martes, 23 de julio de 2024

2023- EL REINO ANIMAL - Thomas Cailley



Para mucha gente, es imposible escuchar la palabra “mutante” y no pensar inmediatamente en los X-Men, el venerable grupo de superhéroes de Marvel creado en los 60 y devenido franquicia multimillonaria que ha dominado la cultura popular en las últimas décadas. Pero lo cierto es que el subgénero de mutantes es muy anterior en la CF, habiendo ofrecido auténticas joyas literarias, normalmente con personajes cuyas capacidades extraordinarias tenían que ver con la mente, un aspecto, claro, no tan llamativo como hombres que disparan rayos por los ojos o que se convierten en hielo, conceptos éstos que, bien realizados, resultan mucho más atractivos en el cine.

 

Dentro de los mutantes de la CF, los híbridos de humano y animal ocupan su propio nicho. Pero, en realidad, se trata de una figura que se remonta a los orígenes de la cultura humana, cuando aún pensábamos en nosotros como parte indisoluble del mundo natural. Está presente en la mitología universal e incluso se han encontrado pinturas rupestres que representan figuras que mezclan rasgos humanos y animales.  

 

Pero una vez el cine abordó el tema de la hibridación, estas ficciones pasaron a dividirse básicamente en dos ramas. La primera es la de los monstruos: humanos que se convierten total o parcialmente en animales o, a la inversa, animales que se metamorfosean en humanos, a menudo como producto del experimento de algún científico loco. Quizá la obra más notable de esta tipología sea “La Islade las Almas Perdidas” (1932). En los años 50 llegaron títulos como “La Mosca” (1958), “El Caimán Humano” (1959) o “La Mujer Avispa” (1959). La otra dirección es la del humano que desarrolla capacidades animales y, normalmente, se transforma en un superhéroe. Ahí entrarían los X-Men (o, al menos, algunos de ellos) o Spiderman.

 

Pero en tiempos más recientes se ha explorado otra posibilidad: que esas criaturas no sean ni monstruos ni superhéroes; que, cuando alguien empezara a mutar, por cada característica que adoptara de un animal, perdiera otra propia de la humanidad y que, de este modo, siempre estuviera incompleto. Esa es la base de la coproducción franco-belga “El Reino Animal”.

 

Desde hace dos años, por todo el mundo se están produciendo grotescas mutaciones que hacen que la gente se transforme en todo tipo de animales. En Francia, Lana, la esposa de François Marindaze (Romain Duris) y madre del adolescente Emile (Paul Kircher) es una de las víctimas de esa enfermedad, en su caso transformándose en una especie de felino. Tras una agresión a su hijo, las autoridades la confinaron junto a otros muchos pacientes en un centro especializado a la espera de hallar una forma de revertir o contener la enfermedad.

 

Ahora la van a trasladar a otro lugar y, para estar cerca de ese nuevo centro y poder visitarla con mayor facilidad, François y Emile se mudan al sur del país. El primero encuentra trabajo de chef en un local turístico rural y el segundo se matricula en el instituto del pueblo cercano. Durante una tormenta, uno de los furgones que transportaba a estos seres híbridos tiene un accidente y varios de ellos escapan a los espesos bosques que cubren la región. Uno de ellos es Lana y François cae presa del pánico. No quiere que algún tirador la abata e inicia una búsqueda frenética por su cuenta, recibiendo la ayuda indirecta de una agente de la gendarmería local, Julia Izquierdo (Adele Exarchopoulos), molesta por la intervención del ejército en todo este asunto.

 

Mientras tanto, Emile trata de adaptarse a su nuevo instituto y establece una conexión con otra alumna, Nina (Billie Blain), que padece trastorno por déficit de atención con hiperactividad. Para su desgracia, él mismo empieza a mutar y trata desesperadamente de ocultar su condición a un entorno hostil a las “bestias”, como despectivamente las llaman. Y es que estos híbridos se dedican a merodear por las proximidades del pueblo, asustando a residentes y turistas y amenazando la economía local.

 

“El Reino Animal” fue la segunda película del anteriormente guionista Thomas Cailley, habiendo sido la primera “Les Combattants” (2014), así como varios episodios de la miniserie de CF “Ad Vitam” (2018). “El Reino Animal” fue seleccionado para el Festival de Cannes, participó en Sitges (ganando el galardón a los Mejores Efectos) y obtuvo nominaciones y premios en múltiples certámenes y concursos, entre ellos los César y los Lumiere (en estos últimos, Cailley ganó el de Mejor Director).

 

Thomas Cailley empezó a escribir el guion de “El Reino Animal” en 2019 junto a su colaboradora Pauline Munier, atraído por la idea de mutación que, por una parte, sirve de metáfora a la experiencia de crecer, de alcanzar la madurez desde la adolescencia; y, por otra, permitía explorar la relación padre-hijo y el tema de la transmisión generacional. También abre una puerta a la observación de cómo se comporta una sociedad en la que aparece un elemento disruptor que lo pone todo patas arriba, provocando cambios muy rápidos que despiertan ciertos instintos, algunos deseables, como el amor incondicional, y otros condenables, como la violencia y el rechazo.

 

El guion de “El Reino Animal” no ofrece ninguna explicación relativa a las mutaciones. Tan sólo sabemos que se producen, que existe miedo e incertidumbre entre la población y desconcierto en las autoridades científicas y civiles acerca de como encarar la situación, aunque se comenta que en Noruega se ha dado el paso de tratar de integrar a esas criaturas con toda la normalidad posible. Pero, en realidad, la película no necesita ninguna explicación al respecto porque no es una película de trama sino de personajes, de cómo afrontan sus respectivos miedos, qué sienten y cómo afecta este drama a sus vidas.

 

Y es que esta historia de pandemia mutagénica podría haberse contado con un foco mucho más amplio, global incluso, algo así como “Guerra Mundial Z”. Pero el director/guionista decidió concentrarse en una región concreta de Francia y en el drama familiar de dos personajes. Y es que lo que Cailley quería contar no era una épica apocalíptica sino algo más pequeño pero, al mismo tiempo, más universal: la evolución –mutación, podríamos decir- de la relación entre un padre y un hijo, cómo se ven y tratan mutuamente en un proceso de rápidos y dramáticos cambios. La mutación de Emile es, por supuesto, una metáfora del tránsito a la madurez; y lo que François tiene que aprender es a, primero, dejar que su hijo se transforme en lo que debe y, segundo, a vivir sin él. Sobre ese núcleo emocional se construye el guion añadiéndole otras capas de thriller, terror (en su modalidad de “body-horror”) y crítica social.

 

De hecho, la película puede interpretarse también como una invectiva contra el maltrato al que los humanos sometemos a los animales pese a ser, como nosotros, seres que merecen vivir libres. Podemos dar un paso más allá y trazar otro obvio paralelismo con el comportamiento de los individuos durante el estallido de una crisis sanitaria (desde el SIDA en los 80 y 90 al más reciente COVID-19). Aunque creo que las mutaciones están más relacionadas con la faceta médica, la historia nos permite también ver “El Reino Animal” como un ataque al sexismo, la homofobia, el racismo y, en general, la forma hostil y desalmada con la que tratamos a aquellos que son diferentes o con los que no nos resulta fácil identificarnos. Y en esta misma línea, la película nos plantea preguntas como ¿hasta dónde estaríamos dispuestos a llegar por aquellos a los que amamos? ¿Podemos sentir el mismo respeto o disposición a ayudar a quienes tienen poco en común con nosotros?

 

Las auténticas fortalezas emotivas de “El Reino Animal” se revelan una vez François y Emile se mudan a su nuevo hogar. La historia se divide entonces en dos subtramas: una con Françóis tratando de encontrar a su mujer al tiempo que esquiva a la policía local; y la otra, más sustancial, con Emile adaptándose sin éxito a su nuevo entorno y viendo cómo su relación con una chica se frustra por la metamorfósis que él mismo está padeciendo. De nuevo haciendo uso de pequeños detalles, vemos a Emile tratando cada vez con menos éxito de ocultar su progresiva transformación en lobo ante sus compañeros de instituto: le crecen uñas afiladas, sus sentidos se agudizan, le crece un pelo espeso y la columna vertebral se le marca grotescamente a través de la piel.

 

Durante un tiempo, todo eso lo puede disimular, pero a no mucho tardar, pierde la coordinación de piernas y el sentido del equilibrio necesarios para montar en bici, se le caen los dientes mientras almuerza con los amigos, los animales del laboratorio reaccionan a su presencia… François lo descubre, pero lejos de rechazarlo, le brinda su apoyo, cortándole las uñas y proporcionándole crema depilatoria para así dilatar lo máximo posible el tiempo que puedan pasar juntos.

 

El arco de Emile, ya lo he dicho, es el más interesante y el que está tratado de manera más detallada y emotiva. Al principio de la película, Emile rechaza a su madre mutada, se avergüenza de ella. Cuando se presenta a sus nuevos compañeros de clase, les dice que está muerta. No hacen falta secuencias de diálogos que las expliciten, pero las razones están claras: más allá de sentirse incómodo en la presencia de alguien que ya no reconoce, se siente frustrado por ver anulado lo que considera su derecho a tener una adolescencia normal. Aunque es irracional e injusto, culpa a su madre de la situación. Y esa actitud es la que lo separa de su padre, que quiere mantener unida a la familia a toda costa. De forma quizá poco sensata, desea que Lana viva con ellos y afronten juntos lo que esté por venir.

 

Pero, como en un cuento de hadas, la peor pesadilla de Emile se hace realidad. Justo cuando el joven, en su rechazo de la anormalidad, llega al punto de desear que su madre desaparezca, él también empieza a mutar. Y en esa transformación, va a descubrir emociones positivas: su relacion con Nina, aunque breve, es posible gracias a los cambios que está experimentando, como también su amistad con el Hombre Pájaro. Su mutación le permite crecer más rápido, ser más fuerte y más valiente. Y entonces, la relación con su padre se invierte, porque al principio era François quien tenía las cosas meridianamente claras mientras que el sentimiento de Emile era de rechazo y confusión; ahora, es el joven quien sabe hacia dónde tiene que ir mientras que el padre se niega a perderle y deja se sentir la seguridad de antaño, admitiendo ante Julia que no sabe qué le da más miedo: si perder a su esposa o encontrarla. En el emotivo y abierto final, es el valor de su hijo el que le inspira para dejarle libre.

 

Es ya en la segunda mitad de la película, cuando las transformaciones de Emile se hacen más evidentes, que el resto de los animales escondidos en el bosque empiezan a verse con mayor claridad. Emile hace amistad con el Hombre Pájaro (Tom Mercier), dándole comida, acondicionándole un lugar en el que pueda aprender a volar y consolándole cuando aquél pierde la capacidad de hablar. Hay una secuencia particularmente notable ya cerca del final, cuando Emile camina al anochecer por el bosque viendo a a su alrededor, camuflados en el entorno, híbridos de diferentes especies y estadios de transformación.

 

Inmediatamente, aparecen los soldados, lanzan gas y empiezan a apresarlos. Es aquí -y en las escenas con el grupo de vecinos vigilantes persiguiendo a las criaturas y disparándoles a bocajarro- donde la película muestra con un bien medido grado de emotividad el cruel contraste entre la bondad, solidaridad y pacifismo de los híbridos y la crueldad y falta de empatía de los humanos. (Quizá el producto que más se asemeje a esta película sea la reciente serie de televisión “Sweet Tooth: El Niño Ciervo” (2021-2024), que bien podría estar ambientada en la misma línea temporal que “El Reino Animal” pero unos pocos años más tarde, con una sociedad colapsada y unos híbridos abiertamente perseguidos y cazados).

 

Los efectos visuales consisten en toques rápidos, sencillos y efectivos, como esa escena de apertura en la que François y Emile están atrapados en un embotellamiento cuando el Hombre Pájaro huye de un furgón de transporte atacando fieramente a los guardias. En la siguiente escena, padre e hijo van a visitar a Lana al hospital, donde no se nos muestra nada de su transformación más allá de una silueta tras una mampara traslúcida, la marca de unas garras en la pared y una figura de la que solo vemos la espalda hasta que se gira y la cámara sólo enfoca unos ojos ya solo vagamente humanos.

 

El trabajo visual con las criaturas es muy destacable, sobre todo teniendo en cuenta que el rodaje se llevó a cabo principalmente en exteriores. Los diseños preliminares a partir del guion los realizaron durante varios meses dibujantes de comic y diseñadores conceptuales antes de empezar a buscar actores con cuerpos peculiares o formas inusuales de mover esos cuerpos. Y luego hubo que decidir la composición del mix tecnológico. Cailley no quería una apuesta total por el CGI. Su visión era más orgánica, más concreta y decidió hacer todo lo posible en el set de rodaje (sin pantallas verdes ni estudios con entornos controlados) y lo mínimo en postproducción. Esto llevó a cuidar de forma especial el trabajo de los actores, tanto en la aplicación de maquillaje y prostéticos como en su mímica.

 

El resultado fue una película de CF que, al contrario que otras muchas del género demasiado dependientes de la tecnología digital, respira naturaleza y realismo. Al rodar en localizaciones naturales, la cámara fotografía algo que está vivo, que tiene movimiento, luz o sonido propios: el bosque, el viento, la luz, las hojas… Todo esto es lo que marca el estándar de realismo, mientras que cuando se rueda con pantalla verde, es la pericia de los técnicos de CGI la que debe tratar de imitar la realidad, un proceso sobre el que el director y los actores ya no ejercen un control real.

 

Si hay una crítica que pueda hacérsele a “El Reino Animal” es su metraje de 130 minutos; un mal, por otra parte, que aqueja a muchas películas actuales. Las ideas nucleares del film empiezan a perder gas hacia el final, empezando a repetirse innecesariamente sólo para llenar lo que parece hoy el metraje requerido por los estudios o las salas de exhibición.

 

Pero ello no quita para que “El Reino Animal” sea una película interesante y hermosa visualmente. Recuperando un tropo clásico y muy maltratado, Cailley cuenta una historia emotiva que funciona a nivel literal y metafórico y cuyas ideas, sin ser nuevas, sí están bien ejecutadas. Además, siempre resulta refrescante ver producciones con caras menos familiares que las habituales de Hollywood y con estilos visuales más interesados en conseguir momentos poéticos que espectaculares.   

 

No puedo evitar preguntarme cómo habría quedado esta película con un presupuesto superior a los quince millones de euros de los que dispuso (y de los que solo recaudó 9 millones). ¿Más dinero podría haber llevado a Cailley a ser más ambicioso visual y conceptualmente? Puede ser, pero posiblemente también le habría quitado a la película parte de sus méritos. Pese a un presupuesto modesto (para lo que suelen ser producciones de CF) o precisamente gracias a él, “El Reino Animal”, aunque no muestra el mundo que sugiere el título, sí es un film en el que se ha volcado mucha dedicación y en el que se han adoptado soluciones creativas que compensan sus carencias técnicas. Este tipo de compromiso debe recibir el aprecio que merece, sobre todo si su propuesta consigue llamar la atención del espectador desde la primera escena, incluido aquel que no siente una particular afinidad por la CF más convencional.

 

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