Con la posible excepción de los adolescentes ansiosos por alcanzar la emancipación de los padres y lanzarse a volar solos por el mundo, a nadie le gusta envejecer. Cada año que pasa y a partir de cierta edad, el deterioro del cuerpo y la mente se va haciendo más y más palpable. Nos cansamos y ganamos peso con más facilidad, las visitas al baño se hacen más frecuentes, cuesta recordar cosas… Afortunadamente, el envejecimiento es un proceso lento –en términos humanos, claro- y han de transcurrir décadas para que el declive se haga evidente e irreversible. Hasta entonces, podemos llevar vidas plenas, formar familias, seguir carreras profesionales, acumular experiencias y recuerdos… que, al fin y al cabo, es en lo que consiste vivir.
Pues
bien, imaginemos que un día despertamos, nos miramos en el espejo y descubrimos
que hemos envejecido hasta los setenta años en una sola noche. Si ayer teníamos
sesenta, el trauma no será tan profundo, pero, ¿y si estábamos en la veintena o
la treintena? Habríamos perdido entre cuarenta y cincuenta años de nuestras
vidas, probablemente los mejores y más productivos. Nos habrían arrancado de
golpe nuestras posibilidades de fundar una familia, establecer un hogar o
desempeñar una profesión satisfactoria. Aún peor, imaginemos ahora que esas
décadas que nos han quitado, se las han dado a un individuo rico de más de
setenta años, lo que le ha permitido a su vez rejuvenecer hasta los veinte. Si
estos individuos tuvieran recursos para repetir el proceso cada cierto tiempo,
alcanzarían la inmortalidad.
Es precisamente este aterrador concepto que nunca quisieramos que se hiciera realidad lo que explora “Paradise”, un thriller alemán para la plataforma Nefflix: ¿Qué sucedería si el tiempo pasara a ser dinero? Y no en el sentido figurado del viejo adagio, sino literalmente. Como suele suceder en estas ideas de altos vuelos, la clave de la película es si la premisa inicial es capaz de soportar un desarrollo prolongado o se limita a ser un concepto absurdo con el que decorar un drama o una peripecia de acción.
La historia
(escrita por Simon Amberger, Peter Koclya y el director, Boris Kunz), se abre en
un barrio de chabolas de Berlín cuando Max (Kostja Ullmann) trata de cerrar una
difícil venta a un joven inmigrante: renunciar a quince años de su vida a
cambio de 700.000 euros. Los argumentos que utiliza Max son dignos de
consideración: con ese dinero, su vida y la de su familia cambiaría por
completo, dejarían de ser pobres, adquirirían la nacionalidad alemana, comprarían
una residencia adecuada, él podría estudiar, su padre abrir su propio negocio…
es una cantidad de dinero que jamás podría ahorrar en quince años ni aún
contando con buenos estudios y trabajando en un oficio digno.
Tras
convencer a su objetivo, Max atraviesa la zona en la que vive esa familia -un
extenso barrio depauperado rodeado de guardias armados y vallas y que parece
extraído de “Hijos de los Hombres” (2006)- hasta llegar a su zona
socioeconómica, una parte de la ciudad limpia y ordenada. Así termina su
jornada el que es uno de los vendedores estrella de la corporación Aeon,
presidida por la científica visionaria Sophie Thiessen (Iris Berben) y para la
que ha conseguido más de 276 años de las vidas de gente pobre y desesperada;
años que serán vendidos y trasplantados mediante un revolucionario procedimiento
médico a quienes puedan pagárselo, esto es, una élite rica e influyente. Pero
ese entorno utópico para aquellos que han conseguido burlar la muerte
arrebatándole años de vida a otros a cambio de relativamente poco dinero, no
carece de contestación: un movimiento terrorista liderado por la misteriosa Lillith
(Lisa Loven Kongsli) se opone a este tipo de prácticas y han colocado a Thiessen
en su punto de mira, no dudando en irrumpir en instalaciones de Aeon para
asesinar sin piedad a quienes acaban de someterse al tratamiento rejuvenecedor.
Max
llega a su caro y elegante apartamento, en el que convive con su esposa, Elena
(Marle Tanczik), doctora en un hospital público, una profesión que en ese
futuro equivale a la de los maestros en el nuestro: esenciales para el
mantenimiento y avance de la sociedad, pero no lo suficientemente reconocidas
desde el punto de vista económico. Una noche, la pareja cena con los progenitores
de ella. El padre pone en entredicho los valores morales de Max y discute con
él. Es obvio que lo que el joven vendedor y su empresa hacen es profundamente
reprensible: no sólo es caldo de cultivo para la corrupción sino que ensancha
como nunca antes la brecha entre los ricos y los desposeídos, perpetuando las
vidas de los primeros y acortando las vidas de los segundos. Max responde con
los engañosos y bien estudiados argumentos que la empresa diseñó para sus
vendedores.
Cuando
regresan, Max y Elena se encuentran su apartamento destruido presa de un
incendio. La compañía de seguros afirma que la causa fue una vela que uno de
los dos olvidó apagar, por lo que deniega la concesión de la indemnización y
deja a la pareja sin hogar y debiendo una hipoteca de 2.5 millones de euros.
Pero esto no es todo: Max se entera ahora de que, como aval en caso de impago,
Elena ofreció al banco cuarenta años de su propia vida. Y ahora ha llegado el
momento de pagar. La vida ideal de Max explota en pedazos y se ve obligado a afrontar
la ironía y mentira que él mismo ha contribuido a propagar como mero peón de la
plutocracia.
Es
ahora cuando asistimos al procedimiento propiamente dicho: en las instalaciones
de Aeon, Elena es atada a una silla y le insertan tres agujas en el costado.
Eso es todo. Luego regresa al humilde apartamento que han alquilado y, en el
transcurso de un periodo no especificado pero que no parece exceder uno o dos
días, envejece cuarenta años (afortunadamente, no se optó por maquillar a
Tanczik o manipular su rostro digitalmente, sino que se eligió a otra actriz de
la edad adecuada, Corinna Kirchhoff, que es la que pasa a encarnar al personaje
de Elena hasta el final de la cinta).
Y
aquí es donde arranca verdaderamente la trama. Resulta que el procedimiento se
puede invertir, pero el donante y el receptor deben tener una muy especial
compatibilidad de ADN para que tenga éxito (como puede imaginarse, encontrar un
donante compatible que, además, esté dispuesto a dar su tiempo de vida a cambio
de dinero, es una labor inmensamente larga, compleja y cara). Max, confiado en
que su estatus de vendedor estrella de Aeon le ayude en su causa, acude a la
mismísima Sophie Thiessen para que le auxilie, pero ésta le evita. Hasta que un
día la ve al salir del edificio de Aeon: la poderosa ejecutiva-científica ha rejuvenecido
tanto como Elena ha envejecido. La vida de su esposa ha ido directamente a
preservar la de su jefa, lo que hace sospechar de la existencia de una
conspiración.
Es
en este punto donde Max reniega de su vida anterior y, desesperado por
recuperar a su joven esposa y la prometedora vida que les ha sido arrebatada,
secuestra a Sophie y, los tres, se encaminan hacia Lituania, donde prolifera un
mercado negro que realiza el procedimiento de donación de vida al margen de la
supervisión y control de Aeon. Para ello, tendrán que cruzar fronteras y
escapar del dispositivo de mercenarios que la empresa lanza en su persecución.
Es
inevitable ver en “Paradise” algunas ideas, conceptos y estéticas extraídas de
“Gattaca” (1997), “In Time” (2011) -ambas, por cierto, dos distopías dirigidas
por el neocelandés Andrew Niccol- o “Repo Men” (2010). No sería de extrañar que
algún día Hollywood decidiera hacer su propia versión en inglés protagonizada
por una pareja de estrellas. Y, por una vez, quizá sería una idea bienvenida
porque la película alemana tiene un amplio margen de mejora. Desde un punto de
vista científico, lo mejor que se puede hacer es no someterla a un escrutinio
severo porque no lo resistiría y, de hecho, el guion ni siquiera intenta
explicar el fundamento biomédico del trasvase de vida. Pero esto tampoco es
necesariamente un obstáculo insalvable para el disfrute de la película. Al fin
y al cabo, pocas son las cintas de CF que cuentan con un basamento científico
inatacable.
Lo
verdaderamente importante aquí son, en primer lugar, los cambios
socioeconómicos derivados de un salto tecnológico de tal magnitud; y, en
segundo lugar, los dilemas éticos que se plantean en la nueva situación. Somos
seres efímeros, nuestra permanencia en el mundo es temporal. Nacemos y vivimos
para morir. Morir es parte del ciclo vital. Pero, ¿qué pasaría si ese ciclo
pudiera alterarse artificialmente gracias a la Ciencia? ¿Qué le da más valor a una
vida? ¿Su extensión o lo que se ha hecho en el curso de la misma? Y, si es así,
¿cómo se valoran esos logros? ¿Es más valiosa la vida de un Premio Nobel
detestado por quienes le rodean o la de un individuo anónimo que hace feliz a
su familia? En una interesante escena, un noticiario informa de que los ricos,
al darse cuenta de que podrán vivir indefinidamente, toman cartas en el asunto
del cambio climático y estabilizan la situación. Por puro egoísmo, han salvado
el mundo, pero, ¿a costa de qué?
¿Hasta
qué punto es éticamente aceptable la venta de un recurso valioso –años de vida-
en una transacción cuyas partes se hallan en completa desigualdad –alguien
necesitado desesperadamente de dinero frente a una corporación a la que le
sobra tiempo y fortuna?¿Estaríamos nosotros mismos dispuestos a trocar tiempo
por una existencia más breve pero más lujosa? Si es así, ¿cuántos años de
nuestra vida y a cambio de conseguir qué? ¿Debería dejarse semejante tecnología
–y las decisiones respecto al uso y destino de la misma- en manos de una
corporación privada enfocada sólo a los beneficios? ¿Cuánto dolor e injusticia
puede soportar una persona antes de radicalizarse y abrazar el camino de la
violencia?
Por
desgracia, en lugar de explorar esas ideas con un enfoque más reflexivo –lo
cual no quiere decir necesariamente exento de dramatismo o ritmo-, el director
Boris Kunz opta por lo formulaico para acabar desembocando en la mediocridad:
secuestros, persecuciones, tiroteos, giros sorpresa, deus ex machina (ese coche
que encuentran al azar los protagonistas a la fuga y que, providencialmente,
tiene las llaves puestas)… ¡Hay incluso una escena en la que un personaje a
punto está de morir tras caer en unas arenas movedizas! ¿Pero qué pintan aquí
unas arenas movedizas? Ciertamente, Kunz demuestra ser capaz de crear un futuro
distópico e indeseable y no tiene miedo ni de trufar la trama de traiciones,
pérdidas, desesperación, crueldad y derrumbe moral ni de concluir con un final
que no puede ser considerado en absoluto feliz. Por desgracia, nunca llega a
comprometerse del todo con ese tono cínico y nihilista y se limita a aplicar
las fórmulas del thriller de acción, desaprovechando el potencial de las
premisas de partida sin aportar a cambio una fisicidad particularmente briosa,
contundente o mínimamente original.
Hay
pocos intentos serios de profundizar en el personaje de Max, que durante la
mayor parte de la película se desliza por una delgada e interesante línea ética
pero que en el tercer acto experimenta casi sin solución de continuidad una
epifanía, un arrepentimiento, un deseo de venganza y un propósito de redención.
Elena, por su parte, es rara vez algo más que un recurso para poner en marcha
la trama y conducirla hasta su final.
Más
que la construcción de esos dos personajes es la relación que se establece
entre ellos uno de los aspectos más convincentes de la película. Conocemos a la
pareja en el mejor momento de su relación: recién mudados a un apartamento
lujoso, en la cúspide de sus respectivas carreras, con ganas de formar una
familia… Sin embargo, su vida en común experimenta un derrumbamiento insalvable
tras envejecer Elena cuarenta años de golpe. Max, obviamente, se siente
angustiado e impotente pero aún ama a Elena tanto como antes, demostrándolo en
una desasosegante escena de sexo. Es Elena la que crea tensión entre ambos al
convencerse de que lo que siente Max es compasión, que ya no la quiere ni la
encuentra atractiva.
Y así, uno de los puntos fuertes de este por otro lado convencional film es la evolución del nexo que comparten Elena y Max desde el momento en que aquélla envejece. Ambos toman decisiones sin contar con el otro y han de enfrentarse a dilemas éticos sobre cuya solución no están de acuerdo. Aunque “Paradise” no pueda ser calificada de película romántica, la relación de la pareja protagonista sí ocupa un lugar nuclear, algo a lo que contribuye la sólida interpretación del trío de actores (recordemos que Elena es encarnada por dos actrices diferentes).
Visualmente, “Paradise” mantiene un nivel de competencia, pero sin salir de lo mundano. Siempre es bienvenido ver paisajes no americanos en una producción de CF, en este caso Berlín. Sin embargo, los cambios de color, la iluminación y las escenas de acción no sobresalen un ápice respecto a docenas de películas distópicas anteriores y contemporáneas. Tampoco la omnipresencia de los luminosos anuncios digitales de Aeon en contraste con la grisura deprimente del mundo real supone una novedad en este género distópico.
Hay cierto trabajo en lo que se refiere a la construcción del futuro, pero ni guionistas ni diseñadores de producción consiguen aportar esos pequeños detalles especulativos que hacen memorables ciertas escenas. Y, por otro lado, hay ausencias chirriantes. ¿Qué papel desempeña el Estado alemán en esta nueva sociedad o siquiera como parte interesada en la crisis que se desata con el secuestro de Thiessen? Aparte de prestar algunos expertos en antiterrorismo, nada. Ni siquiera asoma en un segundo plano. Kunz imagina un futuro distópico bastante convencional controlado por la típica plutocracia corporativa en lugar de por poderes estatales y multinacionales.
¿Es “Paradise” una mala película? Yo no iría tan lejos, pero sí la podría calificar de decepcionante, al menos desde el punto de vista de un aficionado a la CF ya veterano. Esta cinta es un ejemplo de manual de premisa interesante y mediocre ejecución; una película que aspira a llamar la atención del público más reflexivo y deseoso de participar en debates de calado, pero que, en último término, se acobarda ante el riesgo de dar de lado al público mayoritario menos exigente y comprometido con las obras en las que elige invertir su tiempo, diluyendo su inicial alegoría de la creciente brecha de desigualdad en nuestro mundo para transitar por caminos más seguros y predecibles.
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