martes, 21 de mayo de 2019

1995-WATERWORLD – Kevin Reynolds


Tras la fusión de los casquetes polares los humanos se han visto forzados a sobrevivir en la superficie de los océanos, relegando el recuerdo de tierra firme a la categoría de mito. En esa civilización totalmente acuática y tecnológicamente primitiva del siglo XXV, incluso un puñado de tierra es considerado como algo de enorme valor ya que puede utilizarse para cultivar raquíticas pero muy apreciadas plantas. El Marinero (Kevin Costner) llega al Atolón, una destartalada ciudad flotante fabricada a base de retazos metálicos, para comerciar; pero sus habitantes reaccionan a su visita con prejuicios y violencia cuando descubren que es un mutante que tiene pies palmeados y agallas tras sus orejas que le permiten nadar velozmente y respirar bajo el agua durante largos periodos. A punto están de ejecutarlo cuando el Atolón es atacado por los Humeantes, un ejército de piratas y saqueadores liderado por el Diácono (Dennis Hopper). Una mujer, Helen (Jeanne Tripplehorn) libera de su jaula al Marinero a cambio de que la lleve en su trimarán junto a la niña de la que cuida, Enola (Tina Majorino).



Una vez en alta mar, el Marinero se ve obligado a la fuerza a renunciar a su soledad y misantropía y poco a poco y no sin tropiezos va encariñándose con las dos. Los Humeantes, sin embargo, los persiguen incansables puesto que el Diácono averigua que el tatuaje que Enola lleva en la espalda es un plano que conduce al quizá no tan mítico continente de Tierra Firme.

En estos días de agresivo marketing cinematográfico y megafranquicias, “Waterworld” es un interesante ejemplo de cómo la morbosa fascinación del público combinada con el poder e influencia de los medios de comunicación puede hacer naufragar –nunca mejor dicho- un proyecto antes incluso de su botadura inaugural. Bastante antes de que se estrenara “Waterworld”, las publicaciones especializadas como “Entertainment This Week” o “TV Guide” se regodearon con cotilleos sobre ciertos aspectos del rodaje poco relevantes artísticamente hablando: la ruptura matrimonial de Costner y su affaire con una muchacha del reparto; su casi encuentro
con la muerte durante una tormenta mientras estaba atado al mástil del trimarán; los enormes problemas de la película, como la destrucción de un escenario carísimo a causa de un huracán; las penosas condiciones que hubieron de soportar tanto los actores como el equipo técnico; los numerosos enfermos y accidentados; el despido del director Kevin Reynolds en las últimas semanas de filmación y la consiguiente quiebra de la larga amistad que le unía con Kevin Costner; y cómo éste asumió las labores de dirección en un desesperado intento por salvar la película.

Y, por supuesto, estaba la fascinación por el colosal y siempre creciente presupuesto que estaba devorando el proyecto. Cifras fiables lo estiman entre 170 y 180 millones de dólares (algunos lo
elevan incluso a 350 millones). Por ofrecer algo de perspectiva: esta cifra es casi el doble de lo que costó la hasta entonces más cara producción cinematográfica y superior al Producto Interior Bruto de varias naciones africanas. Dos años después, su coste sería superado por los 200 millones de “Titanic” (hoy, por ejemplo, “Vengadores: Endgame”, ha costado 356 millones). Eran todas estas noticias que incidían en los aspectos negativos del desarrollo de la producción pero que nada decían sobre el resultado de la misma, ni siquiera de qué iba la historia. En los meses previos al estreno, fue imposible encontrar un artículo que contara algo del argumento pero sí docenas detallando todas las dificultades fuera y dentro del rodaje.

No hay duda de que “Waterworld” es un ejemplo de nivel épico de previsiones fallidas y malos cálculos. Solamente para recuperar lo invertido, tenía que superar en recaudación a lo que había conseguido “Parque Jurásico” (1993) en Estados Unidos y Canadá en su primer año. Aún cuando hubiera sido una de las películas con mayor recaudación de todos los tiempos en el momento de su estreno, habría seguido bordeando el desastre financiero.

Resulta difícil imaginar cómo fue posible que la película acabara convertida en semejante monstruo, sobre todo teniendo en cuenta que en su concepción original, según el guión de Peter
Rader, sólo tenía pretensiones de serie B con un presupuesto de tres millones. Nadie supo ver las señales de alarma, empezando por las exigencias de Costner cuando entró en el proyecto, momento en el cual los 65 millones asignados por la Universal se convirtieron en 172. El engreído actor se alojó en una modesta villa que costaba 4.500 dólares la noche, con todos los gastos pagados. Por si esto fuera poco, hubo que remunerar a los nada menos que 36 guionistas sin acreditar que en un momento u otro retocaron el libreto (entre ellos, David Twohy o Joss Whedon); hacer frente a la reconstrucción del mencionado decorado destruido por un huracán por culpa de que el estudio no quiso gastarse dinero comprobando el pronóstico meteorológico; pagar el sobrecoste de prolongar dos meses el rodaje y a dos compositores (el trabajo de Mark Isham fue rechazado por Costner y se contrató a toda prisa a James Newton Howard).

Más allá del morbo generado por esta acumulación de problemas, delirios de visionario y malas
decisiones, el aficionado tenía todo el derecho a dudar del resultado artístico de “Waterworld”. Y es que en ella se daban cita una combinación inquietante de circunstancias. El poder de convocatoria de Kevin Costner había empezado a diluirse en sus últimas películas (“Un Mundo Perfecto”, “Wyatt Earp”, “La Guerra”), todas ellas fracasos de taquilla en mayor o menor medida. De hecho, su último éxito había sido “El Guardaespaldas”, en 1992. Por otra parte, el guión carecía de cualquier atisbo de sofisticación, como hacían sospechar algunas entrevistas de la época con Peter Rader –recordemos, el guionista original-, en la que hablaba con orgullo de toques tan “originales” como que el villano principal se sentara en un trono y empuñara un tridente, o que el embarazoso secreto del héroe consistiera en haber pintado un caballito de mar en la proa de su barco.

Tampoco llamaba al optimismo la participación de Kevin Reynolds, que ya había dirigido ese vehículo para el lucimiento de su amigo Costner que había sido “Robin Hood: Príncipe de los Ladrones” (1991), o “Rapa Nui” (1994), un espectáculo fatuo e inflado sobre la Isla de Pascua que, augurando lo que estaba por venir en “Waterworld”, se pasó escandalosamente de presupuesto para luego estrellarse estrepitosamente en taquilla.

Al final, “Waterworld” no es que sea una mala película. Lo que ocurre es que no justifica en
absoluto el dinero gastado en ella y que debería haber sido un producto mucho más consistente de lo que resultó ser. La historia bebe descaradamente de “Mad Max 2” (1981). En ambos films encontramos un malencarado y solitario héroe que vaga por un mundo postapocalíptico en su propio medio de transporte. En las dos películas, el protagonista decide ayudar a defender una pequeña comunidad asediada por un grupo de estrafalarios, violentos y enloquecidos forajidos liderados por un señor de la guerra calvo. Todo el mundo persigue un elemento valioso: la gasolina en “Mad Max 2”, la tierra seca en “Waterworld”. El héroe se hace amigo de un niño/niña asilvestrado y un inventor loco con una máquina voladora. Hay abundantes persecuciones y explosiones y, al final y tras poner a sus protegidos a salvo, el héroe se marcha para continuar su viaje en soledad. Hasta las dos películas comparten director de fotografía: Dean Semler, cuya labor, por cierto, supuso todo un desafío no sólo por las dificultades de grabar en el mar (humedad, salinidad, traslado y movimiento de las cámaras, movimiento continuo…) sino porque las cambiantes condiciones del cielo y el agua hacían extraordinariamente complicado abordar la iluminación de cada escena.

La obsesión de Kevin Reynolds por la épica visual explica al menos una parte del cuantioso presupuesto y, hay que admitirlo, el dinero empleado se nota en la pantalla. Filmado en Rawaikae Harbor, en Hawaii, no sólo no se utilizaron miniaturas ni modelos a escala reducida sino que el tamaño de los decorados y vehículos es enorme, desde la ciudad del Atolón (de más de 400 metros de longitud y con más de mil toneladas de metal) al espectacular trimarán del héroe; el ataque de los Humeantes al Atolón incluye una flota de embarcaciones y motos de agua evolucionando para conseguir el mayor impacto posible. Hay un momento muy notable a mitad del metraje en el que el Marinero lleva a Helen a las profundidades del océano para que vea las ruinas de una gran ciudad. Pero aparte de esa escena, los efectos generados por ordenador fueron menos de los que uno podría esperarse y, de hecho, se centraron sobre todo y a exigencia de Costner en ocultar la incipiente calvicie del actor.

Ese bombardeo de imágenes épicas, sin embargo, acaba teniendo un efecto entumecedor y el director, conforme avanza la trama, pierde el sentido de la medida. Las escenas con los hidroaviones zarandeados por unos arpones enganchados a su fuselaje o destrozados al despegar son gratuitas y exageradas. De hecho, ese momento absolutamente delirante en el que el corroído casco del petrolero Exxon Valdez se pone en movimiento
¡impulsado por remos gigantes! O cuando el Marinero hace su salto de “puenting” desde el globo en el clímax de la historia, ya no suscitan un sentimiento de triunfo sino de total y cómica incredulidad. Los amantes del cine de acción encontrarán aquí dónde hincar el diente, pero la ausencia de un protagonista con carisma y un mínimo de empatía y el histrionismo de unos villanos bufonescos hace de “Waterworld” una película sin corazón. Ni siquiera es capaz el director de sacar provecho emocional de los personajes de Helen y Tina. Tampoco el mensaje ecologista destaca por su sutileza: mientras que los Humeantes polucionan y dilapidan los últimos recursos naturales del planeta, el Marinero vive en perfecta armonía con el entorno.

Quizá lo más memorable de “Waterworld” sea la tecnología que imagina para ese futuro
postapocalíptico. Desde el trimarán del Marinero a la flota de los Humeantes fabricada a base de mezclar componentes de otros vehículos y viejos motores, todo evoca una sensación de verosimilitud más allá del ojo de la cámara. La película se abre con una inolvidable imagen de Kevin Costner orinando en una botella; la cámara sigue el recorrido de la orina discurriendo por un elaborado alambique y sistema de filtrado hasta que Costner recoge el líquido resultante y se lo bebe.

Hay que decir que la película no fue un naufragio absoluto. Ante los avatares de la producción, muchos comentaristas habían agitado los fantasmas de fracasos estrepitosos como “La Puerta del Cielo” (1980) o “Isthar” (1987). La recaudación cubrió costes y dio algún beneficio, pero desde luego no el esperado y en ningún caso para justificar una secuela. Las polémicas que
rodearon la producción y las veleidades de Costner marcaron el definitivo –o eso parecía- declive de su carrera, confirmado por los mediocres resultados de “Mensajero del Futuro” (1997). En cualquier caso, y esto es un hecho por mucho que les duela a los críticos más severos, la película sigue obteniendo buenos ratings cada vez que la emite SyFy…

En último término, “Waterworld” es una copia de “Mad Max” que sustituye el desierto por el océano. Una copia muy cara y espectacular, sí, pero una copia después de todo. De hecho, la única diferencia entre “Waterworld” y el enésimo plagio italiano de la película de George Miller es su presupuesto multimillonario. Lo triste de ese derroche de dinero es lo representativo que resulta de la forma de pensar de Hollywood. Todos los medios se pusieron a disposición de la película: decorados que costaron más que el presupuesto total de la mayoría de los films, una factura diaria de catering superior a lo que cuestan algunas películas de serie B, un ejército de extras… Todo, excepto originalidad.

Tras todo el dinero gastado, las vidas puestas en peligro, los matrimonios y amistades arruinadas, la lucha contra los elementos durante el rodaje y los enormes desafíos técnicos… es una pena encontrar tan sólo una copia lujosa de otra película más antigua, más barata y eficaz. “Los Simpson” supieron resumirlo perfectamente en uno de sus episodios, en el que aparecía un videojuego de “Waterworld” que costaba un cuarto de dólar y permitía sólo treinta segundos de diversión.


2 comentarios:

  1. Este es un film que veía mucho en la época,,,pero no la he vuelto a recuperar desde hace más de 10 años........a mi me gusta, aunque como bien apuntas es serie b o debería serlo.
    Un saludo

    ResponderEliminar
  2. El final de la película, con esa vuelta de tuerca forzada... Menos mal que era eso, el final.

    Saludos,

    J.

    ResponderEliminar