Nacido en 1917 en la localidad británica de Minehead, Somerset, Arthur Charles Clarke tuvo desde la infancia dos pasiones: la ciencia y la ciencia ficción. Su hermano Fred recordaría más tarde sus experimentos con cohetes, radio y fotografía; y en “Astounding Days” (1989), el propio Clarke rememoraría el giro que dio su vida cuando cayó en sus manos su primera revista de CF. Para cuando dejó la Escuela Huish en 1936 para marcharse a Londres y trabajar como funcionario, ya había contactado tanto con el fandom del género como con la Sociedad Interplanetaria Británica, fundada en Liverpool por Philip E. Cleator en 1933 (y en la que Clark desempeñaría el cargo de presidente a finales de los 40 y principios de los 50).
Como muchas de sus ficciones noveles, su primera historia publicada,
“Travel by Wire” (1937), sobre la teletransportación, apareció en un fanzine.
Después de haber pasado la Segunda Guerra Mundial trabajando con radares,
publicó en 1945, en la revista “Wireless World”, el primer artículo que
describía una posible red de satélites en órbita geosincrónica. En cuanto a sus
primeros cuentos vendidos profesionalmente, “Rescue Party” y “Loophole”,
encontraron acomodo nada menos que en “Astounding Science Fiction” en 1946.
Desde el principio, uno de los aspectos característicos de la ficción
espacial de Clarke fue su fascinación no por el dramatismo heroico sino por lo
que podría ser en un futuro próximo la vida cotidiana de los astronautas. Así,
no solió prestar mucha atención a las expediciones pioneras a otros mundos. Hay
excepciones, como el serial en seis partes publicado en el periódico “Evening
Standard” en 1956, “Venture to The Moon”, en el que describía el primer viaje
de la Humanidad a la Luna; un puñado de cuentos tratan sobre aterrizajes en
cometas o asteroides, como “Tránsito de la Tierra” (1971) o “Un Encuentro con
Medusa” (1971), que cuentan, respectivamente, cómo los primeros humanos llegan
a Marte y entran en la atmósfera de Júpiter; y “2001” (1968) y “Cita con Rama”
(1973) narran misiones sin precedentes para investigar artefactos alienígenas.
Normalmente, sin embargo, esas iniciativas se describen o mencionan únicamente
durante las etapas preparatorias o se recuerdan brevemente una vez han ocurrido.
El mejor ejemplo de lo antedicho es su primera novela: “Preludio al Espacio: Una Historia Convincentemente Realista del Vuelo Interplanetario”.
En el año 1978, la Humanidad está lista para completar su siguiente
paso en la exploración de su entorno: la primera misión tripulada a la Luna va
a partir en cuestión de semanas. El historiador norteamericano Dirk Alexson es
enviado a Londres, donde tiene su sede la institución sin ánimo de lucro que ha
coordinado el proyecto, Interplanetario: “He
dicho «británico», pero desde luego
no lo es. Más de una quinta parte de su personal es americano, y en la cantina
he oído todos los acentos imaginables. Es tan internacional como el
Secretariado de las Naciones Unidas si bien los ingleses aportan la mayor parte
de las fuerzas motrices del personal administrativo”.
Dirk tiene el encargo de documentar el evento para la posteridad y a tal fin estudia la documentación existente, se entrevista con burócratas, científicos e ingenieros y viaja a Australia, donde se ha construido la base de lanzamiento de la Prometeo. Y aunque se supone que su papel debe ser el de un observador imparcial, la magnitud del acontecimiento y el impacto que de seguro tendrá sobre el futuro de la sociedad humana acaban afectándole, hasta el punto de que, conforme va acercándose el día señalado, se da cuenta de que este trabajo será el más importante de toda su carrera.
La historia de la publicación de “Preludio al Espacio” siguió las
pautas frecuentes de la época. Clarke escribió la novela en un solo mes en
1947, pero no fue hasta 1951 que consiguió publicarla en la revista “Galaxy
Science Fiction”, siguiendo una edición en libro en 1953. Menos habitual es que
no se trate de una expansión o reformulación de uno de sus cuentos. Clarke,
nada más completarla, la menciona en una carta a Lord Dunsany fechada el 18 de
agosto de 1947, llamándola “una versión ficcionalizada” de un ensayo suyo de
1946, “El Desafío de la Nave Espacial”. Sin embargo, cuando añade en la misiva que
la novela enfatiza “los aspectos
sociológicos y filosóficos del tema”, ya reconoce que, a pesar de la
conexión entre ambos escritos, ésta es completamente diferente de aquél y de
otras crónicas ficticias sobre las primeras misiones a la Luna.
Y ello, en primer lugar, porque los invariables protagonistas de esas
aventuras eran las tripulaciones de las naves, mientras que Clarke adopta el
punto de vista de un historiador encargado de registrar para la posteridad el
evento y que se relaciona principalmente con los científicos y burócratas que
trabajan en el proyecto. Los candidatos a formar parte de la tripulación, por
el contrario, son personajes secundarios y el único que cuenta con cierto
desarrollo acaba, de hecho, excluido de la misión. Y, en segundo lugar, porque
en la mayoría de los relatos centrados en el tema, el lanzamiento de la nave
tenía lugar al principio o poco después, concentrándose el grueso de la acción en
el viaje y llegada a la Luna, la exploración de su superficie y el regreso a la
Tierra. En cambio, “Preludio al Espacio” dirige su mirada exclusivamente al
proceso de construcción del cohete, finalizando justo cuando éste se lanza.
Sólo un epílogo, ambientado décadas en el futuro y escrito desde la Luna,
revela indirectamente que aquel vuelo tuvo éxito.
Este inusual planteamiento incluye interesantes observaciones sobre el
futuro del Hombre en el Espacio. El auténtico avance no debería ser alcanzar
otro mundo en calidad de hito excepcional, sino dominar la tecnología para que
tales viajes se conviertan en rutinarios. Esto supone un esfuerzo titánico que involucra
a miles de científicos, técnicos y administradores además de los “virtualmente
ilimitados fondos” que sólo los gobiernos y las grandes instituciones podrían
suministrar. Tal planteamiento separa radicalmente la visión del británico
Clarke de la de otros escritores norteamericanos contemporáneos como Heinlein,
quien fantaseaba con que el capital privado financiaría este tipo de proyectos
impulsado por la promesa de beneficios (como en su cuento “El Hombre que Vendió
la Luna”, 1951, incluido en su “Historia del Futuro”). Para Clarke, el vuelo
espacial no sería inventado y desarrollado por algún genio solitario trabajando
en su granero, como había fantaseado también Heinlein en “Cohete Galileo” (1947).
Pero es que, además, Clarke también nos dice que los participantes en
misiones espaciales no serían héroes de talla épica sino pilotos y técnicos
bien adiestrados que, al disponer de datos sobre su destino previamente
recogidos por observaciones astronómicas y sondas automáticas que les
precedieron en el viaje, llevan a cabo su misión de una forma mayormente
predecible y relativamente sencilla y segura; nada que ver con los inmensos
desafíos que, antes que ellos, hubieron de afrontar científicos, ingenieros y
administradores para que el viaje espacial fuera posible.
Por estas razones, “Preludio al Espacio” parece la mejor predicción que consiguió la CF de lo que sería, en 1969, al auténtico alunizaje. Tal y como puede comprobarse en los muchos libros que se han publicado sobre el programa Apollo, el trabajo de los esforzados y a menudo incomprendidos pioneros de la astronáutica y el proceso de preparar la misión resulta mucho más apasionante que la tranquila llegada y estancia de Neil Armstrong y Buzz Aldrin en la Luna. La misión exigió años de inmensurables esfuerzos e inversión de talento y dinero; los astronautas fueron “tan sólo” la punta del iceberg, las caras visibles de un inmenso equipo tan cualificado como ellos.
Es llamativo que Clarke predijera también que la tripulación de
aquella primera misión lunar constaría de tres hombres y que los astronautas
televisarían el acontecimiento de su alunizaje: “Antes de salir de la nave radiarán una descripción de todo lo que vean,
y la cámara de televisión estará funcionando. De manera que tendremos algunas
imágenes perfectas”. Sí,
Clarke
se equivoca al describir una nave espacial propulsada por energía atómica y un
lanzamiento mediante una rampa ascendente situada en el desierto australiano,
pero estos fallos parecen intrascendentes al lado de su certera visión en otros
aspectos más relevantes.
En el caso particular de la energía atómica, hoy la radioctividad es un fenómeno que pone muy nerviosa a la gente, y con razón. En la década de 1950 se llevaron a cabo algunos experimentos nucleares que demostrarían el impacto a largo plazo de las sustancias radiactivas liberadas en la atmosfera; pero en el momento en que Clarke escribió esta novela todo eso no se conocía bien. Se menciona varias veces la radioactividad en torno a los motores del cohete, pero no se considera un motivo de gran preocupación.
Los futuros que Clarke solía imaginar en sus ficciones eran, por lo
general, bastante optimistas, rozando incluso lo utópico, y esta su primera
novela no es una excepción. “Preludio al Espacio” es un cruce de carta de amor
al potencial del Hombre y propaganda de un programa espacial (en el que, de
forma bastante infundada, él esperaba que su país natal jugaría un papel
importante). Quiso creer que el trauma de la Segunda Guerra Mundial (recordemos
que escribió la novela sólo dos años después de su finalización y el trauma aún
estaba muy reciente) cambiaría la forma en que la gente vería los conflictos
armados y las relaciones internacionales y ello llevaría a una cooperación global
en la aventura del espacio.
Irónicamente, la Historia discurrió no de forma diferente sino opuesta. Fue la tensión entre los bloques capitalista y comunista lo que le dio al programa espacial de Estados Unidos y la Unión Soviética un inmenso impulso. La necesidad de los Estados Unidos de proveerse de tecnología aeroespacial avanzada para uso bélico y de demostrar al mundo su superioridad, llevó al alunizaje nueve años antes de lo que Clarke predijo en su novela.
Muchas de las ficciones de Clarke, ya lo he dicho, presentaban futuros
en los que la Ciencia, la Lógica y la Razón triunfaban sobre las disputas
intrascendentes, las diferencias ideológicas y el dogmatismo religioso. Aunque
este último punto, reconocía, sería particularmente arduo de erradicar. Clarke
no tenía una opinión demasiado positiva de las religiones y aquí lo refleja en
un individuo que representa una de sus peores facetas, aquélla que permite o
anima a sus seguidores a cometer actos violentos:
“Jefferson Wilkes creía que el
intento de penetrar en el espacio tenía que traer sobre la Humanidad un fatal
sino metafísico. Había incluso pruebas de que consideraba la Luna como el
Infierno o, por lo menos, como el Purgatorio. Toda llegada prematura de la
Humanidad a aquellas regiones infernales, tenía forzosamente que traer
incalculables y, para decir lo menos, infortunadas consecuencias. A fin de
encontrar apoyo para sus ideas, Jefferson Wilkes hizo lo que millares antes que
él habían hecho. Trató de convertir a los demás a sus creencias formando una
organización a la cual dio el ampuloso lema de: «Los Cohetes No Deben
Elevarse». En vista de que toda doctrina, por fantástica que sea, encuentra
siempre adeptos, Wilkes reclutó algunos partidarios entre las obscuras sectas
religiosas que florecen exóticamente en el oeste de los Estados
Unidos. Muy rápidamente, sin embargo, el microscópico movimiento fue disputado
por el cisma y contracisma. Al final de todo el fundador se encontró con los
nervios destrozados y las finanzas por el suelo. Si queremos establecer
claramente una sutil distinción, diremos que se volvió loco”.
Locura que le lleva a intentar sabotear el cohete y que también, combinada con su ignorancia, le hace fracasar con resultados dramáticos para sí mismo.
En su libro de divulgación “La Exploración de la Luna” (1954), Clarke
destacó la teoría de que la vida en una gravedad más reducida que la de la
Tierra podría aportar beneficios para la salud: “Se ha sugerido que la Luna podría ser el lugar ideal para gente con
corazones débiles o problemas musculares y que la esperanza de vida podría ser
considerablemente más larga que en la Tierra. Si ese demuestra ser el caso, la
colonización de la Luna podría justificarse aunque sólo fuera por motivos
médicos. Pero ya en “Preludio al Espacio” apunta ya algo al respecto cuando,
en el epílogo, se nos revela que Alexson, que tiene problemas del corazón, se
ha mudado a nuestro satélite: “Hacía más
de diez años que los especialistas del corazón le habían dado tres años de
vida; pero los grandes descubrimientos médicos realizados en la base de la Luna
habían llegado a tiempo para salvarlo. Bajo un sexto de gravedad, donde un
hombre pesaba menos de quince kilos, un corazón que en la Tierra hubiera
fallado podía seguir latiendo todavía durante años”.
Es este Alexson anciano quien, con la perspectiva que le da el tiempo, puede entonces mirar a la Tierra desde la Luna y recordar lo que se ha logrado y lo que puede estar por venir: “Saliendo de los terrores y los sufrimientos de la Segunda Era Sombría, amaneciendo libre. ¡Oh, que pueda ser para siempre! De las sombras de Belsen e Hiroshima, el mundo avanzaba hacia un espléndido amanecer. Al cabo de quinientos años había vuelto el Renacimiento. El alba, que aparecería por encima de los Apeninos al final de la larga noche lunar, no sería más brillante que la era a la que acababa de dar vida”.
Hablando de personajes, ya desde el principio de su carrera, muchos de
los que imaginaba Clarke carecían de relaciones personales dignas de mención,
como es el caso aquí de Alexson. Aunque no se especifica su edad, un comentario
suyo, “hace cerca de quince años que no
me he dedicado a la ciencia; y además no la había tomado nunca muy en serio
tampoco”, sugiere que tiene al menos unos treinta años. Y, sin embargo, jamás
menciona a ningún familiar, esposa, novia o amigos, ni siquiera en el epílogo,
cuando es un anciano que echa la vista atrás para examinar su vida.
Aunque interactúa con científicos, administradores y uno de los astronautas,
Alexson no contribuye en nada al éxito de la misión lunar y, generalmente, su
actitud es siempre reservada: “De cuando
en cuando aparecían Matthews o su jefe para hacer un poco de conversación,
pero, en general, lo dejaban tranquilo, sabiendo que éste era su deseo.
Anhelaba ser dejado en paz hasta haber estudiado y profundizado los centenares
de memorias y libros que Matthews le
había procurado". Un momento revelador llega cuando habla con
Victor Hassell, uno de los candidatos a formar parte de la tripulación: "Sólo, una vez Hassell se hubo marchado, Dirk se dio
cuenta de que el joven piloto no le había dicho nada, absolutamente nada,
acerca de sí mismo. ¿Era modestia… o mera falta de tiempo? Se había prestado
con una sorprendente facilidad a hablar de sus colegas; parecía incluso que su
vehemente deseo fuese alejar su atención de sí mismo”. Se podría
decir exactamente lo mismo de Alexson.
Sin embargo, el historiador está claramente orgulloso de haber escrito una historia del vuelo espacial en seis volúmenes: "Aquellos libros contenían la mayor parte de su vida de trabajo y ahora que su tarea había terminado se declaraba satisfecho”. Así, la novela sugiere una posible solución para los problemas de los hombres solitarios: volcarse en los grandes logros.
Clarke conecta cuidadosamente el deseo ancestral de viajar a las
estrellas, la ciencia ficción temprana y los últimos desarrollos tecnológicos
de su tiempo para dar como resultado esa ocasión trascendental que es la salida
del Hombre de la Tierra por primera vez en su Historia, el momento en que la Humanidad
pone un pie fuera de su cuna para pisar un mundo extraño; el primer paso en un
camino del que no habría vuelta atrás. Clarke no se atreve a predecir el
destino de esa aventura, pero parece estar bastante seguro de que es necesario
para garantizar la supervivencia de la especie. Puede que el autor se exceda un
poco en el texto, pero su entusiasmo es contagioso:
“Mientras se despedía del viejo siglo, el profesor Alexson no sentía ningún pesar; el futuro estaba demasiado lleno de misterios y promesas. De nuevo las orgullosas naves navegaban hacia tierras desconocidas, llevando las semillas de nuevas civilizaciones que en los años venideros sobrepasarían las antiguas. El alud de los nuevos mundos destruiría las sofocantes restricciones que habían envenenado casi medio siglo. Las barreras habían sido rotas y los hombres podían volver sus energías hacia las estrellas en lugar de luchar unos contra otros”
Curiosamente, Clarke tenía la inclinación a limitar su visión del
viaje espacial al Sistema Solar. Aunque a veces imaginaba alienígenas que
habían conseguido dominar el viaje más rápido que la luz, como en “El Fin de la Infancia” o “2001”, no creía que la Humanidad pudiera desarrollar esa capacidad
y reconoció que colonizar otros sistemas estelares a velocidades sublumínicas
sería difícil, carísimo y llevaría demasiado tiempo. Es más, aunque durante la
década de los 50 viajó bastante por el mundo, más tarde se convirtió en una
suerte de ermitaño que rara vez abandonaba Sri Lanka, donde vivía felizmente.
De hecho, cuando los científicos confirmaron que el Sistema Solar no contenía mundos con condiciones similares a las de la Tierra y, por lo tanto, en los que el hombre pudiera establecerse con cierta facilidad, muchos escritores se aburrieron de nuestros planetas vecinos y enviaron a sus protagonistas a las estrellas lejanas, donde podían imaginar mundos más variados y hospitalarios. Por el contrario, Clarke se sentía fascinado por nuestro propio Sistema y siempre estuvo ávido de los datos más recientes que enviaban las últimas sondas espaciales. Para él, los entornos de nuestros mundos y lunas eran lo suficientemente sugerentes y distintos como para servir de marco a sus historias: ¿Podrían extrañas formas de vida prosperar en mundos letales para los humanos? ¿Cómo podría la gente adaptarse a lugares con temperaturas gélidas, atmósferas tóxicas o gravedad muy baja?
Y, además, debemos recordar que Clarke no sólo fue autor de historias sobre viajes especiales sino un defensor incondicional y apasionado de la expansión de nuestra especie más allá de la Tierra, un esfuerzo de cuyo impacto él era consciente, como revela su introducción de 1985 a una reedición de su “Interplanetary Flight: An Introduction to Astronautics” (1950): “Una sorprendente cantidad de gente (incluyendo al Dr.Carl Sagan y algunos astronautas) me han contado cómo “Interplanetary Flight”) despertó su interés en el tema al descubrirles que el viaje espacial era más que ficción”.
Clarke probablemente interpretaba sus ficciones espaciales como una extensión de su proselitismo en favor de los programas espaciales en nuestro propio mundo, y por esa razón podría haberse inclinado a limitar las predicciones de sus novelas y cuentos a proyectos que podrían lograrse, o al menos emprenderse, en el curso de la vida de sus lectores, como colonias en la Luna y Marte, sistemas de seguimiento de asteroides que podrían amenazar la Tierra, expediciones a cometas y radiotelescopios espaciales. Complacido porque su visión de un primer alunizaje en “Preludio al Espacio” resultara razonablemente preciso, sin duda esperó que otras de sus predicciones, como las colonias lunares y el sistema Spaceguard, pudieran hacerse realidad mientras él aún estuviera vivo. Desafortunadamente, los viajes espaciales reales resultaron ser mucho más caros y complicados de lo que Clarke o cualquier otro podría haber anticipado.
Excelente artículo. Felicidades. Enhorabuena. 👏🏻👍🏻
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