En 2020, la Berlinale, el Festival de Cine de Berlín, creó una sección que, bajo la denominación Encounters, tenía como objetivo presentar películas y documentales con una perspectiva innovadora e independiente. Fue una iniciativa efímera porque en 2024, la nueva directora del certamen decidió eliminarla. Fue en el segundo año de ese breve recorrido cuando la sección proyectó “Un Cielo de Plástico”, coproducción húngaro-eslovaca cuyos directores (en su primer largo tras haber cosechado gran reconocimiento en festivales con un par de cortos) demostraron que no se necesita un presupuesto de cien millones de dólares para conseguir una obra de animación sobresaliente.
Año
2123. La Humanidad ha fracasado. Toda la vida animal y vegetal ha sido
exterminada y los pocos que sobreviven lo hacen en ciudades protegidas por
enormes cúpulas de plástico. Es el caso de Budapest (o, más bien, la zona de
Pest). Pero el aislamiento, la falta de recursos, la imposibilidad de
sobrevivir en el exterior más allá de unos pocos días y la necesidad de
mantener bajo control la demografía, ha obligado a tomar una medida
emocionalmente muy gravosa y éticamente cuestionable: todo el mundo puede
disponer libremente de su cuerpo hasta cumplir los 50 años, momento en el cual
es llevado a unas instalaciones en el exterior, implantado con una especie de
semilla y mantenido en una semivida comatosa hasta que se completa un proceso
de metamorfósis en árboles, de los que se extrae oxígeno, madera y alimento.
A
diferencia de otras ficciones con premisas semejantes (poblaciones
enclaustradas para protegerse de un entorno postapocalíptico y obligadas a
implementar sistemas de control de natalidad), los habitantes de Budapest no
han conseguido adaptarse a la situación tal y como se nos va dando a entender
con la información que se dosifica en el primer acto. No parece haber una
dictadura opresiva ni una vigilancia continua de los ciudadanos, pero el
gobierno tiene a voceros por las calles recordando la nobleza de aquellos que donan
sus cuerpos por el bien común; la gente joven se desenfrena por las noches en
las discotecas, como queriendo olvidar la ausencia de perspectivas, mientras
los más maduros se deleitan en sofisticados restaurantes donde sirven comida
molecular; existe un submundo criminal en el que se pueden comprar los
servicios de hackers que modifican las fechas de nacimiento de su cliente para
darle algún año de vida más; y un conjunto de psicólogos ofrecen terapia a los
niños cuyos padres y abuelos van a ser, o lo han sido ya, enviados a las plantas
recicladoras.
Ese
es precisamente el trabajo del protagonista, Stefan (Tamás Keresztes), un
psicólogo de 28 años que, en su trabajo, anima a sus traumatizados pacientes a racionalizar
el proceso de implantación de sus seres queridos y les recuerda que su sacrificio
es en aras de la supervivencia del resto. Sin embargo, lo que predica para los
demás resulta no encajarlo él mismo cuando su propia esposa, Nora (Zsósfia
Szamosi), sufriendo de una depresión a raíz de la muerte de su hijo, decide
someterse a una eutanasia voluntaria dieciocho años antes de la fecha que le
correspondería.
Stefan
nada sabía acerca de las intenciones de ella –lo cual dice poco de su talento
como psicólogo- y, cuando lo descubre tan solo unas horas antes de que los
agentes encargados pasen a recoger a Nora para llevarla al exterior, se niega a
aceptarlo. Rompiendo las reglas y convirtiéndose en un fugitivo, emprende la
búsqueda de su esposa, rescatándola primero y emprendiendo una huida después
hacia unas olvidadas instalaciones donde se ha enterado que podría todavía
vivir –superando con mucho el límite de edad legalmente designado- el profesor
Paulik (Géza D. Hegedűs), el científico que inventó la implantación y creó el
sistema bajo el que ahora viven los habitantes de Budapest. La esperanza de
Stefan y Nora es que él sea capaz de operarla y revertir la transformación,
pero cuando consiguen encontrarlo, se topan con un terrible secreto.
A
pesar de sus pretensiones de cine independiente, la trama de “Un Cielo de
Plástico” se diría extraída de una película clásica de Pixar. Los personajes,
habitantes de un mundo imaginario muy particular, se ven obligados a embarcarse
en un viaje de búsqueda que transformará su relación y su comprensión de lo que
les rodea. El entorno recuerda al escenario distópico de “Wall-E” (2008), mientras
que el enigmático y algo excéntrico anciano que vive en una metafórica
fortaleza remite al de “Up” (2009). Pero ahí se acaban las similitudes. El
enfoque estético, el diseño, la construcción del mundo y el tono y desenlace de
la historia tienen poco que ver con los de Pixar o, ya puestos, con casi todo
el cine de animación mainstream.
A
pesar de abordar los matices emocionales de la pareja protagonista, la película
evita caer en el sentimentalismo o el melodrama. No existe un villano o un
adversario concretos al que haya que vencer, sino un viaje físico, emocional y
espiritual en el curso del cual los personajes tratarán de comprender el colapso
del ecosistema y, con él, el de la sociedad que han dejado atrás. Además, a
diferencia de las producciones estadounidenses, no finaliza con una redención o
una victoria, sino que opta por una conclusión más conmovedora, escalofriante y
metafórica. La historia, profundamente melancólica, evoluciona desde una tragedia
familiar a una meditación sobre la aceptación de la muerte individual y
colectiva.
Pero
quizá lo primero que llama la atención es el recurso a la técnica de rotoscopía,
que se había utilizado de forma extensa en títulos hoy clásicos de animación y
carácter más adulto, como “El Señor de los Anillos” (1978), “Heavy Metal”
(1981), “Tron” (1982), “Tygra: Fuego y Hielo” (1983) o “Anastasia” (1997), pero
a la que también recurrió Disney en varias de sus producciones (“La Sirenita”,
“La Bella y la Bestia”, “Aladdin”, “Atlantis”). Más recientemente, la hemos visto
aplicada por Richard Linklater en “Despertando a la Vida” (2001) o “Una Mirada
a la Oscuridad” (2006) o en películas experimentales de gran belleza como
“Loving Vincent” (2017).
La
técnica comienza con la filmación de los actores en un estudio. Sobre ese
metraje, los animadores retocan fotograma a fotograma para dar una sensación de
animación 2D. El proceso es muy costoso en términos tanto económicos como de
tiempo (algunos de los actores rodaron sus escenas a finales de los 2010). Y
eso en circunstancias normales, pero es que Bánóczki y Szabó tuvieron, además,
que afrontar el desafío de contar con un presupuesto ajustado y las
dificultades presentadas por la pandemia del Covid-19.
Pero
el esfuerzo mereció la pena y, además, el resultado es acorde con el tono de la
historia, porque esta técnica permite conseguir un verismo emocional que rara
vez se encuentra en la animación convencional, la cual o bien tiende a la
caricaturización o a un pretendido hiperrealismo que no suele superar el valle
inquietante. En “Un Cielo de Plástico”, los movimientos de los personajes
resultan –no podía ser de otra manera- muy naturales y sus expresiones -a
menudo gestos y muecas producto del sufrimiento emocional, la melancolía, la pena
y la desesperación- dotan a los momentos de quietud e intimidad de una mayor sutileza,
profundidad y verosimilitud. Esto es especialmente importante en una película
como esta que se centra más en los personajes y las emociones que en la acción
física.
Mientras
que la animación estadounidense o japonesa de gran presupuesto suele hacer
hincapié en las vertiginosas secuencias de acción, sabiendo bien cómo insuflar
tensión y mantener la atención del espectador, los momentos más intensos de “Un
Cielo de Plástico” son aquellos en los que las películas de animación más comerciales
invierten menos esfuerzo: largos planos silenciosos e inmersivos de escenarios
en 3D modelados a partir de objetos y texturas naturales que construyen una
atmósfera de terrible belleza, como los rayos del sol naciente recorriendo la
superficie de un paisaje deso
lado, la estética neo-noir de una Budapest
moderadamente futurista e higienizada o la intermitente lluvia que sugiere un
renacimiento espiritual. La variada partitura de Christopher White también está
en línea con el espíritu buscado por los directores: es evocadora sin limitarse
a subrayar superficial y toscamente los sentimientos de los personajes,
armonizando además espléndidamente con las suntuosas imágenes.
La rotoscopía
también tiene sus desventajas. De vez en cuando, algunos de los elementos 3D de
la película, sobre todo los más abstractos, son tan diferentes en estilo y
definición a la animación de los personajes que, puntualmente, pueden sacar al
espectador de una experiencia que, por lo demás, sería bastante inmersiva. Sin
embargo, estas disonancias tampoco son frecuentes y es poco probable que
afecten muy negativamente a la experiencia. Globalmente, esta cinta independiente
de animación hace que muchas de las más caras producciones equivalentes
norteamericanas parezcan insulsas, superficiales o incluso torpes en
comparación.
Temáticamente,
“Un Cielo de Plástico” es, pese a su ambientación post-apocalíptica, una
película intimista que se centra en los personajes por encima de la trama. La
muerte de su hijo ha sumido a Stefan y Nora en una crisis que va más allá de lo
matrimonial y la historia pone en paralelo su dolor con las extremas
circunstancias a las que tienen que enfrentarse los supervivientes de la
Humanidad.
La
película no ignora la cuestionable moralidad de los actos de Stefan. A
diferencia de otras cintas más convencionales y menos arriesgadas, “Un Cielo de
Plástico” reconoce abiertamente el egoísmo e hipocresía del supuesto héroe.
Stefan quiere recuperar a Nora para pasar más tiempo con ella, independientemente
de cuáles fueran los deseos de ésta y pasando por encima de su autonomía a la
hora de decidir sobre su cuerpo. Aún peor, demuestra que su oficio no era más
que una mentira: ayudar a sus pacientes a asumir una pérdida que él mismo es
incapaz de soportar. Una vez despierta y ya en plena huida, Nora le recrimina
que no haya respetado su decisión, algo que se convierte en fuente de tensión
entre los personajes durante el resto de su peripecia y que desemboca en la
aceptación y comunión final de Stefan con los deseos de Nora.
No
es éste el único tema que sintoniza con los problemas políticos contemporáneos
que están afectando a Hungría. De hecho, la película puede interpretarse como
una crítica en clave de CF a las políticas de familia del gobierno húngaro
encabezado por el ultraconservador Victor Orban; un gobierno que define
estricamente a la familia como una unidad compuesta por un padre, madre e
hijos, prohibiendo la adopción para parejas del mismo sexo y restringiendo el
aborto mediante nuevas leyes (los hospitales tienen derecho a negarse a
practicarlos; las clínicas que los ofrecen sin tratar de disuadir a las mujeres
afrontan presiones políticas; y el gobierno implementa campañas al respecto en
las escuelas, por ejemplo).
Las
primeras palabras que se oyen en la película las pronuncia un activista que expresa
públicamente lo valiosos que para la comunidad (léase el Estado) son los
cuerpos (ojo, no las personalidades, las almas o las vidas).También se da a
entender que en la Budapest de 2123 el Estado regula cuántos hijos pueden tener
sus ciudadanos o siquiera si se les autoriza a tener alguno. Y no es casual que
la edad en la que los ciudadanos son “reciclados” sea la de 50 años, que es
también cuando las mujeres suelen dejar atrás su periodo de fertilidad.
La
película también incluye, claro, un subtexto de preocupación por la ecología.
En una época como la actual, en la que la inquietud por el bienestar del planeta
se ha convertido para muchos en una suerte de bien de consumo y una colección
de eslóganes vacíos, esta historia nos habla de cómo nuestras emociones e
intereses en lo personal no son ajenos o contradictorios con la protección del
entorno; y lo hace sin caer en el didactismo y dejando espacio al espectador
para que interprete y reflexione sobre lo que escucha en los diálogos y
contempla en las imágenes. Por ejemplo, en el último acto se lanza la pregunta
de si vale la pena priorizar la salvación de la raza humana por encima de la de
otros organismos que podrían convertirse en los auténticos generadores de una
nueva vida para el planeta.
“Un
Cielo de Plástico” adopta una narrativa habitualmente utilizada en los
videojuegos. La trama principal, segmentada en episodios, comienza con la
crisis familiar de Stefan y Nora en Budapest. La tensión aumenta cuando ella se
somete al procedimiento de implantación y su marido, tratando de “rescatarla”,
se infiltra en las instalaciones del Lago Balatón, dedicadas íntegramente a la
investigación y el procesamiento de humanos sacrificados en masa. Esta
estructura narrativa le permite al espectador ir conociendo de una forma cada
vez más extensa ese mundo y sociedad devastados a partir tanto de los paisajes
desolados y las ciudades muertas como de los diálogos con los científicos que
van encontrando a lo largo de su viaje. En el tercio final de la película, la
narrativa recupera la exploración contemplativa de la relación sentimental de
los protagonistas entrelazándola con cuestiones de mayor calado sobre el
destino de la Humanidad.
A
caballo entre los géneros de acción postapocalíptica y el drama marital, “Un
Cielo de Plástico” sirve como alegoría de la crisis existencial de la Humanidad,
subvirtiendo tanto los supuestos filosóficos como los del género acerca del
imperativo absoluto de la supervivencia de nuestra especie sea cual sea el
precio a pagar. Una película que plantea importantes cuestiones sobre el medio
ambiente y el impacto que el hombre ya tiene sobre el planeta, pero sin
recurrir a sermones moralizantes, confiando en la inteligencia del espectador y
dejando que se sumerja en las imágenes y conceptos para reflexionar sobre ellos.
Es, en definitiva, una pelicula tan fascinante como inquietante que se experimenta
más que se ve.
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