soledad cuyas obras incluyen personajes en busca de la trascendencia, una conexión emocional o el amor en el marco de un universo extraño e indiferente al sufrimiento. A través de la protagonista, la mayor Kusanagi, que se cuestiona varias veces su verdadera naturaleza, su lugar en el orden de las cosas y su incierto futuro, “Ghost in the Shell”, transmite un profundo sentimiento de tristeza y alienación, algo paradójico en un mundo superpoblado e hiperconectado.
La conciencia que tiene Oshii de la fragilidad con la que los humanos nos relacionamos con el mundo y entre nosotros quizá provenga de su experiencia personal. Nacido en Tokio en 1951, Oshii solia ir al cine con su padre, detective privado, quien llegaba a veces a sacarlo de la escuela para compartir juntos el placer culpable de ver películas en horarios inusuales. Quizá no sea coincidencia que en su película ciberpunk de corte experimental de 1987, “Red Spectacles”, uno de los tres personajes principales sea un detective. Aunque esto bien podría ser un homenaje a su padre, también comparte un rasgo con el resto de la filmografía del director: adoptar el papel de frío observador que contempla las vidas de la gente como haría un detective vigilando a un sospechoso, esperando encontrar un significado oculto en ellas. Aunque acabó encontrando trabajo como animador, Oshii también barajó la posibilidad de entrar en un seminario y su interés y conocimiento del cristianismo están presentes en muchos de sus films en forma de metáforas o alusiones a la Biblia.
La escena paradigmática de la película es aquella en la que Kusanagi navega a bordo de un bote a través de un canal de aguas sucias y cubiertas de basura en New Port City, una amalgama postmoderna de edificios nuevos y viejos. Empieza a llover, enfatizando la vulnerabilidad de la solitaria figura de la ciborg y el aislamiento de los apresurados viandantes que la rodean. A través de la lluvia –exquisitamente animada-, Kusanagi contempla el paisaje urbano solo para encontrar dobles de de sí misma –una mujer comiendo sola en un restaurante, maniquíes sin brazos recortados contra la brillante luz de un elegante escaparate-. De fondo, suena la música y las letras de una liturgia sintoísta en la que se insta a los dioses a descender y mezclarse con los mortales.
Una escena de ritmo tan parsimonioso y sin palabras habría sido inconcebible en la mayoría de las producciones occidentales de CF audiovisual y, ciertamente, no es imprescindible para el desarrollo narrativo de la película. Pero la lírica secuencia, aparte de por su belleza plástica, sirve para justificar la posterior decisión de Kusanagi de abandonar su cuerpo físico y fundirse con el Titiritero.
La única pega es que estos momentos memorables vienen insertos en una trama bastante enrevesada y difícil de seguir, algo que suele lastrar los films de Mamoru Oshii. Los tejemanejes de los departamentos gubernamentales y ministerios son bastante oscuros y es normal que en un primer visionado no se acabe de entender todo lo que ocurre. Lo mismo puede decirse de las densas conversaciones de corte existencial, que se articulan en diálogos tan rápidos que apenas da tiempo de asimilar la información.
Si se intenta abordar “Ghost in the Shell” como una meditación de la division entre cuerpo y alma basándose solo en la trama y los diálogos, la sensación que se tiene es de un producto indigesto y puede que incluso aburrido. Pero hay que dar un paso más allá y dejarse llevar por su narración visual, de gran belleza plástica pero que también aporta su propia capa de significado conceptual al conjunto. Como sucede con muchos animes, “Ghost in the Shell” resulta comprensible y disfrutable, incluso poético, a un nivel intuitivo y asociativo más que lineal.
El gran éxito de “Ghost in the Shell” llevó primero a una serie de television de 52 episodios, “Ghost in the Shell: Stand Alone Complex” (2002), también muy recomendable y de la que hablaré en otra entrada. En 2004, Mamoru Oshii regresó a este universo con una segunda película ya mencionada aquí: “Ghost in the Shell 2: Innocence”, visualmente aún más sofisticada que la primera y que continuaba la historia donde aquélla la dejó (la serie televisiva, por el contrario, narraba misiones anteriores de la Sección 9) y en la que los personajes seguían dándole vueltas a lo que significa ser humano y si las máquinas son capaces de genuinos sentimientos. Como en el original, es más satisfactorio zambullirse en los hipnóticos paisajes urbanos que tratar de darle sentido a las ocasionalmente pretenciosas meditaciones metafísicas. Luego seguirían más series, OVAS, videojuegos y una adaptación norteamericana de imagen real.
“Ghost in the Shell”, la película, es en definitiva una obra magna del anime japonés, que no ha envejecido nada ni en sus conceptos ni en su impecable factura gráfica, una pieza clave del edificio ciberpunk iniciado diez años antes y de la cultura del manga y el anime de todos los tiempos.
Coincido en que es una gran peli. El único pero es que es muy japonesa y por ello los occidentales nos perdemos bastantes cosas porque el misticismo oriental no es el cristiano/europeo. Mas lo lírico es algo universal y humano, así que la peli emociona y fascina a cualquiera.
ResponderEliminarUno de mis filmes de animación favoritos. Oshii es todo un poeta con unas imágenes líricas que prácticamente no tienen parangón en el medio.
ResponderEliminarUn saludo