Las películas en las que los personajes se hallan confinados a la fuerza en un determinado lugar, suelen hacer hincapié en el terror y la angustia psicológica, explorando la psique humana en un contexto de supervivencia y desesperación. Ahí tenemos desde “Saw” (2004) a “Buried” (2010) pasando por “Calle Cloverfield 10” (2010). En 2023, la plataforma de streaming Hulu produjo un thriller de ciencia ficción distópica escrito por un recién llegado, Jeffrey David Thomas, que parte de la misma premisa para lanzar un ataque contra la tóxica “ética” del trabajo promocionada entre sus empleados por tantas grandes empresas modernas.
Joe
(Lil Rey Howery) es un ejecutivo de nivel medio de una gran corporación del
futuro, Mallard, que aspira a ser la compañía omnipresente y eterna. Un día,
sin previo aviso ni explicación, vestido con su traje, recobra el conocimiento
en un recinto al aire libre rodeado de muros inescalables y en cuyo centro se
encuentra un molino harinero. Los gritos desgarradores que escucha por la noche
le indican que no está solo en esas instalaciones y las conversaciones a través
de un conducto de ventilación con el cautivo de la celda anexa le revelan
algunas de las reglas vigentes allí. Cada día, una voz y una presentación
visual le explicará cuántas vueltas debe empujar el molino esa jornada para
obtener alimento. Al término de la misma, si no satisface el objetivo, morirá
horriblemente. Y lo mismo le ocurrirá a aquel de entre todos los desgraciados
que allí se encuentran en quedar el último del grupo, independientemente de que
haya cubierto el cupo asignado.
En
los días que Joe pasa allí, nos enteramos de que está felizmente casado con
Kate (Karen Obilom) y espera un hijo. Tras diez años trabajando en Mallard, se
ha quedado atascado en un nivel del que espera salir con un próximo ascenso.
Sin embargo, la compañía piensa que últimamente no ha estado a la altura y lo
ha enviado allí para “motivarlo” e incitarlo a esforzarse. Despojado de su
identidad y libertad, Joe debe enfrentarse a la dura realidad de su situación. Obligado
a asumir el papel de una bestia de carga, se convierte en un mero engranaje de
una maquinaria que no entiende, trabajando hasta la extenuación y degradando su
cuerpo y su mente sin otro propósito aparente que el de sobrevivir. No consigue
que Mallard le revele la duración de su estancia allí y, aún peor, las reglas
parecen cambiar caprichosamente a diario. Ni sus súplicas ni su intento de
rebelión surten efecto alguno.
“El
Molino” es una alegoría del tipo de comportamientos que las grandes empresas despliegan
con sus empleados, producto de su consideración, no como personas sino como
“recursos” a los que explotar y, llegado el caso, desechar. La retórica
motivacional de estas corporaciones viene sustentada por argumentos
engañosamente positivos, un vocabulario y mensajes aparentemente amables pero
agresivos en el fondo y una actitud condescendiente que apenas se esfuerza por
ocultar una postura dominante y explotadora. Difícilmente nadie que trabaje en
una empresa de ese perfil dejará de identificar en esta película frases,
razonamientos y amenazas leídas o escuchadas en su ámbito laboral.
El
mensaje de la historia es, por tanto, inequívoco. Ataca el nada saludable
desequilibrio entre la vida laboral y personal que, como Mallard, tan a menudo
elogian esas empresas y nos recuerda cómo dejamos de vivir lo verdaderamente
importante por entregarnos ciegamente al servicio de unos amos corporativos que
sólo van a recompensar el trabajo duro elevando sus expectativas y duplicando
el esfuerzo exigido. Este tema sin duda apela a un público muy amplio porque es
difícil para cualquiera que se desenvuelva profesionalmente en el ámbito
privado no haberse topado con un superior jerárquico que trata a sus
subordinados como números y no como personas. Los atropellos laborales, los
objetivos imposibles de alcanzar, el deterioro en las condiciones de trabajo,
la brecha salarial entre los niveles inferiores y superiores de una compañía,
la externalización de la gestión de personal para eliminar el factor de la
empatía, las paparruchas motivacionales… son, muy desgraciadamente, temas de
conversación de plena actualidad y cuya traslación a la pantalla de forma
alegórica constituyen uno de los puntos de interés de “El Molino”.
El
otro apartado destacable de la cinta es el interpretativo. “El Molino” es una
película que, esencialmente, solo tiene un personaje –aunque en momentos
puntuales aparezcan otros, éstos son un mero apoyo y no tienen ni recorrido ni
profundidad-. Esto supone una gran responsabilidad para cualquier actor, dado
que debe mantener en todo momento al espectador conectado con su lucha interna
y reflejar un amplio rango de emociones conforme Joe comprende, acepta, se
resigna y luego se rebela ante su situación. Lil Rey Howery (que también
aparece acreditado como productor), muy lejos del registro cómico con el que se
ha hecho un nombre en la industria, sale airoso del desafío, transmitiendo
convincentemente el terror de la situación; y ello sin contar con el apoyo de
otros personajes con los que interactuar más allá de unas voces sin cara. Su
interpretación eleva a su personaje por encima de lo descrito en el guion y lo
convierte en alguien que siente y se comporta de forma verosímil a pesar de la
surrealista situación en la que se halla inmerso.
Esta
es la segunda película dirigida por Sean King O'Grady, un productor activo
desde la segunda década del siglo y que, tras algún cortos y documentales,
debutó como director con “We Need to Do Something” (2021), un thriller
psicológico con bastante violencia. “El Molino” recupera la atmósfera
claustrofóbica pero elimina todo el gore y la brutalidad física sustituyéndolo
por la manipulación y la agresión psicológica. Aunque O´Grady no esté
particularmente inspirado en la composición de los planos y siendo ésta, por su
propia naturaleza, una cinta austera en lo visual, es de justicia destacar la
fotografía de Seamus Tierney, que transmite con una extraña belleza la desolación
y el confinamiento. El entorno bajo cielo abierto en yuxtaposición con la
atmósfera claustrofóbica del recinto en el que se encuentra Joe, crea una
tensión visual que añade profundidad a la narrativa. La estética visual del
film ayuda al espectador a sumergirse en la sombría realidad de Joe, mejorando
la experiencia narrativa.
Donde
la película tropieza es en la resolución del misterio central. Desde el primer
momento, la historia ha ido creando un aura de suspense e intriga en torno a
los orígenes de la prisión y el propósito último del encarcelamiento de Joe.
Pero, desafortunadamente, la trama no desemboca en un desenlace satisfactorio,
dejando sin respuesta varias cuestiones cruciales. La ambigüedad, aunque podría
ser eficaz en un contexto diferente, aquí deja al espectador con un sabor de
experiencia inconclusa, incluso desconexión, diluyendo el impacto emocional del
clímax y, por tanto, la posibilidad de dejar una huella duradera en la memoria.
Otro
problema reside en el ritmo. Teniendo un metraje mucho más ajustado que la
mayoría de las producciones actuales (106 minutos), se tiene la sensación de
estar ante un corto alargado artificialmente. Esto es debido al innecesario
estiramiento de algunas escenas, creando momentos de estancamiento que
interrumpen el flujo general de la narrativa. Esta inconsistencia en el ritmo
dificulta el mantenimiento de la tensión y pone en peligro la atención del
espectador. Un trabajo de edición más minucioso y un enfoque más centrado en la
narración podrían haber mejorado significativamente el impacto final de la
película.
Con las pegas apuntadas y sin alcanzar su máximo potencial, “El Molino” ofrece una premisa intrigante sobre la que desarrolla una historia que combina suspense y drama psicológico apoyándose en la sólida interpretación de su único actor y un apartado visual muy logrado para criticar la ética de trabajo y las tácticas motivacionales impuestas por las grandes empresas modernas, subrayando en último término la resiliencia del espíritu humano ante la adversidad.
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