sábado, 8 de febrero de 2025

2023- UN CIELO DE PLÁSTICO - Sarolta Szabó y Tibor Bánóczki

 



En 2020, la Berlinale, el Festival de Cine de Berlín, creó una sección que, bajo la denominación Encounters, tenía como objetivo presentar películas y documentales con una perspectiva innovadora e independiente. Fue una iniciativa efímera porque en 2024, la nueva directora del certamen decidió eliminarla. Fue en el segundo año de ese breve recorrido cuando la sección proyectó “Un Cielo de Plástico”, coproducción húngaro-eslovaca cuyos directores (en su primer largo tras haber cosechado gran reconocimiento en festivales con un par de cortos) demostraron que no se necesita un presupuesto de cien millones de dólares para conseguir una obra de animación sobresaliente.

 

Año 2123. La Humanidad ha fracasado. Toda la vida animal y vegetal ha sido exterminada y los pocos que sobreviven lo hacen en ciudades protegidas por enormes cúpulas de plástico. Es el caso de Budapest (o, más bien, la zona de Pest). Pero el aislamiento, la falta de recursos, la imposibilidad de sobrevivir en el exterior más allá de unos pocos días y la necesidad de mantener bajo control la demografía, ha obligado a tomar una medida emocionalmente muy gravosa y éticamente cuestionable: todo el mundo puede disponer libremente de su cuerpo hasta cumplir los 50 años, momento en el cual es llevado a unas instalaciones en el exterior, implantado con una especie de semilla y mantenido en una semivida comatosa hasta que se completa un proceso de metamorfósis en árboles, de los que se extrae oxígeno, madera y alimento.

 

A diferencia de otras ficciones con premisas semejantes (poblaciones enclaustradas para protegerse de un entorno postapocalíptico y obligadas a implementar sistemas de control de natalidad), los habitantes de Budapest no han conseguido adaptarse a la situación tal y como se nos va dando a entender con la información que se dosifica en el primer acto. No parece haber una dictadura opresiva ni una vigilancia continua de los ciudadanos, pero el gobierno tiene a voceros por las calles recordando la nobleza de aquellos que donan sus cuerpos por el bien común; la gente joven se desenfrena por las noches en las discotecas, como queriendo olvidar la ausencia de perspectivas, mientras los más maduros se deleitan en sofisticados restaurantes donde sirven comida molecular; existe un submundo criminal en el que se pueden comprar los servicios de hackers que modifican las fechas de nacimiento de su cliente para darle algún año de vida más; y un conjunto de psicólogos ofrecen terapia a los niños cuyos padres y abuelos van a ser, o lo han sido ya, enviados a las plantas recicladoras.

 

Ese es precisamente el trabajo del protagonista, Stefan (Tamás Keresztes), un psicólogo de 28 años que, en su trabajo, anima a sus traumatizados pacientes a racionalizar el proceso de implantación de sus seres queridos y les recuerda que su sacrificio es en aras de la supervivencia del resto. Sin embargo, lo que predica para los demás resulta no encajarlo él mismo cuando su propia esposa, Nora (Zsósfia Szamosi), sufriendo de una depresión a raíz de la muerte de su hijo, decide someterse a una eutanasia voluntaria dieciocho años antes de la fecha que le correspondería.

 

Stefan nada sabía acerca de las intenciones de ella –lo cual dice poco de su talento como psicólogo- y, cuando lo descubre tan solo unas horas antes de que los agentes encargados pasen a recoger a Nora para llevarla al exterior, se niega a aceptarlo. Rompiendo las reglas y convirtiéndose en un fugitivo, emprende la búsqueda de su esposa, rescatándola primero y emprendiendo una huida después hacia unas olvidadas instalaciones donde se ha enterado que podría todavía vivir –superando con mucho el límite de edad legalmente designado- el profesor Paulik (Géza D. Hegedűs), el científico que inventó la implantación y creó el sistema bajo el que ahora viven los habitantes de Budapest. La esperanza de Stefan y Nora es que él sea capaz de operarla y revertir la transformación, pero cuando consiguen encontrarlo, se topan con un terrible secreto.

 

A pesar de sus pretensiones de cine independiente, la trama de “Un Cielo de Plástico” se diría extraída de una película clásica de Pixar. Los personajes, habitantes de un mundo imaginario muy particular, se ven obligados a embarcarse en un viaje de búsqueda que transformará su relación y su comprensión de lo que les rodea. El entorno recuerda al escenario distópico de “Wall-E” (2008), mientras que el enigmático y algo excéntrico anciano que vive en una metafórica fortaleza remite al de “Up” (2009). Pero ahí se acaban las similitudes. El enfoque estético, el diseño, la construcción del mundo y el tono y desenlace de la historia tienen poco que ver con los de Pixar o, ya puestos, con casi todo el cine de animación mainstream.

 

A pesar de abordar los matices emocionales de la pareja protagonista, la película evita caer en el sentimentalismo o el melodrama. No existe un villano o un adversario concretos al que haya que vencer, sino un viaje físico, emocional y espiritual en el curso del cual los personajes tratarán de comprender el colapso del ecosistema y, con él, el de la sociedad que han dejado atrás. Además, a diferencia de las producciones estadounidenses, no finaliza con una redención o una victoria, sino que opta por una conclusión más conmovedora, escalofriante y metafórica. La historia, profundamente melancólica, evoluciona desde una tragedia familiar a una meditación sobre la aceptación de la muerte individual y colectiva.

 

Pero quizá lo primero que llama la atención es el recurso a la técnica de rotoscopía, que se había utilizado de forma extensa en títulos hoy clásicos de animación y carácter más adulto, como “El Señor de los Anillos” (1978), “Heavy Metal” (1981), “Tron” (1982), “Tygra: Fuego y Hielo” (1983) o “Anastasia” (1997), pero a la que también recurrió Disney en varias de sus producciones (“La Sirenita”, “La Bella y la Bestia”, “Aladdin”, “Atlantis”). Más recientemente, la hemos visto aplicada por Richard Linklater en “Despertando a la Vida” (2001) o “Una Mirada a la Oscuridad” (2006) o en películas experimentales de gran belleza como “Loving Vincent” (2017).

 

La técnica comienza con la filmación de los actores en un estudio. Sobre ese metraje, los animadores retocan fotograma a fotograma para dar una sensación de animación 2D. El proceso es muy costoso en términos tanto económicos como de tiempo (algunos de los actores rodaron sus escenas a finales de los 2010). Y eso en circunstancias normales, pero es que Bánóczki y Szabó tuvieron, además, que afrontar el desafío de contar con un presupuesto ajustado y las dificultades presentadas por la pandemia del Covid-19.

 

Pero el esfuerzo mereció la pena y, además, el resultado es acorde con el tono de la historia, porque esta técnica permite conseguir un verismo emocional que rara vez se encuentra en la animación convencional, la cual o bien tiende a la caricaturización o a un pretendido hiperrealismo que no suele superar el valle inquietante. En “Un Cielo de Plástico”, los movimientos de los personajes resultan –no podía ser de otra manera- muy naturales y sus expresiones -a menudo gestos y muecas producto del sufrimiento emocional, la melancolía, la pena y la desesperación- dotan a los momentos de quietud e intimidad de una mayor sutileza, profundidad y verosimilitud. Esto es especialmente importante en una película como esta que se centra más en los personajes y las emociones que en la acción física.

 

Mientras que la animación estadounidense o japonesa de gran presupuesto suele hacer hincapié en las vertiginosas secuencias de acción, sabiendo bien cómo insuflar tensión y mantener la atención del espectador, los momentos más intensos de “Un Cielo de Plástico” son aquellos en los que las películas de animación más comerciales invierten menos esfuerzo: largos planos silenciosos e inmersivos de escenarios en 3D modelados a partir de objetos y texturas naturales que construyen una atmósfera de terrible belleza, como los rayos del sol naciente recorriendo la superficie de un paisaje desolado, la estética neo-noir de una Budapest moderadamente futurista e higienizada o la intermitente lluvia que sugiere un renacimiento espiritual. La variada partitura de Christopher White también está en línea con el espíritu buscado por los directores: es evocadora sin limitarse a subrayar superficial y toscamente los sentimientos de los personajes, armonizando además espléndidamente con las suntuosas imágenes.

 

La rotoscopía también tiene sus desventajas. De vez en cuando, algunos de los elementos 3D de la película, sobre todo los más abstractos, son tan diferentes en estilo y definición a la animación de los personajes que, puntualmente, pueden sacar al espectador de una experiencia que, por lo demás, sería bastante inmersiva. Sin embargo, estas disonancias tampoco son frecuentes y es poco probable que afecten muy negativamente a la experiencia. Globalmente, esta cinta independiente de animación hace que muchas de las más caras producciones equivalentes norteamericanas parezcan insulsas, superficiales o incluso torpes en comparación.

 

Temáticamente, “Un Cielo de Plástico” es, pese a su ambientación post-apocalíptica, una película intimista que se centra en los personajes por encima de la trama. La muerte de su hijo ha sumido a Stefan y Nora en una crisis que va más allá de lo matrimonial y la historia pone en paralelo su dolor con las extremas circunstancias a las que tienen que enfrentarse los supervivientes de la Humanidad.

 

La película no ignora la cuestionable moralidad de los actos de Stefan. A diferencia de otras cintas más convencionales y menos arriesgadas, “Un Cielo de Plástico” reconoce abiertamente el egoísmo e hipocresía del supuesto héroe. Stefan quiere recuperar a Nora para pasar más tiempo con ella, independientemente de cuáles fueran los deseos de ésta y pasando por encima de su autonomía a la hora de decidir sobre su cuerpo. Aún peor, demuestra que su oficio no era más que una mentira: ayudar a sus pacientes a asumir una pérdida que él mismo es incapaz de soportar. Una vez despierta y ya en plena huida, Nora le recrimina que no haya respetado su decisión, algo que se convierte en fuente de tensión entre los personajes durante el resto de su peripecia y que desemboca en la aceptación y comunión final de Stefan con los deseos de Nora.

 

No es éste el único tema que sintoniza con los problemas políticos contemporáneos que están afectando a Hungría. De hecho, la película puede interpretarse como una crítica en clave de CF a las políticas de familia del gobierno húngaro encabezado por el ultraconservador Victor Orban; un gobierno que define estricamente a la familia como una unidad compuesta por un padre, madre e hijos, prohibiendo la adopción para parejas del mismo sexo y restringiendo el aborto mediante nuevas leyes (los hospitales tienen derecho a negarse a practicarlos; las clínicas que los ofrecen sin tratar de disuadir a las mujeres afrontan presiones políticas; y el gobierno implementa campañas al respecto en las escuelas, por ejemplo).

 

Las primeras palabras que se oyen en la película las pronuncia un activista que expresa públicamente lo valiosos que para la comunidad (léase el Estado) son los cuerpos (ojo, no las personalidades, las almas o las vidas).También se da a entender que en la Budapest de 2123 el Estado regula cuántos hijos pueden tener sus ciudadanos o siquiera si se les autoriza a tener alguno. Y no es casual que la edad en la que los ciudadanos son “reciclados” sea la de 50 años, que es también cuando las mujeres suelen dejar atrás su periodo de fertilidad.

 

La película también incluye, claro, un subtexto de preocupación por la ecología. En una época como la actual, en la que la inquietud por el bienestar del planeta se ha convertido para muchos en una suerte de bien de consumo y una colección de eslóganes vacíos, esta historia nos habla de cómo nuestras emociones e intereses en lo personal no son ajenos o contradictorios con la protección del entorno; y lo hace sin caer en el didactismo y dejando espacio al espectador para que interprete y reflexione sobre lo que escucha en los diálogos y contempla en las imágenes. Por ejemplo, en el último acto se lanza la pregunta de si vale la pena priorizar la salvación de la raza humana por encima de la de otros organismos que podrían convertirse en los auténticos generadores de una nueva vida para el planeta.

 

“Un Cielo de Plástico” adopta una narrativa habitualmente utilizada en los videojuegos. La trama principal, segmentada en episodios, comienza con la crisis familiar de Stefan y Nora en Budapest. La tensión aumenta cuando ella se somete al procedimiento de implantación y su marido, tratando de “rescatarla”, se infiltra en las instalaciones del Lago Balatón, dedicadas íntegramente a la investigación y el procesamiento de humanos sacrificados en masa. Esta estructura narrativa le permite al espectador ir conociendo de una forma cada vez más extensa ese mundo y sociedad devastados a partir tanto de los paisajes desolados y las ciudades muertas como de los diálogos con los científicos que van encontrando a lo largo de su viaje. En el tercio final de la película, la narrativa recupera la exploración contemplativa de la relación sentimental de los protagonistas entrelazándola con cuestiones de mayor calado sobre el destino de la Humanidad.

 

A caballo entre los géneros de acción postapocalíptica y el drama marital, “Un Cielo de Plástico” sirve como alegoría de la crisis existencial de la Humanidad, subvirtiendo tanto los supuestos filosóficos como los del género acerca del imperativo absoluto de la supervivencia de nuestra especie sea cual sea el precio a pagar. Una película que plantea importantes cuestiones sobre el medio ambiente y el impacto que el hombre ya tiene sobre el planeta, pero sin recurrir a sermones moralizantes, confiando en la inteligencia del espectador y dejando que se sumerja en las imágenes y conceptos para reflexionar sobre ellos. Es, en definitiva, una pelicula tan fascinante como inquietante que se experimenta más que se ve.

 

 

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