El cine había tardado demasiado en responder al clima de inquietud social que se vivía en Estados Unidos desde la segunda mitad de los sesenta. Fue necesario el inesperado éxito de una película independiente como “Easy Rider” (1969) para que los ejecutivos de los grandes estudios se dieran cuenta de que había un público ávido de ver reflejados en la pantalla sus temores y esperanzas. La ciencia ficción no era ajena a ello y así a comienzos de la década de los setenta ya se había agotado el impulso que películas como “2001 Una Odisea del Espacio” (1968) o series televisivas como “Star Trek” (1966) habían dado a la aventura interestelar. Aquel falso amanecer que apuntaba a los optimistas temas del descubrimiento de vida alienígena y la supertecnología benévola quedó ensombrecido por la recesión económica, la guerra del Vietnam, el escándalo Watergate y una hiriente división social.
“El Planeta de los Simios” (1968) había inaugurado una era en la que la que los finales felices no tenían por qué ser la norma. De hecho, con el inicio de la nueva década, los temas recurrentes de las películas de CF se tiñeron de pesimismo e introversión. De escenarios de amplias miras en los que se contactaba con una inmensa variedad de seres extraterrestres se pasó a historias que no abandonaban la Tierra; una ciencia y tecnología sobre las cuales se apoyaba el inagotable desarrollo hacia futuros cuasiutópicos se transformaron en disciplinas fuera de control que ponían al borde del precipicio no sólo a la Humanidad sino al propio planeta. Los miedos tecnológicos que dieron lugar a las películas de científicos locos de los años treinta y a las de monstruos de los cincuenta, se ampliaban ahora para dar cuenta del ocaso y caída de la civilización humana.
En unos cuantos años, gracias a gente como George Lucas o Steven Spielberg, se recuperaría la visión luminosa de la ciencia-ficción, pero por lo pronto las pantallas las dominaban cintas tan oscuras como “Naves Silenciosas”, “La amenaza de Andrómeda”, “La fuga de Logan”, “Cuando el destino nos alcance” o la que ahora comentamos, “El último hombre…vivo” (el título original era el bastante más elegante “The Omega Man”). Charlton Heston, que una década antes se había convertido en el símbolo de los films épicos de Hollywood, se transformó en el icono de esa nueva era dentro de la CF cinematográfica. Tras “El Planeta de los Simios”, protagonizó esta película, en la que se enfrentaba a violentos mutantes en un escenario postapocalíptico.

Por el día vagabundea por las desiertas calles de Los Ángeles, sintiéndose una suerte de rey sin

Neville acaba encontrando un pequeño enclave de supervivientes que han huido al entorno, comienza una relación sentimental con una de ellos, Lisa (Rosalind Cash) y empieza a trabajar en un suero que protegerá a sus nuevos compañeros de la enfermedad y les permitirá, con el tiempo, repoblar el planeta.

“Soy Leyenda” fue objeto de interés por parte de los cineastas desde poco después de su publicación. La Hammer invitó a Matheson a Inglaterra en 1957 para trabajar en el guión de una adaptación que se titularía “Criaturas Nocturnas”, pero desavenencias con la censura dieron al traste con el proyecto. Hammer Films vendió los derechos a Robert L.Lippert, que colaboró con otro guionista en lo que acabaría siendo “El último hombre sobre la Tierra” (1964), una producción italiana protagonizada por Vincent Price. Esta versión intentó ser fiel al libro pero las carencias de presupuesto la lastraron tanto como sus deficiencias argumentales. Matheson renegó de ella –aparece en los créditos oculto tras el seudónimo de Logan Swanson- esperando tener más suerte en la próxima ocasión. Tampoco pudo ser.
Porque “El último hombre…vivo” carece completamente de la sugestión terrorífica de su referente

La cura del virus resulta ser algo tan sencillo como extraer suero a partir de la sangre del protagonista

El mensaje último de la película, a diferencia de lo que ocurría en la novela, es ambiguo: la ciencia se presenta primero como instrumento del apocalipsis en la forma de armas biológicas pero luego es gracias a ella que se puede hallar la solución al problema. A diferencia del libro, Neville aparece siempre como el héroe que no se equivoca en sus apreciaciones morales. En un cine solitario, se sienta a ver la película de “Woodstock” burlándose con sarcasmo de los lemas hippies, pero luego está dispuesto a formar parte de una nueva “comuna” de supervivientes que recuerda mucho a las que proliferaron por aquellos años entre los “niños del amor”. Eso sí, su guerra contra los mutantes encapuchados -representantes de la contra-cultura fanatizada- está más que justificada y los guionistas –quizá a sugerencia del reaccionario Heston- no dudan en dejarlo bien claro: cuando el hijo de Lisa (Eric Laneuville) trata de convencer a los mutantes para llegar a un acuerdo con Neville, la única recompensa que obtiene su inocencia es un asesinato brutal.
La película trata de incorporar algo del conocido final de la novela en la escena en la que Matías le dice a Charlton Heston: “Has matado a tres de nosotros. Eres tú, Neville, el ángel de la muerte”. Sin embargo, es una frase aislada, casi casual, que carece de la siniestra ironía que destila el momento equivalente del libro en el que Neville se da cuenta de que se ha convertido para los vampiros en el monstruo que tradicionalmente aquéllos eran para el hombre.
A pesar de la debilidad argumental y los saltos de ritmo, “El último hombre…vivo” cuenta con

También podemos mencionar el hecho de que la chica, Lisa –aunque presentada a la media hora de comenzar el film mientras que su papel en el libro solo tiene lugar muy hacia el final- sea interpretada por una actriz negra, Rosalind Cash, en lo que constituye una de las primeras relaciones sentimentales interraciales que pudieron verse en una película americana.


De las tres películas de CF que en estos años apoyaría y protagonizaría Charlton Heston (las otras

El que casi sesenta años después nadie haya sido capaz de realizar una adaptación fiel de la novela de Matheson, o bien dice muy poco del talento de los guionistas –y del público- de la industria de Hollywood, o bien mucho del talento del escritor al concebir una obra muy visual y aparentemente cinematográfica pero cuya densidad conceptual y psicológica la hacen casi intraducible al lenguaje del celuloide.
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