En 1798, el economista británico Thomas Malthus publicó su “Ensayo sobre el Principio de la Población y sus Efectos sobre la Mejora Futura de la Sociedad”. En él, argumentaba que cualquier situación utópica de paz y abundancia sería impracticable a causa de la tendencia de las poblaciones, en ausencia de los controles “naturales” (guerra, hambre y enfermedad), a incrementarse exponencialmente, lo que a su vez provocaría un agotamiento de los recursos naturales. En la segunda edición del trabajo, en 1803, introdujo un posible control adicional –aunque con poca convicción en su efectividad-: el control voluntario de la natalidad basado en la contención moral.
Malthus ha sido debatido, discutido, defendido, atacado, reinterpretado… pocos economistas en la historia han levantado tanta polémica. El negro futuro que retrataba fue mayormente ignorado por la ciencia ficción hasta la década de los sesenta del pasado siglo, cuando comenzaron a proliferar obras distópicas nacidas tras la toma de conciencia de una serie de graves problemas de carácter mundial, más evidentes cuanto mayor era el desarrollo tecnológico e industrial alcanzado: superpoblación, contaminación, disparidades sociales, agotamiento de recursos….
A pesar de su retraso en abordar la cuestión, la ciencia ficción lo hizo antes que los tecnócratas e

A medida que la preocupación por el problema fue extendiéndose, más escritores lo fueron incorporando a sus novelas, entre ellos Isaac Asimov (“Bóvedas de Acero”, 1954), Frederik Pohl (“Los trabajadores del censo”, 1956), Robert Silverberg (“Señor de la Vida y la Muerte”, 1957), J.G.Ballard (“Bilenio”, 1961), Lester del Rey (“El Undécimo Mandamiento”, 1962), por nombrar solo los más importantes.
Y entonces, en 1966, se publicó la novela que ahora comentamos, una de las aproximaciones más poderosas y claras al tema de la superpoblación.
Nueva York, 1999. La población ha superado los 35 millones de habitantes y los recursos para

En este contexto, las protestas y manifestaciones son continuas y la policía utiliza todas sus energías en reprimirlas, sin tiempo para investigar los asesinatos que se producen a diario en la ciudad. Uno de esos policías es Andy Rusch, que comparte un minúsculo apartamento con el viejo Sol, representante de tiempos mejores que ahora parecen una lejana utopía.

Resulta chocante que Harrison, más famoso por sus ligeras series satíricas (“Billy, Héroe Galáctico”, “Universo Cautivo”) sea capaz de cambiar de registro tan radicalmente y presentarnos una historia pesimista, desprovista de grandes acontecimientos y que se acerca más a una agobiante crónica de las tribulaciones diarias de sus personajes. Al lector no le queda siquiera el alivio de un final feliz: Rusch, en lugar de una recompensa por su entrega y sacrificio, es degradado para salvarle la cara a su superior; Sol fallece y la chica se ve obligada a abandonar lo que podría haber sido el amor de su vida por una existencia de mercenaria sexual de alto standing. Todas estas desgracias no son más que pequeñas notas aisladas del desconsolado réquiem que entona la ciudad.
Sin duda, mucho más famosa que la novela es la película que en 1973 “adaptó” el relato de Harrison

Hay una diferencia aún más fundamental. En la película el mensaje final gira alrededor de la eutanasia más o menos forzada: los ancianos deben sacrificarse para dejar paso –y alimentar, literalmente- a las generaciones más jóvenes. En la novela, sin embargo, el acento se pone sobre el extremo opuesto de la vida del hombre: el nacimiento.
“Te diré lo que cambió —dijo Sol, agitando la bota delante de Shirl—. Llegó la medicina moderna. Todo podía curarse. La malaria fue erradicada junto con todas las otras enfermedades que habían estado matando a gente joven y manteniendo bajo el nivel de la población. Llegó el control de la muerte. Los viejos vivían muchos más años. Se salvaban muchos niños que antes hubieran muerto. Pero el ritmo de procreación era el mismo, y continuaba siéndolo: por cada dos personas que mueren nacen tres. De modo que la población empezó a duplicarse... y sigue duplicándose a un ritmo cada vez más rápido. Padecemos una plaga de gente, una enfermedad de gente infestando el mundo. Tenemos más gente que vive más tiempo. Tiene que nacer menos gente, esa es la respuesta. Tenemos que contrarrestar el control de la muerte con el control de la natalidad”.

En 1966, cuando se publicó la novela, la píldora anticonceptiva era algo nuevo que desató una fuerte polémica, en no poca medida por los argumentos del sector religioso: “¡Deja de hablar de niños muertos! —gritó Sol (…) No hay niños involucrados en esto, ni vivos ni muertos, excepto en los obtusos cerebros de los idiotas que repiten lo que han oído sin comprender una sola palabra (…) ¿Cómo puede matarse a alguien que nunca existió? Todos nosotros somos ganadores en la carrera ovárica, pero nunca he oído que alguien se lamentara por, si disculpas el término biológico, los espermatozoides que resultaron perdedores en la carrera”.
En 1973, las agrias discusiones –que aún no han finalizado- ya comenzaban a trasladarse no tanto hacia la píldora como hacia el aborto: en 1971, Lorraine Rothman y Carol Downer, fundadoras de un movimiento feminista, inventaron el Del-Em, un método seguro y barato de succión que facilitaba el acceso al aborto. Pero Heston, propietario de los derechos de adaptación al cine de la novela, era un firme opositor a tal práctica y decidió introducir a cambio el tema de la eutanasia, quizá menos conflictivo en un país en el que ya se había intentado hacía menos de un siglo legalizar tal acto.
Con el aumento de la población, llega la otra gran pesadilla del mundo actual: el deterioro del medio ambiente. No, aquí no estamos hablando de una catástrofe puntual pero devastadora como un meteorito o un virus que arrasa los cultivos de la Tierra, sino de una paulatina y creciente depredación de los recursos naturales, producto tanto de la superpoblación como del autoengaño de toda una civilización: creer que el modelo de crecimiento económico es compatible con la finitud de recursos naturales. Harrison no da una solución. Tampoco lo pretende. Se limita a describir el problema, un problema del que fue pionero en tomar conciencia y que hoy no sólo no se ha solucionado sino que se ha agravado aún más. Otra vez en palabras de Sol:
“La culpa, a mi entender, es de los corrompidos políticos y de los llamados conductores de masas

Es cierto que 1999 ha pasado, que el mundo camina hacia los siete mil millones que describe Harrison en el libro y que todavía –o al menos eso creemos- no se ha alcanzado el punto crítico que él menciona; que Estados Unidos cuenta ya con 314 millones de habitantes y que Nueva York, a pesar de sus veinte millones de almas –quince por debajo de la urbe de la novela- luce más bonita que nunca.

Y, por último, las palabras que Harrison ponía en boca de Sol y que he citado más arriba suenan tan actuales como hace cincuenta años. El problema que describía Harrison sigue ahí y el sombrío vaticinio de la novela continúa planeando sobre las grandes urbes de países subdesarrollados cuyas ciudades siguen creciendo en población y disminuyendo en capacidad para atender sus necesidades básicas: El Cairo, Johannesburgo, Jakarta, Mumbai, Sao Paulo… Ejemplos preocupantes de cómo la fertilidad de nuestra especie es capaz de neutralizar nuestros propios logros. En un mundo globalizado, sus problemas, más temprano que tarde, acabarán siendo también nuestros.
“Hagan Sitio, Hagan Sitio” no es una obra maestra; ni siquiera un libro perfecto. Tiene un buen ritmo y su estilo, reminiscente del de la literatura pulp por su agilidad y sencillez, facilita la lectura. Por otro lado, es un acierto ofrecer el punto de vista del hombre de la calle, una aproximación poco común en un género más proclive a la figura del héroe. Pero aquí no encontraremos ningún personaje que vaya a salvar el mundo. De hecho, apenas son capaces de sobrevivir ellos mismos, viéndose obligados a elegir entre opciones igualmente indeseables y a menudo fracasando en sus propósitos. En el futuro de Harrison, la justicia no siempre prevalece.

Pero a mi juicio el mayor problema de “Hagan Sitio, Hagan Sitio” es la ausencia de una línea argumental sólida que complemente el retrato de seis meses en las miserables y desesperadas vidas de sus protagonistas (en este sentido, si no en otros, la película de 1973 sí superó a la novela). El libro finaliza de forma abrupta y sin aportar sensación alguna de término, de remate; la persecución de Billy por parte del policía finaliza en un anticlímax tan insatisfactorio como la muerte de Sol.
No obstante y a pesar de lo dicho, es una obra interesante y recomendable por su evocador y gráfico retrato de una ciudad en descomposición, su estudio de personajes y en su calidad de portadora de un irrefutable mensaje que hoy, casi cincuenta años después, todavía no ha caducado.