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lunes, 13 de abril de 2015
2013- SNOWPIERCER – Bong Joon Ho
El surcoreano Bong Joon-Ho se ha convertido en un nombre a tener en cuenta en el panorama cinematográfico internacional. Ganó cierto reconocimiento en festivales de cine como el de San Sebastián con su primer film “Flandersui gae” (2000) y especialmente con “Crónica de un asesino en serie” (2003), basada en la investigación real sobre un psicópata coreano. “The Host” (2006) ya fue un considerable éxito y las críticas elogiosas continuaron con “Madre” (2009).
“Snowpiercer” fue su primera película realizada en inglés con un reparto compuesto por estrellas internacionales. Basado en un comic francés de 1982, “Le Transperceneige” (del que sólo cogieron la idea básica, inventándose todo lo demás), el film fue coproducido por Park Chan-Wook, la otra estrella coreana surgida en los albores del siglo XXI y responsable de películas como “Oldboy” (2003) o “Thirst” (2009).
A pesar de contar con grandes nombres en ella, la cinta tuvo serios problemas de distribución en Estados Unidos debido a que la compañía responsable, The Weinstein Company, exigió la eliminación de veinte minutos de metraje y la adición de una voz en off. Bong Joon-Ho se negó y la película permaneció en el limbo durante más de un año. Incluso cuando Weinstein empezó a distribuirla, castigó al director por su insolencia exhibiéndola sólo en un puñado de salas dedicadas al cine de arte y ensayo. La venganza le salió mal, porque el boca oído convirtió a la cinta tanto en un éxito económico como de crítica, obligando a la distribuidora a tragarse su orgullo y darle una exposición más general.
Estamos en 2031. Diecisiete años atrás, las naciones de la Tierra esparcieron por la atmósfera un compuesto químico, el CV-7, en un intento de detener el calentamiento global. En cambio, lo que causaron fue un efecto catastrófico: el desencadenamiento de una rápida glaciación que sepultó todo el planeta bajo una gruesa capa de nieve y hielo haciendo imposible la vida humana en la superficie.
Los últimos supervivientes de la humanidad se concentran en el Snowpiercer, un tren en perpetuo movimiento construido antes del desastre por un ingeniero visionario llamado Wilford (Ed Harris). Es un tren de enorme longitud con suficiente poder como para atravesar la nieve y el hielo que a veces cubren las vías y en cuyo interior climatizado se ha establecido un nuevo régimen social rigurosamente dividido en clases: en los vagones de cola se hacinan cientos de personas en miserables condiciones, alimentándose de barras de proteínas que les proporcionan los policías que trabajan para los pasajeros de los lujosos vagones delanteros, a los que aquéllos tienen prohibido acceder. Sobre todos ellos gobierna Wilford, convertido en una suerte de paternal figura divina que vive recluido junto a los motores de proa.
Inspirado y ayudado por mensajes secretos que le llegan de las secciones delanteras, Curtis Everett (Chris Evans), comienza una revolución de los pasajeros pobres que consiguen arrollar a los guardias armados cuando se dan cuenta de que sus rifles ya no tienen balas. Él y sus seguidores inician entonces un viaje por el interior del tren con el fin de llegar a la sección frontal que gobierna el vehículo, un viaje de descubrimiento exterior e interior, de maravillas, muerte, esperanza y decepción.
A primera vista, la premisa sobre la que se apoya “Snowpiercer” parece extraña, incluso absurda: un grupo de humanos refugiados del desastre climático en un tren que nunca se detiene y que, además, se dedican a matarse unos a otros. Sin embargo, de esa extravagante proposición Bong Joon Ho destila una hipnótica fábula distópica. Y es que aunque muchos de los futuros distópicos que pueblan la ciencia ficción son, si se examinan de cerca, absurdos, los mejores son aquellos que: A) revelan algo sobre el mundo en el que vivimos hoy; y B) cuentan una gran historia sobre gente real en una situación imposible. Juzgado de acuerdo a esos estándares, “Snowpiercer” es una gran distopia.
Para empezar, el claustrofóbico mundo futuro producto de la catástrofe climática está magníficamente presentado. Hay pequeñas líneas de diálogo, aparentemente triviales, que muestran al espectador lo mucho que ha cambiado el mundo. Por ejemplo, cuando el ingeniero Namgoong Minsoo (Song Kang Ho) es despertado de su criosueño para que ayude a los revolucionarios, exclama: “No puedo creerlo. Marlboro Lights”, “Los cigarrillos llevan extintos diez años”.
Hay otros momentos menos amables pero igualmente reveladores de la inhumanidad en que han caído los supervivientes, como cuando Andrew (Ewen Bremner) es castigado por tirarle un zapato a la ministra Mason (Tilda Swinton): los guardias abren un pequeño agujero en la pared del tren y sacan a la fuerza el brazo del ofensor, donde queda expuesto durante siete minutos a la gélida temperatura exterior mientras la ministra lanza un horrible discurso sobre la necesidad de mantener el orden social. Acto seguido, meten al desgraciado de nuevo en el tren y golpean el ahora completamente congelado brazo con un mazo, rompiéndoselo en pedazos. La mezcla de maldad y cotidianeidad de esa escena no sólo resulta impactante, sino que describe con acierto la desgraciada vida que sobrellevan sus pasajeros más desfavorecidos y deja bien claros los motivos últimos de su insurrección.
Otros momentos que describen esa opresión son igualmente escalofriantes, como cuando los guardias se llevan a los niños pequeños hacia un destino desconocido, o cuando los ricos necesitan un violinista y secuestran a la fuerza a un anciano, golpeando brutalmente a su mujer cuando protesta.
“Snowpiercer” es un film paradigmático de lo que en ciencia ficción se denomina “ruptura conceptual”, una modalidad narrativa en la que el protagonista hace un descubrimiento que cambia todos los parámetros que regían su mundo o bien explica la verdadera naturaleza del mismo. En literatura podemos encontrar ejemplos como “Huérfanos del Espacio” de Robert A. Heinlein, “La Nave Estelar” de Brian Aldiss, “Anochecer” de Isaac Asimov o “El Señor de la Luz” de Roger Zelazny, por nombrar solo unas pocas de las muchísimas novelas que abordan ese tema. En el ámbito cinematográfico pueden señalarse títulos como “Abre los Ojos” (1997), “Dark City” (1998), “El Show de Truman” (1998), “Matrix” (1999), “Moon” (2009) u “Oblivion” (2013), aunque el ejemplo más famoso sea –ya en el ámbito del terror- “El Sexto Sentido” (1999).
En “Snowpiercer” el viaje que emprenden los rebeldes a través de las diferentes secciones del tren va proporcionando cada vez más información acerca de la forma en que ellos ven el mundo que ha gobernado sus vidas: atraviesan vagones con escuelas, maravillosos jardines hidropónicos o acuarios, prueban el sushi por primera vez… Descubren no sólo el mundo que aguarda más allá de sus miserables compartimentos, sino que muchas de las cosas que creían o daban por sentadas eran falsas. El clímax de esa revelación, conseguida pagando un alto precio en sangre y cordura mental, tiene lugar cuando Curtis llega hasta el mismísimo “creador”, Wilford, y alcanza la comprensión total sobre el sistema que gobierna el tren. Sin entrar en spoilers, ese momento es también cuando el espectador se da cuenta que ha sido “engañado”, que no se halla ante una simple historia sobre los pobres que luchan por mejorar su situación.
El tren se convierte de esta forma en una alegoría en virtud de la cual el movimiento hacia los compartimientos de proa equivale al ascenso por la escala social. Puede que el movimiento “Ocupa” que nació en Estados Unidos en 2009 –y cuya “rama” española se conoció como “Indignados”- haya fracasado, pero sus ideas han encontrado acomodo en un sorprendente número de películas. Es evidente, por ejemplo, el discurso marxista subyacente en “Los Juegos del Hambre: En Llamas” (2013) y “Snowpiercer” es un caso todavía más extremo en el que todo el argumento se apoya en la idea de una clase social maltratada que se rebela para derribar un sistema que asegura privilegios a la minoría que gobierna por la fuerza.
El tren es mucho más que una alegoría social: un medio de transporte que no lleva a parte alguna; es el mundo, pero también una prisión; un calendario, porque su recorrido alrededor del mundo le lleva un año exactamente; una máquina, pero también un personaje con entidad propia; o una serpiente que devora su propia cola, ilustrando cómo el mundo se mueve en círculos.
Como curiosidad que puede aportar mayor conocimiento acerca de cómo se plantea y desarrolla la película, cabe decir que una parte relevante de la misma es un claro homenaje a “El Acorazado Potemkim” (1925) de Sergei Einsenstein, un film sobre la revuelta antizarista que tuvo lugar a bordo de ese navío. Muchos detalles en la primera parte de “Snowpiercer” remiten a ella, como los marineros durmiendo en el atestado interior del barco o la comida contaminada por insectos (las barras de proteínas que reciben los pasajeros de los vagones de cola resultan estar elaboradas con esos animales). Einsenstein, además, experimentó con el montaje y con la utilización de angulaciones inusuales, algo que también vemos en esta primera sección de la película. Y, por supuesto, el propio tema de la historia y su desarrollo en actos más o menos diferenciados: exposición de las injusticias, insubordinación y castigo, rebelión, represión y huida hacia una posible autodestrucción.
Hay también un contenido filosófico y simbólico que reproduce los elementos más característicos de una antigua herejía cristiana conocida como gnosticismo. Es un tema que daría para mucho y que escapa al espacio e intención de este artículo, pero valga decir que esta filosofía surgida en el siglo II de nuestra era propugnaba que el dios de este mundo, el Demiurgo (el ingeniero Wilford), es una divinidad loca que creó un universo imperfecto (el Snowpiercer) en el que se halla atrapada la humanidad (los pasajeros de cola). Ese mundo lleno de faltas tortura al hombre y la única forma de escapar es obtener conocimiento del mundo (en oposición a la fe) y utilizarlo para romper las barreras que nos separan del mundo verdadero y llegar a la auténtica y remota divinidad, el Pleroma (la máquina del tren). Para impedirlo están los Arcontes, subordinados del Demiurgo que gobiernan el mundo (desde la ministra Mason hasta los guardias armados). Encontramos también la figura del mesías que traerá el conocimiento a la Tierra (Curtis) y símbolos asociados al gnosticismo como el círculo con una cruz inserta (en la sala de máquinas) o el ouróboros o serpiente que se muerde su propia cola (representado por el propio tren, cuya trayectoria real y figurada, geográfica y social, se mueve en círculos). Como decía, un enfoque que permitiría un texto mucho más denso y largo que el presente,
En el apartado visual, “Snowpiercer” tiene algunas magníficas escenas de acción –especialmente el brutal ataque de los policías con visores infrarrojos y armados con hachas-, realizadas sin ayuda de CGI o cargante cámara lenta. El director recurre tan solo a una buena coreografía, planos precisos y una iluminación con la que extraer la máxima “belleza” de escenas que parecen salidas de un comic-book. Pero este es más un film conceptual que de acción pura y dura. Quizá lo más chocante de esas secuencias no sea tanto su violencia, sino la implicación que se oculta tras ella: la naturaleza humana es tal que incluso al borde de la extinción es capaz de dirigir contra sí misma una inmensa cantidad de odio y furia. Las vidas perdidas parecen un precio excesivo a tenor del vacuo objetivo final: llegar a la parte delantera de un tren del que nadie puede salir.
Bong Joon-Ho se apoya en su director de fotografía, Hong Kyung Po, y el equipo de efectos especiales para crear un espectacular claroscuro en el que la suciedad y miseria del interior de los vagones de cola contrastan con la blancura inmaculada del paisaje circundante –al que los pasajeros de esos vagones no tienen acceso hasta bien entrada la película-. El mundo exterior, del que ha sido borrado el ser humano, se antoja como un lugar luminoso, abierto y puro en contraposición con el mundo interior del tren, claustrofóbico, oscuro y corrupto. Además, conforme Curtis y sus hombres van avanzando hacia las secciones delanteras, la fotografía de la película va adquiriendo poco a poco más luz. La parte trasera es siniestra, mugrienta y sin ventanas. A medida que la trama va moviéndose hacia la parte “noble” del tren, los colores son más cálidos y la visión del paisaje exterior aligera la angustiosa sensación de encierro.
El trabajo interpretativo es sólido, con un reparto encabezado por un Chris Evans que demuestra su versatilidad más allá de las superproducciones Marvel. A veteranos de la talla de Ed Harris o John Hurt les basta con aparecer en pantalla para dotar a la película de carisma y fuerza. A destacar especialmente el papel que realiza Tilda Swinton, quien, según ella misma afirmó, construyó su odioso personaje de la ministra Mason fijándose en Margaret Thatcher. Es, evidentemente, una interpretación exagerada de un funcionario sádico y devoto de la autoridad superior, pero aún así, de alguna forma, inyecta una capa de vulnerabilidad y patetismo que resulta a la vez hilarante y triste.
“Snowpiercer” es una distopia fascinante que, como las mejores representantes de ese subgénero, realiza agudas observaciones sobre nuestra estupidez, crueldad y cortedad de miras. Apoyándose en una sobresaliente factura visual que equilibra sin efectismos vacíos el realismo más sucio con lo surrealista y grotesco, Bong crea un memorable estudio tanto de los personajes individuales que protagonizan el drama como de la naturaleza humana en general. Sin duda, uno de los mejores filmes de ciencia ficción de 2013 que merece la pena recuperar pese a su desastrosa distribución.
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