Una parte importante del público siempre asociará la CF con lo fantástico, lo imposible. Curiosamente, dentro del fandom del género, hay una amplia facción que defiende lo contrario: la definición de CF debe restringirse exclusivamente a aquellas historias que coloquen en su centro a la ciencia o la tecnología. El escritor sería libre de usar todo lo que su imaginación pueda inventar y su talento describir, siempre y cuando no contradiga lo que la Ciencia hoy nos dice que es imposible. Con estas limitaciones, puede suponerse que no es el subgénero más fácil de practicar, dado que requiere de amplios conocimientos científicos y técnicos, así como un cuidado especial a la hora de construir el mundo en el que transcurre la acción.
Andy Weir parecía diseñado específicamente
desde la cuna para entrar en esa élite. Nacido en California, fue el hijo único
de un físico y una ingeniera mecánica. Dado que sus padres se divorciaron
cuando él tenía ocho años, es fácil imaginar que encontró alivio emocional en
los maravillosos mundos que le proponían desde sus novelas autores como Asimov
y Clarke. Ese temprano amor por la CF no le alejó del mundo real, porque a los
quince años ya estaba trabajando como programador para uno de los laboratorios
de la Agencia de Seguridad Nuclear norteamericana. Sin llegar a graduarse en
Informática, saltó de compañía en compañía mientras escribía comics y relatos
de CF en su web.
Fue también ahí donde, tras ser rechazado por
varios editores, empezó a serializar “El Marciano”, un proyecto para el que se
documentó abundantemente en diferentes campos de los que llevaba tiempo siendo
gran aficionado, como la historia de la exploración espacial, la física
relativista o la mecánica orbital. La iniciativa tuvo el suficiente éxito como
para que se animara a ofrecerlo por 99 céntimos a través de Amazon Kindle. Cuando
entró en la lista de los más vendidos de esa categoría, los editores empezaron,
ahora sí, a llamar a su puerta. Vendió los derechos a Crown Publishing Group y
la edición en papel llegó en 2014, cosechando tanto éxito y tan rápidamente que
un año después ya tenía adaptación cinematográfica de primer orden y de la que
hablaré en otra entrada.
Semejante desfile triunfal no debería hacer olvidar algo que resulta obvio cuando se aborda la lectura de la novela con cierta perspectiva: la bisoñez de su autor. “El Marciano” es una aventura de supervivencia entretenida y satisfactoria, pero con puntos muy importantes a mejorar y que pide a gritos la intervención y consejo de un editor veterano. Que estos problemas se pasaran por alto en su momento quizá obedeciera al refrescante cambio de paso que Weir proponía para un género, la CF, que parecía estar agotando sus ideas, transitando con alarmante frecuencia por distopías deprimentes pobladas de antihéroes cínicos que ni resultaban inspiradoras ni apelaban al sentido de lo maravilloso.
Marte, nuestro primo rojo del Sistema Solar, se
ha ganado una pésima reputación en lo que se refiere a la exploración espacial:
lanzamientos fracasados, explosiones, sondas que se estrellan y otras que se
pierden sin que hayamos sabido qué fue de ellas… En el futuro en el que
transcurre “El Marciano”, sin embargo, las cosas han mejorado considerablemente
y el Hombre ha conseguido poner un pie en el planeta rojo en un par de
ocasiones y vuelto para contarlo. Mark Watney es el ingeniero mecánico y
botánico de la tercera de esas expediciones, la Ares 3, la cual se halla a
punto de terminar su primera semana de estancia allí de un total de cuatro. Por
desgracia, la fortuna del hombre en Marte vuelve a cambiar cuando una súbita
tormenta de arena obliga a los astronautas a abortar la misión y salir
rápidamente del planeta… dejando atrás a un Watney al que creen muerto tras
haberlo visto empalado por una antena de comunicaciones. Pero no, sólo quedó
inconsciente y ha conseguido sobrevivir a la herida. Y eso es lo que motiva la
llamativa frase con la que se abre la novela: “Estoy bien jodido. Esa es mi
considerada opinión. Jodido”. Sí, lo está. Y mucho.
Pero afortunadamente , como su ilustre
precursor Robinson Crusoe, Mark Watney es un hombre con tantos recursos como
fortaleza psicológica. Ayuda mucho, claro, que sus dos especialidades, la
botánica y la ingeniería mecánica, sean precisamente las que necesita para
sobrevivir hasta que llegue la siguiente misión tripulada: cultivar alimento y
arreglar, modificar o crear todo lo que sea necesario contando sólo con los
elementos a su disposición. El piloto o el médico sí que habrían estado
jodidos.
Watney cuenta de partida con dos vehículos, un
hábitat prefabricado y acondicionado con presión y oxígeno, herramientas y
máquinas diversas y provisiones abundantes… pero no tantas como para sobrevivir
hasta que llegue la próxima expedición programada de la NASA, dentro de cuatro
años. Además, los reguladores de oxígeno y agua no están diseñados para
funcionar durante tanto tiempo. No dispone de antena ni radio, por lo que está
completamente aislado. E incluso si las tuviera, nadie podría acudir en su
auxilio.
Lo que no le faltan son energías para
intentarlo. De lo primero de lo que se ocupa es de la comida. Una semana
después del accidente, ya está preparando una granja a partir de unas patatas
que habían sido transportadas como parte del equipo de experimentación. Utiliza
sus propios residuos orgánicos como fertilizante y consigue, contra todo
pronóstico, cultivar las bacterias que harán del suelo marciano una base
factible para el cultivo de más tubérculos. En cuanto tiene este problema en
vías de solución, empieza a plantearse su siguiente meta: llegar al cráter
Schiaparelli, a 4.000 km de distancia, donde aterrizará la siguiente misión
tripulada.
Y esto es lo que nos va a dar la pauta para casi toda la novela, narrada principalmente con la forma del audiodiario de Watney: se produce una crisis letal, el astronauta se las ingenia para solucionarla y pasa a esperar hasta que sobrevenga la siguiente. No parece gran cosa, pero, sorprendentemente, funciona, sobre todo por su estilo directo y lineal y la ausencia de un trasfondo elaborado para los diferentes personajes.
El único punto que lastra el ritmo de lectura es,
precisamente, aquello que muchos lectores apasionados de la ciencia y la
ingeniería encontrarán más interesante. Watney es una especie de McGyver a la
marciana, un tipo de mente brillante y recursos infinitos; y Weir explica con
minuciosidad en cada crisis que ha de afrontar cuál es el problema de partida,
con qué herramientas cuenta y cómo lo soluciona. Y son esos pasajes muy
técnicos con los que el autor se arriesga a perder al lector no particularmente
interesado en la ingeniería: ”El CO2 no
es ningún inconveniente. Empecé esta fascinante aventura con 1500 horas de
filtros de CO2, además de otras 720 para emergencias. Todos los sistemas llevan
filtros estándar (con la Apolo 13 aprendimos lecciones importantes). Desde
entonces he usado 131 horas de filtros en diversas EVA. Me quedan 2089.
Suficientes para ochenta y siete días. Mucho. (….) Según la NASA, un humano
necesita 588 litros de oxígeno por día para vivir. El O2 líquido comprimido es
alrededor de 1000 veces más denso que el O2 gaseoso en una atmósfera
confortable. Resumiendo: con el depósito del Hab tendré suficiente O2 para
cuarenta y nueve días. Habrá mucho”.
Está claro que Weir se ha documentando abundantemente no sólo sobre geofísica marciana sino sobre ingeniería, física y química. El equipo y la tecnología que describe, si no existe ya, sí al menos es perfectamente verosímil que se desarrolle en un futuro cercano. El problema es la forma a menudo tediosa en que integra toda esa información en el texto.
Justo cuando este tipo de pasajes técnicos
empiezan a repetirse con aburrida frecuencia, Weir acierta al introducir otra
perspectiva, la de la NASA, narrada esta vez en tercera persona. Una técnica de
la agencia deduce por las fotos de un satélite que Watney está todavía vivo y
un ejército de los mejores genios en astrofísica e ingeniería se pone en marcha
para dar con un plan que permita traerlo a casa antes de que se le acabe la
suerte. El esquema sigue siendo el mismo: gente lista ingeniando soluciones; y
seguimos encontrándonos líneas como estas: “Significa
que hay un lugar en el código base donde están los bytes de
análisis. Podemos insertar una pequeña cantidad de código, solo veinte
instrucciones para escribir los bytes analizados a un archivo de registro antes
de comprobar su validez”. Pero al menos las voces son
diferentes y los problemas que tienen que afrontar también.
Un tercer punto de vista se presenta poco
después: el de la tripulación de la Ares 3 que, tras salir de Marte, se
encuentra a bordo de la nave Hermes en su viaje de varios meses de vuelta hacia
la Tierra. En cuanto se les comunica que su compañero ha sobrevivido y deciden
sacrificar un año de sus vidas para volver y rescatarle, el grupo sigue la
misma pauta en cuanto a su propósito narrativo: solucionar problemas. No
obstante, la novedad en este caso reside en la introducción de un leve componente
emocional ausente hasta ese momento en la novela. Y ello aun cuando ninguno de
los personajes esté verdaderamente bien caracterizado.
Si bien todas estas perspectivas alternativas tratan de romper la naturaleza repetitiva de la trama, el éxito es sólo parcial: Weir sólo lo disfraza con voces diferentes; un truco que funciona, pero sólo durante un tiempo. Quizá reducir la extensión un centenar de páginas (el libro, según ediciones, tiene alrededor de cuatrocientas) habría redundado en una lectura más absorbente y compacta.
“El Marciano” es una entusiasta propaganda de
la NASA. Tanto, que podría pensarse –aun cuando esto sea falso- que Weir
escribió la novela como un encargo de esa agencia. Sí, es cierto que apunta
acusadoramente al administrador de turno, más preocupado por las relaciones
públicas y el presupuesto que por la ciencia y la vida de los astronautas, pero
a la hora de la verdad, toda la maquinaria de la NASA se pone al servicio de
diseñar un rescate como nunca antes ha tenido lugar. El protagonista, por otra
parte, no deja de ser uno de sus empleados, la encarnación del espíritu de la
exploración y el ejemplo perfecto del hombre eficiente, un ingeniero de bandera
que habría satisfecho plenamente a Robert A.Heinlein. Frente al rostro del
peligro, se ríe y continúa adelante sin rendirse ni quejarse. Es un tipo que no
puede sino caer bien: intrépido, lleno de
recursos, siempre con el ánimo presto
a afrontar cualquier dificultad y un humor negro y sarcástico que no tiene
problema en dirigir contra sí mismo. De hecho, cualquiera diría que lo que más
molestias le causa es no tener a su disposición más entretenimiento que una
selección de música disco, viejas series de televisión de los setenta y un
archivo de novelas policiacas rapiñado de los discos duros abandonados por sus
compañeros.
Sin embargo, mientras que esta puede ser
considerada una de las virtudes de la novela a la hora de facilitar la
digestión de los pasajes más técnicos y asumir la repetición de situaciones,
también es una de sus debilidades. Y es que nunca se tiene la sensación de
conocer al auténtico Watney. O, al menos, una visión más integral de su
personalidad. Sí, atraviesa momentos difíciles y de vez en cuando se pone un
poco filosófico. Y sí, entiendo que lo que estamos leyendo es un diario destinado
a ser encontrado por sus sucesores y no un monólogo interno. Pero aún así,
hubiera sido deseable profundizar algo más en su mente durante todos los largos
meses que pasó solo en la superficie de Marte.
Podría argumentarse que alguien en semejante
situación no tendría tiempo para deprimirse. Pero es que su sentido práctico
parece el de un robot. Se acostumbra con imposible facilidad al hecho de que ha
sido abandonado en un planeta a millones de kilómetros de cualquier otra forma
de vida y se contenta con pasar sus ratos de soledad viendo televisión antigua
y escuchando música que no le gusta. Lo más que se aproxima al terreno de la
reflexión son breves pasajes como: “Nunca me había fijado en el silencio
absoluto de Marte. Es un mundo desierto sin prácticamente atmósfera para
transmitir el sonido. Podía oír mis propios latidos. De todos modos, basta de
ponerse filosóficos”. O antes, justo cuando aflora un destello de la soledad
que el astronauta debe sentir, zanja la cuestión rápidamente con un: “Vale,
basta de deprimirse”.
Es por ello que, con todo lo simpático que
puede resultar Watney, también es poco verosímil. No acabo de entender qué
llevó a Weir a prescindir del plano psicológico y emocional y, con ello, perder
la oportunidad de elevar la novela a un nivel superior, estudiando cómo una
situación inaudita en la historia de la Humanidad afecta a la mente y el alma
de un individuo concreto. Personalmente, hubiera prescindido de una o dos
lecciones en técnicas de ingeniería de supervivencia a cambio de algunas reflexiones
filosóficas, añoranza por lo perdido o incluso arrepentimiento pasajero por
haber participado en la misión o resentimiento con sus compañeros por haberlo
dejado atrás.
Muchos lectores han comparado “El Marciano” con películas como “Apollo 13” (1995), “Náufrago” (2000) o “Gravity” (2013). Sin embargo, no encuentro la novela tan inspiradora como esos fílms, en parte porque los personajes de aquéllos tenían una auténtica vida emocional y el espectador podía entender y compartir su angustia y desesperación. También se han querido trazar paralelismos con los primeros tecno-thrillers de Michael Crichton, como “La Amenaza de Andrómeda” (1969) en cuanto a su atención al detalle técnico y la valía del conocimiento científico ante la adversidad y el desastre. Es posible, aunque el talento de Crichton como narrador de historias pobladas de personajes con vida es superior al que en este punto exhibe Weir. Watney es un superingeniero con el que resulta difícil identificarse y sus colegas a bordo de la Hermes o el personal de la NASA parecen poco más que peones para que la trama avance hacia su resolución, muñecos de cartón piedra cuyo único propósito es el de transmitir al lector la información técnica requerida.
Y relacionado con todo esto, tenemos el humor. Para una novela que consiste en empujar a su protagonista de una situación mortal a otra, “El Marciano” tiene una sorprendente dosis de humor, articulado casi siempre en forma de comentarios sarcásticos del náufrago. Podría haber encajado bien interpretándolo como un mecanismo psicológico de autodefensa en ciertos momentos de gran tensión, pero al no combinarlo con pasajes en los que Watney sucumba al pesimismo o el auténtico miedo, la impresión que da es de inmadurez, de incapacidad adolescente para percibir el peligro.
A la vista de las cifras de ventas y críticas laudatorias en publicaciones generalistas que obtuvo “El Marciano”, no puede negarse que es una obra de CF que gustó a muchos lectores no particularmente familiarizados con el género ni habituales del mismo. Pero eso no oculta que también, claramente y como apuntaba al comienzo, sea un libro escrito por un debutante entusiasta, un texto que podría mejorar merced a un mayor trabajo de caracterización e interacción entre sus personajes, un recorte en su extensión y algo más de profundidad. Tal y como está, ofrece una historia de supervivencia en clave de ciencia ficción dura, optimista y entretenida, aunque algo hueca y fría por su clara inclinación a lo técnico en detrimento de lo humano.
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