Hay una ironía implícita en ciertos títulos, como el de esta serie norteamericana. Durante su emisión inicial, que constó de tres temporadas con un total de 83 episodios, fueron alternándose diversos grados de éxito y fracaso creativos, ofreciendo una clara indicación del dilema al que se ha tenido que enfrentar la ciencia ficción desde sus inicios, a saber: ¿debe tener más peso la ciencia o la ficción? ¿Aventura, Emoción y Miedo o Física, Química y Matemáticas?
Es una pregunta bastante clara y razonable, pero las productoras televisivas establecieron ya desde sus inicios que la ciencia ficción no sería totalmente ni la una ni la otra, lo cual, naturalmente, tiene todo el sentido. Después de todo, ¿quién quiere ver un documental analizando la fuerza gravitacional de la Luna cuando pueden utilizar la ficción para viajar a Titán o fundar la base Alpha en el Mar de la Tranquilidad?
Así que la cuestión no es si la ciencia ficción debe ser una cosa o la otra. Debe ser las dos. Lo que nos lleva a otra disyuntiva, ésta relacionada con el equilibrio de ambas facetas. ¿Cuándo ocurre que la diversión de lo Ficticio pasa a deteriorar la sinceridad de la Ciencia? O a la inversa, ¿Cuándo el realismo tecnológico constriñe la narración de una buena historia? La receta perfecta, la combinación de todos esos elementos para crear una síntesis única y fascinante, es lo que ha llevado de cabeza a los creadores de CF desde mucho antes de que la televisión irrumpiera en los hogares de todo el mundo.
“Perdidos en el Espacio”, que comenzó a emitirse un año antes que “Star Trek” y cinco antes de que el hombre llegara a la Luna, no fue una excepción. Hasta el día de hoy, los seguidores de la serie siguen discutiendo sobre cuál de sus etapas fue la mejor. ¿La primera, centrada en el acertado uso de la tecnología por parte de la familia Robinson y las promesas de la exploración espacial? ¿O las dos últimas, cuando el programa pasó a dedicar la mayor parte de su atención al cómico Dr.Smith y extravagancias tales como los Vikingos Espaciales, vegetales parlantes y planetas gobernados por palurdos? ¿Pueden quizá considerarse ambos enfoques igualmente buenos, aunque de formas diferentes?
“Perdidos en el Espacio” hundía sus raíces, sobre todo, en un cuento moralista cristiano publicado en 1812, “Los Robinsones Suizos”, en el que se narraban las aventuras de una familia naufragada en una isla de las Indias Orientales. El libro fue escrito por Johann David Wyss, un pastor protestante que esperaba con ella guiar a sus cuatro hijos de acuerdo a los valores familiares cristianos (algo que también hicieron, en mayor o menor grado y de forma más o menos explícita, autores de ciencia ficción como Julio Verne, H.G.Wells o Robert A.Heinlein). Creía que la mejor forma de aprender estas lecciones morales era insertarlas en una aventura emocionante. Ciento cincuenta años después, el productor cinematográfico Irwin Allen recurrió a la misma idea, aunque por razones muy diferentes.
Allen había ganado un Oscar en 1953 al Mejor Documental por “The Sea Around Us” y pasó a continuación a producir películas de ciencia ficción y aventuras como “El Mundo Perdido” (1960), “Viaje al fondo del mar” (1961) o “Cinco Semanas en Globo” (1962). La ABC lo contrató para convertir “Viaje al fondo del Mar” en una serie de televisión, que se estrenó en 1964 con tanto éxito que se convertiría en el programa de ciencia ficción más longevo de la década en Estados Unidos. A la vista de ello, una cadena competidora, la CBS, propuso a Allen escribir otra serie para ellos. El resultado fue “Perdidos en el Espacio”, que se puso en antena al año siguiente.
A Allen le gustaba la sencilla idea propuesta por la novela de Wyss de una familia perdida y sola que trabaja unida para sobrevivir. Su familia para la serie se construyó alrededor del personaje de Will Robinson (Bill Mummy), su miembro más joven, un niño prodigio que se pasa el día jugando con un robot gigante, discutiendo por nimiedades con un “malvado” científico -del que a continuación hablaremos- y, de vez en cuanto, disparando a monstruos con una pistola laser. Will era, en definitiva, lo que todo niño en 1964 desearía ser.
(Por cierto, resulta destacable la relación de Bill Mummy con la ciencia ficción desde temprana edad. Cuando fue seleccionado para “Perdidos en el Espacio” ya acumulaba más de cincuenta apariciones en películas y series de televisión, entre las que sobresalen los tres episodios de “Dimensión Desconocida” en los que participó unos años antes y que le convirtieron en un rostro familiar para los espectadores norteamericanos. Más adelante, realizaría un inolvidable papel en la serie “Babylon 5” interpretando al diplomático Minbari Lennier y volvería a aproximarse al género como ingeniero Kellin en un episodio de “Star Trek: Espacio Profundo Nueve”)
La familia en el episodio piloto se completaba con los padres de Will, el astrofísico John Robinson (Guy Williams) y su esposa, de especialidad bioquímica, Maureen (June Lockhart) así como sus dos hermanas mayores, la ya crecidita Judy (Marta Kristen) y la adolescente Penny (Angela Cartwright, una de las niñas Von Trapp de “Sonrisas y Lágrimas”). Con ellos viajaba el geólogo y piloto de la nave, el comandante Don West (Mark Goddard).
La historia se ambientaba en el entonces futurista año 1997, cuando la población de la Tierra había alcanzando un punto en el que se hacía necesaria iniciar la exploración espacial so pena de agotar en nuestro planeta los requisitos más básicos para la vida: la comida, el agua e incluso el espacio vital. Qué diferencia puede suponer el que una sola familia abandone la Tierra es difícil de decir, pero en cualquier caso los Robinson, tras superar a dos millones de voluntarios competidores, suben a bordo de la Gemini 2 (que, según la serie, costó 40.000 millones de dólares, mientras que el verdadero transbordador espacial de la NASA no pasaba de los 450 millones) y parten para colonizar algún planeta del sistema Alfa Centauri, el más cercano a nuestro Sol. Realizarán el viaje programado de cinco años en estado de sueño profundo y sólo se les despertará en la fase final de aproximación o si surge algún problema. Y, claro, esto último es lo que sucede. La familia acaba perdida por las inmensidades desconocidas del espacio.
Las raíces “literarias” de la ciencia ficción televisiva se pueden encontrar en las ilustraciones que adornaban las portadas de las revistas pulp de los años veinte, treinta y cuarenta: “Amazing Stories”, “Astounding Science Fiction”, “Unknown”… títulos emblemáticos del entretenimiento efímero que utilizaban esos atractivos dibujos para seducir y emocionar a sus lectores. De aquellas impactantes ilustraciones bebieron los primeros seriales cinematográficos de ciencia ficción en los años treinta (“Flash Gordon”, “Buck Rogers”), que a su vez establecieron otra característica más tarde trasladada a la televisión: los finales con “cliffhanger”, ese recurso narrativo que consiste en rematar un segmento del relato con un momento cargado de suspense que incite al espectador a ver el siguiente episodio.
Ya en la era de la televisión, el peldaño anterior a “Perdidos en el Espacio” fueron programas como “Captain Video and His Video Rangers”, “Tom Corbett, Space Cadet” o “Rod Brown of the Rocket Rangers”, programas todos ellos emitidos en directo en los primeros años de la pequeña pantalla. Eran space operas sencillas inspiradas a su vez en seriales de los pulp como “La Alondra del Espacio” o “Los Hombres de la Lente” de E.E.Smith o “La Legión del Espacio” de Jack Williamson.
“Perdidos en el Espacio” bebía de todas esas fuentes y las mezclaba con el tema de los náufragos, subgénero que popularizara inmensamente Daniel Defoe con su novela “Robinson Crusoe” en el siglo XVIII. Ya hemos mencionado la obra de Johann Wyss, que poco antes del estreno de “Perdidos en el Espacio”, en 1960, había producido Disney. En 1964 se estrenaron la película “Robinson Crusoe en Marte” y la serie de la CBS “La Isla de Gilligan”. Desde luego, los náufragos estaban de moda.
Era una época en la que las exigencias de los espectadores televisivos eran más fáciles de satisfacer que en la actualidad. Así, los efectos visuales se solventaban con maquetas colgando de cuerdas o artefactos teleportadores de aspecto casero. Sin embargo, cuando empezó la producción de la serie y con las miras puestas en obtener un mayor impulso en lo que a promoción se refiere, Allen se molestó en involucrar en la producción a la NASA.
A comienzos de los sesenta, la carrera espacial estaba en su momento álgido. Rusia adelantó a Estados Unidos con el lanzamiento en órbita del Sputnik, obligando al presidente Kennedy a hacer una declaración, en 1961, en la que se comprometía a alcanzar la Luna antes de que finalizara la década…y antes que los rusos, claro. Era un tema de la más rabiosa actualidad que capturaba la imaginación del público americano y Allen, ambientando su nueva serie en el espacio, demostró haberlo entendido. Contar con el aval de la NASA significaría una especie de sello de calidad a ojos de la audiencia. Por su parte, la agencia gubernamental, con todos sus esfuerzos puestos no sólo en conseguir poner a los astronautas en el espacio sino en publicitar su labor, aprovechó la oportunidad que le brindaba Allen con la esperanza de que la serie sirviera para promover sus ideales de exploración espacial ante el público norteamericano.
Tal asociación de mutuos intereses no duró mucho.
Una de las más desafortunadas y recurrentes frases de Allen durante el rodaje de la serie era: “¡No me molestéis con la lógica!” Las necesidades inmediatas de la historia eran para él siempre más importantes que cualquier verosimilitud científica. La NASA, huelga decirlo, tenía una visión del mundo algo distinta, y cuando sus técnicos revisaron los bocetos para la nave Júpiter se apresuraron a afirmar que semejante artefacto no sólo no volaría jamás sino que sería imposible que llegara a salir siquiera de la rampa de lanzamiento. Allen se limitó a contestar que lo mismo se había dicho de los cohetes de la NASA años atrás. Estaba claro que Ciencia y Ciencia Ficción no coincidirían en este proyecto en particular, y la NASA cortó rápidamente todos sus lazos con el programa.
Allen no se amilanó y siguió adelante con el rodaje respaldado por un abultado presupuesto de 600.000 dólares. El piloto original (que nunca llegó a emitirse) daba el protagonismo a los efectos especiales y los diferentes artefactos y equipamientos propios del viaje espacial: naves, land rovers, trajes de brillantes tejidos, mochilas cohete… todo aquello que los espectadores esperarían ver en un documental de exploración del espacio. El momento climático de ese desfile de trucos visuales sería una especie de maremoto espacial y un monstruo gigante que atacaría a los Robinson (léase, un hombre enfundado en un traje de goma persiguiendo marionetas).
Allen afirmó que ese piloto era el mejor trabajo que había hecho hasta la fecha, pero cuando los ejecutivos de la CBS se pasaron riendo toda la proyección de prueba, se sintió tan avergonzado y furioso que saltó de su asiento para detenerla. Su montador le obligó a sentarse: “Irwin”, le dijo, “¡les encanta!”.
Así fue. Funcionó. Aquella risa no había sido de burla, sino de disfrute infantil, de hombres adultos pasando un buen rato. Pero al mismo tiempo, sus sugerencias finales apuntaron a que el programa estaba demasiado lastrado por la fría exhibición científica, que se invertía demasiado tiempo en mostrar artefactos y evoluciones por el espacio. Se necesitaba más peso del factor humano, unos personajes con los que identificarse.
Y aquí entra en escena el doctor Smith.
Smith era un personaje secundario que acabó estando tan identificado con la serie que aún hoy hay quien cree erróneamente que la familia perdida en el espacio eran los Smith. El supervisor del programa, Anthony Wilson, creía que era necesario introducir un villano fijo. Allen abogó por alguien del estilo de Ming, la malvada némesis de Flash Gordon; Wilson, en cambio, por un personaje del estilo del pirata Long John Silver de “La Isla del Tesoro”. La solución de compromiso fue Zachary Smith.
De esta forma, se estableció que todos los problemas de la familia Robinson eran producto de un sabotaje perpetrado por el doctor Zachary Smith (Jonathan Harris), psicólogo y experto en control medioambiental, que trabajaba como espía de una potencia extranjera –la cual, aunque nunca se menciona, los espectadores inmediatamente asociaron con la Unión Soviética-. Consigue reprogramar el ordenador de misión, pero al hacerlo queda atrapado a bordo y, cuando el Júpiter II es desviado de su rumbo original, Smith no puede escapar.
El diseñador Robert Kinishita –padre del también legendario Robby de “Planeta Prohibido” (1956)- creó para la serie un robot parlante (con la voz de Dick Tufeld), oficialmente designado como General Utility Non-theorizing Environmental Control Robot, Clase M-3, Modelo B9. Esta máquina encarnaba el elemento cómico que, por citar las palabras del estudio, “gustaría a los niños”. Era uno de esos ingenios multiusos capaz tanto de entablar una lucha cuerpo a cuerpo como de prever amenazas, ejecutar complejos cálculos, realizar tareas mecánicas de precisión y ejercer de profesor de los más variados campos del conocimiento. Y, para colmo, resultó ser un artefacto bastante más emocional de lo que podría haberse esperado, agitando nervioso sus brazos mientras avisaba de algún peligro inminente. En resumen, el juguete/mascota perfecto para cualquier niño de entonces. El Robot –que nunca tuvo nombre- se convirtió ya desde sus inicios no sólo en la imagen más recordada por los espectadores de la serie, sino en todo un icono de la ciencia ficción televisiva.
Se cambió el nombre de la nave (abandonando el inicial, “Géminis”, que denominaba el programa de vuelos tripulados de la NASA inaugurado aquel mismo año 1965, por el de “Júpiter”) y se rodó nuevo metraje para un nuevo piloto, utilizando el del antiguo para rellenar los cinco primeros episodios. Aunque los capítulos semanales contaban con un presupuesto de solo 130.000 dólares (cantidad normal para la época), lo cierto es que “Perdidos en el Espacio” ya llevaba gastados en el piloto una cantidad muy importante de dinero. Solamente la astronave costó 350.000 dólares –y ello aunque no tenía un diseño muy inspirado, limitándose a copiar el de los tópicos “platillos volantes”- . Se estimó entonces que la serie tendría que emitirse durante tres años sólo para recuperar la inversión realizada.
(Finaliza en la siguiente entrada)
ESTA ERA MI SERIE FAVORITA CUANDO APENAS ERA UN PARVULO (JUNTO CON EL TUNEL DEL TIEMPO). SIN DUDAS LA MEJOR ETAPA ERA LA PRIMERA, CON MAS CIENCIA FICCION Y EN EPISODIOS CONTINUADOS. LA SEGUNDA ETAPA NO ME GUSTABA TANTO PORQUE EN EL FONDO LE TENIA CIERTO FASTIDIO AL PERSONAJE DEL DR. SMITH. ESTA ES UNA DE LAS SERIES QUE FORMO MI GUSTO POR LA CIENCIA FICCION.
ResponderEliminarVaya, me alegro de que haya algún lector que no solo haya visto la serie casualmente sino para el que significó algo importante. Espero que el artículo haya servido para aprender algún dato nuevo que quizá no supieras y recordar esos tiempos de la infancia. Te invito a terminar de leerlo en la siguiente entrada. Un saludo.
ResponderEliminarExcelente artículo.
ResponderEliminarVi esta serie hace un tiempo con mis padres, y lo que recuerdo particularmente es que la primera parte me pareció mucho mejor en todo sentido, hasta los FX y decorados eran mucho más cuidados y bonitos.
La segunda parte, y en particular últimos episodios ya rayaban lo bizarro y camp, en la línea del Batman de Adam West, lo cual no estaba mal, pero contrastaba muchísimo con lo anterior.
Una serie fuera de serie, realmente inolvidable.
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