En 1941, los Estados Unidos ya habían entrado en la Segunda Guerra Mundial aun cuando la mayoría de sus habitantes sólo tomaran amarga conciencia de ello el 6 de diciembre, cuando las fuerzas aéreas japonesas atacaron Pearl Harbor, marcando el inicio oficial de las hostilidades. Durante todo aquel año, buena parte de Europa había caído en manos de la fuerzas del Eje, Winston Churchill pedía ayuda a sus primos americanos y los japoneses ejercían su poder imperialista en la extensa zona del Pacífico. A buena parte del público americano le pasó inadvertida la emisión de bonos gubernamentales para financiar la creciente fabricación de material bélico; el envío de ayuda a China, que se debatía contra los japoneses invasores, también a Inglaterra y la Unión Soviética; la congelación de activos alemanes e italianos en suelo americano; o la asunción de la defensa de Islandia, hasta ese momento responsabilidad de una Gran Bretaña asediada por las fuerzas de Hitler. Hasta los personajes de ficción tomaban partido. Por ejemplo, nacía el Capitán América como símbolo patriótico luchando contra los nazis desde su número 1, y el heroico Flash Gordon regresaba del planeta Mongo para enfrentarse a la Espada Roja, un trasunto del ejército alemán.
En este contexto y para muchos americanos interesados por la actualidad internacional, los

Como ya había sucedido en los años previos a la Primera Guerra Mundial, los autores de CF no fueron ajenos a los acontecimientos y empezaron a aparecer en las revistas pulp extrapolaciones de los mismos, escenarios futuristas en los que los nazis habían ganado la guerra, o en los que ésta había arrastrado a la civilización a tiempos medievales. Y aquí entra en liza John W.Campbell, el legendario editor de la revista puntera del género, “Astounding Science Fiction”, y “padrino” de Heinlein desde que éste comenzara su

Probablemente fue por la alta consideración en que le tenía por lo que Campbell lo eligió para desarrollar una idea suya alrededor de la cual había incluso llegado a escribir una historia inacabada bajo el título “Todos” y que a la postre había considerado impublicable. El resultado final del encargo fue originalmente serializado en “Astounding Science Fiction” entre enero y marzo de 1941, cuando todavía faltaban unos meses para la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Bastantes años después, en 1949, se publicó como novela tras alguna revisión y con el título “El Día de Pasado Mañana”. Heinlein, en cualquier caso, nunca se sintió satisfecho con ella…y no sólo desde el punto de vista literario. El autor

El mayor Whithey Ardmore, del Servicio de Inteligencia, acaba de llegar a un enclave científico secreto en las Rocosas cuando salta la noticia de que los Estados Unidos han sido derrotados e invadidos por las fuerzas panasiáticas integradas por cuatrocientos millones de japoneses y chinos. En un desesperado intento por protegerse del comunismo que irradia desde Rusia, Norteamérica estuvo décadas sumida en el aislacionismo, ignorando deliberadamente lo que ocurría más allá de sus fronteras, incluida la caída de Europa, Asia y el subcontinente indio bajo la influencia comunista y conformando así una megapotencia planetaria de inagotables recursos materiales y humanos. Los panasiáticos consideran a los norteamericanos como una especie inferior y sus ejércitos ocupan y esclavizan a la población de Estados Unidos, creando un sistema que los mantiene sojuzgados y que incluye masacres y campos de internamiento. El gobierno desaparece, el inglés es prohibido, el ejército es aniquilado, las instituciones civiles ya no funcionan…

El arma en cuestión funciona bajo el ficticio Efecto Ledbetter y puede emplearse de forma selectiva contra determinados individuos. Ahora bien, ellos no son más que un puñado de hombres, totalmente insuficientes para iniciar siquiera una lucha de recuperación del país. Necesitan combatientes, pero la población civil ha caído en una apatía mezclada con miedo y es difícil encontrar en ella candidatos a la causa. Por eso, deciden servirse de algo que nunca falla: la religión, una libertad que no ha sido todavía prohibida por los invasores. Así, se inventan una nueva fe y empiezan a fundar iglesias y nombrar Sacerdotes de Mota por toda la nación que, a su vez, localizan, reclutan y adiestran a americanos leales. Son algo más que la consabida “quinta columna” del

“Sexta Columna” ha sido acusada, y no sin razón, de panfleto racista, pero también de historia extrañamente profética. Presenta a los llamados “Panasiáticos” como un pueblo indefinido pero intensamente racista, un conjunto de esclavistas que degradan sin contemplaciones a los “blancos”. Por su parte, el vocabulario utilizado por los americanos en la historia califica a los panasiáticos como “amarillos” y variaciones de las palabras “mono” o “simios”. Este tipo de adjetivos degradantes ha sido habitual en todas las guerras y pronto los soldados americanos, alemanes y japoneses que iban a verse las caras en la Segunda Guerra Mundial inventarían sus propios vocablos insultantes.
América, aunque brevemente, ya había participado en una guerra mundial poco más de dos décadas antes y la situación geopolítica indicaba que acabaría entrando en el nuevo conflicto, arrastrada por la situación de Europa hacia el este y la presión imperialista de Japón al oeste.

En aquellos años las relaciones internacionales de Estados Unidos con los países asiáticos no eran precisamente armoniosas y Heinlein imaginó fácilmente un futuro en el que su país no sólo era invadido para apoderarse de sus recursos y riquezas, sino para sojuzgar a su gente y anularlos totalmente como amenaza. Y ello pasaba por eliminar su cultura y su identidad nacional: “Y aún más descorazonador que las desgracias que veía y oía, eran los informes sobre la eliminación sistemática de la cultura norteamericana como tal. Las escuelas se hallaban cerradas. No podía imprimirse ni una palabra en inglés. Existía la impresión de que llegaría un tiempo, pasada una generación, en que el inglés sería un lenguaje que no se escribía, utilizado tan solo por indefensos peones que nunca serían capaces de un levantamiento por la triste falta de medios de comunicación en cualquier gran escala”.
Resulta fácil tachar sin paliativos a Heinlein de racista, pero hay que tener en cuenta dos cosas.

Así, al mismo tiempo que satisface la obligación de respetar el encargo de Campbell presentando una visión claramente sesgada de los invasores y hostil hacia la cultura y raza asiáticas en general, Heinlein incluye también una breve escena que quizá estuviera destinada a poner las cosas en perspectiva. Uno de los protagonistas, Thomas, se encuentra con un

La inclusión del personaje de Frank Mitsui, un asiático americano leal y valiente, también

A Heinlein nunca le asustó la siempre difícil tarea de imaginar explicaciones científico-técnicas plausibles para los inventos que aparecían en sus novelas. Tenía la virtud de no tomar al lector por idiota, pero tampoco lastrar la narración con aburridos detalles llenos de vocablos tecnológicos. En “Sexta Columna”, lo consigue a medias. Toma la inteligente decisión de hacer que el protagonista no sea un científico, por lo que no sólo requiere de sus compañeros las explicaciones pertinentes sino que los insta a ir al grano, evitando de paso que el lector se distancie de la historia. Pero lo cierto es que todo el asunto de la superarma resulta bastante insatisfactorio, algo sacado del pulp más mediocre. La ciencia que

“Sexta Columna” es una novela razonablemente breve que dedica la mayor parte de su duración a la presentación del marco inicial y la preparación y desarrollo del plan de expulsión de los panasiáticos, dejando un espacio relativamente breve para el climax, el cual llega demasiado brusca y felizmente. En pocas páginas, la historia pasa de una situación delicada que suscita honda preocupación a un desenlace que disipa cualquier temor y diluye la intensidad de lo inmediatamente precedente. Demasiado sencillo y optimista habida cuenta del daño que los conquistadores habían causado al país a todos sus niveles. Los diálogos son todavía algo primitivos para tratarse de Heinlein, oscilando entras las largas exposiciones (como su explicación de las diferencias entre vagabundo y “hobo”) y los sermones didácticos, salpicado todo ello con momentos de acción que agilizan el ritmo. Hay también breves chispazos de humor que probablemente funcionen mejor con aquellos lectores de cierta edad que recuerden o conozcan cómo era el mundo de mediados del siglo XX y su forma de pensar.
Teniendo en cuenta la época y el público mayoritariamente masculino de las revistas pulp no es

Aparte de su crueldad, poco se nos dice de los invasores. La suya es una caricatura de la cultura japonesa: hablan de una forma exageradamente florida y a la menor falta se suicidan para no deshonrar a sus familias. Este enfoque, racista como es, no es peor que el que tantísimos escritores y cineastas han adoptado a la hora de retratar a alienígenas como perversos invasores. Y tampoco se diferencia mucho, ya lo he dicho, de los esfuerzos de los

El tono racista que permea la novela es bastante frustrante por cuanto, si se logra dejar eso aparte –y puedo comprender que muchos lectores tengan dificultades para hacerlo- la novela está narrada con pulso y resulta entretenida. Incluso y especialmente en sus primeros años como escritor, Heinlein parecía incapaz de aburrir al lector. Hay, además, elementos interesantes, algunos de los cuales volverían a aparecer en obras

“Sexta Columna” no es una de las mejores novelas de Heinlein y, desde luego, no está a la altura de lo que Philip K.Dick haría veinte años después y sobre el mismo tema en “El Hombre en el Castillo”. Pero incluso con sus problemas de caracterización, su tono racista y la inexperiencia que transmite al tratarse de su primera narración de larga extensión, es una obra que destaca sobre las firmadas por otros de sus contemporáneos más experimentados y, de hecho, fue bien recibida por los críticos tanto en su primera publicación en 1941 como en su reedición como volumen a finales de esa década. La polémica que hoy la acompaña surgió en años posteriores.

Como siempre, Heinlein puede ser difícil de abordar –no de leer- pero tiene la virtud de los grandes escritores: no deja indiferente. “Sexta Columna” es una buena muestra de ello. Contiene elementos que disfrutar y otros por los que –sí así se quiere- indignarse- e intenta, con éxito discutible, combinar el espíritu y estilo pulp con ideas adultas. Y, sobre todo, explica por qué Heinlein jamás volvió a aceptar otro encargo ni a colaborar con un tercero.
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