Para mucha gente, es imposible escuchar la palabra “mutante” y no pensar inmediatamente en los X-Men, el venerable grupo de superhéroes de Marvel creado en los 60 y devenido franquicia multimillonaria que ha dominado la cultura popular en las últimas décadas. Pero lo cierto es que el subgénero de mutantes es muy anterior en la CF, habiendo ofrecido auténticas joyas literarias, normalmente con personajes cuyas capacidades extraordinarias tenían que ver con la mente, un aspecto, claro, no tan llamativo como hombres que disparan rayos por los ojos o que se convierten en hielo, conceptos éstos que, bien realizados, resultan mucho más atractivos en el cine.
Dentro
de los mutantes de la CF, los híbridos de humano y animal ocupan su propio
nicho. Pero, en realidad, se trata de una figura que se remonta a los orígenes de
la cultura humana, cuando aún pensábamos en nosotros como parte indisoluble del
mundo natural. Está presente en la mitología universal e incluso se han
encontrado pinturas rupestres que representan figuras que mezclan rasgos
humanos y animales.
Pero una vez el cine abordó el tema de la hibridación, estas ficciones pasaron a dividirse básicamente en dos ramas. La primera es la de los monstruos: humanos que se convierten total o parcialmente en animales o, a la inversa, animales que se metamorfosean en humanos, a menudo como producto del experimento de algún científico loco. Quizá la obra más notable de esta tipología sea “La Islade las Almas Perdidas” (1932). En los años 50 llegaron títulos como “La Mosca” (1958), “El Caimán Humano” (1959) o “La Mujer Avispa” (1959). La otra dirección es la del humano que desarrolla capacidades animales y, normalmente, se transforma en un superhéroe. Ahí entrarían los X-Men (o, al menos, algunos de ellos) o Spiderman.
Pero
en tiempos más recientes se ha explorado otra posibilidad: que esas criaturas
no sean ni monstruos ni superhéroes; que, cuando alguien empezara a mutar, por
cada característica que adoptara de un animal, perdiera otra propia de la
humanidad y que, de este modo, siempre estuviera incompleto. Esa es la base de
la coproducción franco-belga “El Reino Animal”.
Desde
hace dos años, por todo el mundo se están produciendo grotescas mutaciones que
hacen que la gente se transforme en todo tipo de animales. En Francia, Lana, la
esposa de François Marindaze (Romain Duris) y madre del adolescente Emile (Paul
Kircher) es una de las víctimas de esa enfermedad, en su caso transformándose
en una especie de felino. Tras una agresión a su hijo, las autoridades la
confinaron junto a otros muchos pacientes en un centro especializado a la
espera de hallar una forma de revertir o contener la enfermedad.
Ahora
la van a trasladar a otro lugar y, para estar cerca de ese nuevo centro y poder
visitarla con mayor facilidad, François y Emile se mudan al sur del país. El
primero encuentra trabajo de chef en un local turístico rural y el segundo se
matricula en el instituto del pueblo cercano. Durante una tormenta, uno de los
furgones que transportaba a estos seres híbridos tiene un accidente y varios de
ellos escapan a los espesos bosques que cubren la región. Uno de ellos es Lana
y François cae presa del pánico. No quiere que algún tirador la abata e inicia
una búsqueda frenética por su cuenta, recibiendo la ayuda indirecta de una
agente de la gendarmería local, Julia Izquierdo (Adele Exarchopoulos), molesta
por la intervención del ejército en todo este asunto.
Mientras
tanto, Emile trata de adaptarse a su nuevo instituto y establece una conexión
con otra alumna, Nina (Billie Blain), que padece trastorno por déficit de
atención con hiperactividad. Para su desgracia, él mismo empieza a mutar y
trata desesperadamente de ocultar su condición a un entorno hostil a las
“bestias”, como despectivamente las llaman. Y es que estos híbridos se dedican
a merodear por las proximidades del pueblo, asustando a residentes y turistas y
amenazando la economía local.
“El
Reino Animal” fue la segunda película del anteriormente guionista Thomas Cailley,
habiendo sido la primera “Les Combattants” (2014), así como varios episodios de
la miniserie de CF “Ad Vitam” (2018). “El Reino Animal” fue seleccionado para
el Festival de Cannes, participó en Sitges (ganando el galardón a los Mejores
Efectos) y obtuvo nominaciones y premios en múltiples certámenes y concursos,
entre ellos los César y los Lumiere (en estos últimos, Cailley ganó el de Mejor
Director).
Thomas
Cailley empezó a escribir el guion de “El Reino Animal” en 2019 junto a su
colaboradora Pauline Munier, atraído por la idea de mutación que, por una
parte, sirve de metáfora a la experiencia de crecer, de alcanzar la madurez
desde la adolescencia; y, por otra, permitía explorar la relación padre-hijo y
el tema de la transmisión generacional. También abre una puerta a la
observación de cómo se comporta una sociedad en la que aparece un elemento
disruptor que lo pone todo patas arriba, provocando cambios muy rápidos que
despiertan ciertos instintos, algunos deseables, como el amor incondicional, y
otros condenables, como la violencia y el rechazo.
El
guion de “El Reino Animal” no ofrece ninguna explicación relativa a las
mutaciones. Tan sólo sabemos que se producen, que existe miedo e incertidumbre
entre la población y desconcierto en las autoridades científicas y civiles
acerca de como encarar la situación, aunque se comenta que en Noruega se ha
dado el paso de tratar de integrar a esas criaturas con toda la normalidad
posible. Pero, en realidad, la película no necesita ninguna explicación al
respecto porque no es una película de trama sino de personajes, de cómo afrontan
sus respectivos miedos, qué sienten y cómo afecta este drama a sus vidas.
Y
es que esta historia de pandemia mutagénica podría haberse contado con un foco
mucho más amplio, global incluso, algo así como “Guerra Mundial Z”. Pero el
director/guionista decidió concentrarse en una región concreta de Francia y en
el drama familiar de dos personajes. Y es que lo que Cailley quería contar no
era una épica apocalíptica sino algo más pequeño pero, al mismo tiempo, más
universal: la evolución –mutación, podríamos decir- de la relación entre un
padre y un hijo, cómo se ven y tratan mutuamente en un proceso de rápidos y
dramáticos cambios. La mutación de Emile es, por supuesto, una metáfora del
tránsito a la madurez; y lo que François tiene que aprender es a, primero,
dejar que su hijo se transforme en lo que debe y, segundo, a vivir sin él.
Sobre ese núcleo emocional se construye el guion añadiéndole otras capas de
thriller, terror (en su modalidad de “body-horror”) y crítica social.
De
hecho, la película puede interpretarse también como una invectiva contra el
maltrato al que los humanos sometemos a los animales pese a ser, como nosotros,
seres que merecen vivir libres. Podemos dar un paso más allá y trazar otro
obvio paralelismo con el comportamiento de los individuos durante el estallido
de una crisis sanitaria (desde el SIDA en los 80 y 90 al más reciente
COVID-19). Aunque creo que las mutaciones están más relacionadas con la faceta médica,
la historia nos permite también ver “El Reino Animal” como un ataque al sexismo,
la homofobia, el racismo y, en general, la forma hostil y desalmada con la que
tratamos a aquellos que son diferentes o con los que no nos resulta fácil
identificarnos. Y en esta misma línea, la película nos plantea preguntas como
¿hasta dónde estaríamos dispuestos a llegar por aquellos a los que amamos?
¿Podemos sentir el mismo respeto o disposición a ayudar a quienes tienen poco
en común con nosotros?
Las
auténticas fortalezas emotivas de “El Reino Animal” se revelan una vez François
y Emile se mudan a su nuevo hogar. La historia se divide entonces en dos
subtramas: una con Françóis tratando de encontrar a su mujer al tiempo que
esquiva a la policía local; y la otra, más sustancial, con Emile adaptándose
sin éxito a su nuevo entorno y viendo cómo su relación con una chica se frustra
por la metamorfósis que él mismo está padeciendo. De nuevo haciendo uso de
pequeños detalles, vemos a Emile tratando cada vez con menos éxito de ocultar
su progresiva transformación en lobo ante sus compañeros de instituto: le
crecen uñas afiladas, sus sentidos se agudizan, le crece un pelo espeso y la
columna vertebral se le marca grotescamente a través de la piel.
Durante
un tiempo, todo eso lo puede disimular, pero a no mucho tardar, pierde la
coordinación de piernas y el sentido del equilibrio necesarios para montar en
bici, se le caen los dientes mientras almuerza con los amigos, los animales del
laboratorio reaccionan a su presencia… François lo descubre, pero lejos de
rechazarlo, le brinda su apoyo, cortándole las uñas y proporcionándole crema
depilatoria para así dilatar lo máximo posible el tiempo que puedan pasar
juntos.
El
arco de Emile, ya lo he dicho, es el más interesante y el que está tratado de
manera más detallada y emotiva. Al principio de la película, Emile rechaza a su
madre mutada, se avergüenza de ella. Cuando se presenta a sus nuevos compañeros
de clase, les dice que está muerta. No hacen falta secuencias de diálogos que
las expliciten, pero las razones están claras: más allá de sentirse incómodo en
la presencia de alguien que ya no reconoce, se siente frustrado por ver anulado
lo que considera su derecho a tener una adolescencia normal. Aunque es
irracional e injusto, culpa a su madre de la situación. Y esa actitud es la que
lo separa de su padre, que quiere mantener unida a la familia a toda costa. De
forma quizá poco sensata, desea que Lana viva con ellos y afronten juntos lo
que esté por venir.
Pero,
como en un cuento de hadas, la peor pesadilla de Emile se hace realidad. Justo
cuando el joven, en su rechazo de la anormalidad, llega al punto de desear que
su madre desaparezca, él también empieza a mutar. Y en esa transformación, va a
descubrir emociones positivas: su relacion con Nina, aunque breve, es posible
gracias a los cambios que está experimentando, como también su amistad con el
Hombre Pájaro. Su mutación le permite crecer más rápido, ser más fuerte y más
valiente. Y entonces, la relación con su padre se invierte, porque al principio
era François quien tenía las cosas meridianamente claras mientras que el
sentimiento de Emile era de rechazo y confusión; ahora, es el joven quien sabe
hacia dónde tiene que ir mientras que el padre se niega a perderle y deja se
sentir la seguridad de antaño, admitiendo ante Julia que no sabe qué le da más
miedo: si perder a su esposa o encontrarla. En el emotivo y abierto final, es
el valor de su hijo el que le inspira para dejarle libre.
Es
ya en la segunda mitad de la película, cuando las transformaciones de Emile se
hacen más evidentes, que el resto de los animales escondidos en el bosque
empiezan a verse con mayor claridad. Emile hace amistad con el Hombre Pájaro (Tom
Mercier), dándole comida, acondicionándole un lugar en el que pueda aprender a
volar y consolándole cuando aquél pierde la capacidad de hablar. Hay una
secuencia particularmente notable ya cerca del final, cuando Emile camina al
anochecer por el bosque viendo a a su alrededor, camuflados en el entorno,
híbridos de diferentes especies y estadios de transformación.
Inmediatamente,
aparecen los soldados, lanzan gas y empiezan a apresarlos. Es
aquí -y en las escenas con el grupo de vecinos vigilantes persiguiendo a las
criaturas y disparándoles a bocajarro- donde la película muestra con un bien
medido grado de emotividad el cruel contraste entre la bondad, solidaridad y
pacifismo de los híbridos y la crueldad y falta de empatía de los humanos.
(Quizá el producto que más se asemeje a esta película sea la reciente serie de
televisión “Sweet Tooth: El Niño Ciervo” (2021-2024), que bien podría estar
ambientada en la misma línea temporal que “El Reino Animal” pero unos pocos
años más tarde, con una sociedad colapsada y unos híbridos abiertamente
perseguidos y cazados).
Los
efectos visuales consisten en toques rápidos, sencillos y efectivos, como esa
escena de apertura en la que François y Emile están atrapados en un
embotellamiento cuando el Hombre Pájaro huye de un furgón de transporte
atacando fieramente a los guardias. En la siguiente escena, padre e hijo van a
visitar a Lana al hospital, donde no se nos muestra nada de su transformación
más allá de una silueta tras una mampara traslúcida, la marca de unas garras en
la pared y una figura de la que solo vemos la espalda hasta que se gira y la
cámara sólo enfoca unos ojos ya solo vagamente humanos.
El
trabajo visual con las criaturas es muy destacable, sobre todo teniendo en
cuenta que el rodaje se llevó a cabo principalmente en exteriores. Los diseños
preliminares a partir del guion los realizaron durante varios meses dibujantes
de comic y diseñadores conceptuales antes de empezar a buscar actores con
cuerpos peculiares o formas inusuales de mover esos cuerpos. Y luego hubo que
decidir la composición del mix tecnológico. Cailley no quería una apuesta total
por el CGI. Su visión era más orgánica, más concreta y decidió hacer todo lo
posible en el set de rodaje (sin pantallas verdes ni estudios con entornos
controlados) y lo mínimo en postproducción. Esto llevó a cuidar de forma
especial el trabajo de los actores, tanto en la aplicación de maquillaje y
prostéticos como en su mímica.
El
resultado fue una película de CF que, al contrario que otras muchas del género
demasiado dependientes de la tecnología digital, respira naturaleza y realismo.
Al rodar en localizaciones naturales, la cámara fotografía algo que está vivo,
que tiene movimiento, luz o sonido propios: el bosque, el viento, la luz, las
hojas… Todo esto es lo que marca el estándar de realismo, mientras que cuando
se rueda con pantalla verde, es la pericia de los técnicos de CGI la que debe tratar
de imitar la realidad, un proceso sobre el que el director y los actores ya no
ejercen un control real.
Si
hay una crítica que pueda hacérsele a “El Reino Animal” es su metraje de 130
minutos; un mal, por otra parte, que aqueja a muchas películas actuales. Las
ideas nucleares del film empiezan a perder gas hacia el final, empezando a
repetirse innecesariamente sólo para llenar lo que parece hoy el metraje
requerido por los estudios o las salas de exhibición.
Pero
ello no quita para que “El Reino Animal” sea una película interesante y hermosa
visualmente. Recuperando un tropo clásico y muy maltratado, Cailley cuenta una
historia emotiva que funciona a nivel literal y metafórico y cuyas ideas, sin
ser nuevas, sí están bien ejecutadas. Además, siempre resulta refrescante ver
producciones con caras menos familiares que las habituales de Hollywood y con
estilos visuales más interesados en conseguir momentos poéticos que espectaculares.
No
puedo evitar preguntarme cómo habría quedado esta película con un presupuesto
superior a los quince millones de euros de los que dispuso (y de los que solo
recaudó 9 millones). ¿Más dinero podría haber llevado a Cailley a ser más
ambicioso visual y conceptualmente? Puede ser, pero posiblemente también le
habría quitado a la película parte de sus méritos. Pese a un presupuesto
modesto (para lo que suelen ser producciones de CF) o precisamente gracias a
él, “El Reino Animal”, aunque no muestra el mundo que sugiere el título, sí es
un film en el que se ha volcado mucha dedicación y en el que se han adoptado
soluciones creativas que compensan sus carencias técnicas. Este tipo de
compromiso debe recibir el aprecio que merece, sobre todo si su propuesta
consigue llamar la atención del espectador desde la primera escena, incluido
aquel que no siente una particular afinidad por la CF más convencional.
A mí me pareció magnífica tanto por el manejo de los sentimientos de los personajes como por su fantasía sin caer en delirantes extravagancias. Para adultos y adolescentes
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