(Viene de la entrada anterior)
Aunque para cuando se estrenó el segundo capítulo de la serie, “Quince Millones de Créditos”, las redes sociales y la interconectividad global no eran nuevos, sí estaban adquiriendo un volumen y una influencia desconcertantes. Fácilmente accesibles y difíciles de ignorar, estos avances tienen muchos aspectos positivos, sobre todo la posibilidad de dar a conocer las propias ideas a gente que comparte los mismos intereses. El tipo de interacción social que brindan estas redes permite compartir el trabajo propio, crear y expandir carreras profesionales y abrir nuevas posibilidades para el ocio. Las comunidades online y las redes sociales ofrecen una conexión con gente afín con la que compartir experiencias, amistad, amor o negocios.
“Quince Millones de Créditos” opta por ignorar todas esas ventajas para centrarse exclusivamente en los peligros de vivir “digitalmente” y los costes personales y financieros derivados de ello, mostrándonos lo deprimente que podría ser un mundo futuro en el que sólo conectáramos con los demás a través de pantallas.
Bingham Madsen (Daniel Kaluuya) vive en un mundo así, uno que, a primera vista, parece utópico: toda la energía es verde y todo el trabajo (que aparentemente sólo consiste en pedalear) está diseñado como si fuera un videojuego motivador. El problema es que esa energía limpia se genera en grandes naves llenas de gente pedaleando en bicicletas estáticas que, en realidad –o al menos eso suponemos-, son dinamos generadoras de la electricidad para el edificio en el que viven esos infelices. Y, para colmo, su único entretenimiento son unos estúpidos programas que van desde lo infantil a lo pornográfico y donde se gastan todos sus ahorros.
La única moneda, los méritos, es digital y se obtiene pedaleando en las bicicletas. El sistema funciona de una manera similar al dinero que se gana en los videojuegos mediante microtransacciones, en los que el jugador-comprador invierte mucho esfuerzo a cambio de una recompensa minúscula. Por ejemplo, el simulador de carreras automovilísticas Gran Turismo, que permite comprar coches virtuales utilizando o bien créditos del juego o bien dinero real, pudiendo adquirir el modelo más caro a cambio de 20 millones de créditos (que supone pasar semanas jugando) o cien dólares auténticos.
Ese es uno de los muchísimos ejemplos posibles de juegos online que ofrecen la posibilidad de gastar dinero real para obtener objetos virtuales que ayuden a las partidas, quitar anuncios emergentes o incluso pasar niveles. En “Quince Millones de Méritos” toda la existencia está organizada de acuerdo a un sistema parecido que proporciona éxito y oportunidades sólo a aquellos que han acumulado más “méritos”, lo que de facto convierte a esta sociedad, literalmente, en una meritocracia. En esa economía, todo lo que se hace y adquiere cuesta también méritos, desde la pasta de dientes y la comida al “capricho” de eliminar la publicidad que interrumpe desde el aseo matutino a los vídeos que son el único entretenimiento disponible en las horas de asueto.
Bingham ha acumulado quince millones de méritos pero su indecisión y apatía le han llevado a llevar una vida plana y monótona. Ni siquiera opta, mientras pedalea, por dejarse entretener con alguno de los estúpidos vídeos disponibles, sino que escoge la interfaz más simple posible: limitarse a ver a su avatar recorrer en bicicleta una aburrida carretera. Podría utilizar todo ese dinero para cambiar su vida, pero no está seguro de cómo. Quiere destinarlo a algo auténtico, real, que le conmueva. Y mientras tanto, deja pasar los días pedaleando y las noches en su pequeño cubículo en el que no hay nada más que una cama y cuatro paredes-pantalla.
Un día, mientras pedalea en la sala que comparte a tal fin con otros residentes –siempre los mismos, cada uno ocupando el mismo lugar que la jornada anterior y la siguiente-, traba contacto con una chica nueva llamada Abi (Jessica Brown Findlay) de la que inmediatamente se enamora porque puede cantar, algo que él interpreta como auténtico y diferente. Y toma la decisión de dar un salto de fe y guiarse por sus sentimientos románticos: utiliza todo su dinero para comprarle un acceso a un concurso de talentos llamado Hot Shot –descaradamente similar en su dinámica, estética y comportamiento de los jueces al Got Talent británico (emitido desde 2006 y exportado a decenas de países-. Bingham desea que Abi consiga su sueño de ser cantante profesional y sacrifica su propia oportunidad para ello. Pero ese sueño se transforma, en virtud de la nauseabunda dinámica de la televisión y las redes sociales, en una pesadilla para los dos.
Abi, como todos los concursantes, es drogada justo antes de entrar en escena para que se muestre más sumisa ante los jueces. Éstos reconocen que ha cantado mejor que la media, pero en lugar de ofrecerle una carrera musical la presionan para que se convierta en una estrella porno. Abi, abrumada por la posibilidad de ser famosa y la droga que ha tomado, accede. Esta decisión sume a Bingham en una depresión que acaba transformada en rabia y que culmina en una escena particularmente turbadora: encerrado en su cubículo y rodeado de pantallas, es bombardeado con el vídeo promocional de la película de debut de Abi. Dado que ya no tiene créditos, no puede saltarse la publicidad y cierra los ojos para al menos no tener que verla. Pero entonces, el sistema detecta que no está viendo las imagénes y empieza a sonar una sirena ensordecedora. Bingham se abandona a un ataque de rabia y destroza las pantallas.
Dispuesto a recuperar todos sus créditos, pedalea incansable día tras día, semana tras semana, y pasa privaciones. Cuando por fin tiene lo suficiente para entrar en Hot Shots, se prepara para darle al mundo una lección y hacer oir su indignación. Pero esto es “Black Mirror” y no podemos esperar que termine con una nota optimista. De hecho y teniendo en cuenta la ironía de alguien tan conocedor del mundo televisivo como es Brooker (que coescribe este capítulo junto a Konnie Huq), lo que tenemos aquí es la escenificación de una de sus ideas favoritas: no hay nada peor para la gente que quiere aparecer en televisión que conseguirlo.
Como había ocurrido en “El Himno Nacional”, este episodio presta una especial atención al fenómeno de las audiencias y el voyeurismo. Es muy interesante ver qué personaje elige ver qué programa y cómo se sienten atraídos a contemplar la degradación ajena con enfermiza fascinación al tiempo que olvidan la propia. Hay también otras ideas interesantes sólo apuntadas, como por ejemplo la forma en que la sociedad desprecia a quienes no están físicamente bien formados (la forma en que uno de los ciclistas humilla al encargado de limpieza, más obeso); la obsesión por vivir existencias insubstanciales en toscos mundos virtuales (el personaje que se gasta sus méritos en comprar nuevos “adornos” para su avatar) y la banalización del talento y la trituradora de personalidad en la que se basan los concursos televisivos.
Aunque a priori “Quince Millones de Méritos” parece contar con un concepto más ambicioso que “Himno Nacional”, termina siendo el episodio menos satisfactorio de la temporada. Ello posiblemente se deba a que su duración es quince minutos más larga que “El Himno Nacional”, lo que genera ciertos problemas de ritmo para una historia que no tiene más de tres o cuatro ambientaciones y dos personajes principales. O quizá porque esta moraleja sobre una sociedad que controla a su población mediante el entretenimiento vacío y los concursos de talentos, está ya un poco trillada en la CF.
Y, sobre todo, la forma de articular el mensaje es poco sutil y deja poco espacio para que el lector reflexione y llegue a conclusiones por sí mismo. Los personajes más odiosos están sobreactuados y aunque la exageración, como ya apunté, siempre ha sido una buena herramienta para resaltar la toxicidad social y subrayar los aspectos más ominosamente ocultos de los medios de comunicación, pero ello se consigue a costa de asumir que el público no es capaz de leer entre líneas. Es un difícil equilibrio que, en este caso, los guionistas no acaban de alcanzar.
Los personajes no están particularmente bien desarrollados, son caricaturas que representan teorías, personas o principios más que auténticos individuos. Disponiendo de una hora de metraje para trabajar con ellos, podría esperarse un mejor trabajo en este aspecto, como añadir pequeños detalles que les eleven por encima del nivel de meras herramientas para articular una sátira social. Lo cual tampoco quiere decir que los protagonistas dejen totalmente indiferente al espectador. Es fácil simpatizar con ellos dado que todos los que les rodean son o absolutamente odiosos o sumisos descerebrados.
Aunque el episodio maltrata cruelmente a los protagonistas, hay breves momentos de alivio en forma de esperanza y amor gracias al platónico romance entre Bingham y Abi y a la disposición de aquél a darlo todo por la felicidad de ésta. Que Bingham se esfuerce como nunca antes para rehacer su patrimonio de méritos tan solo con el fin de hacer oir su voz públicamente, nos dice también mucho sobre su pasión y fuerza de voluntad y es precisamente que esas virtudes no consigan vencer a la apisonadora del sistema lo que hace del final un momento tan profundamente descorazonador.
La sociedad que presenta “Quince Millones de Méritos” está algo plastificada, no parece auténtica por mucho que ciertos comportamientos de sus individuos sí lo sean. Lo que sí está bien logrado es la sensación de claustrofobia que transmiten esos interiores, quizá de un edificio corporativo, donde no se puede escapar ni de la tecnología ni de la publicidad. Todo es artificial, desde la comida hasta la iluminación –no se ve el mundo exterior en ningún momento. Incluso los paisajes que se muestran en la última escena parecen un constructo digital- y todo el mundo vive, atrapado en unas rutinas inescapables y a un nivel de subsistencia muy básico, una existencia sin objetivos ni aspiraciones, como si fueran cobayas de laboratorio.
A pesar de su poca sutileza y sus personajes carentes de auténtico peso, “Quince Millones de Méritos” funciona razonablemente como alegato contra las falsas utopías digitales y nos advierte de lo terrible que puede ser un mundo en el que lo único que veamos sean pantallas y lo único a lo que demos importancia, las ficciones prefabricadas que éstas muestran. Las redes sociales y los mundos virtuales pueden ayudarnos en muchos aspectos sí, pero nada puede compararse a las experiencias que ofrecen el mundo y la vida reales.
(Continúa en la siguiente entrada)
Uno de mis capítulos preferidos. Sobre todo gracias a ese final que ilustra con certera crueldad la eficacia del sistema reaccionario. Asimilando y anulando cualquier tímido atisbo de rebelión. Convirtiéndolo sin piedad en otro producto mercadotecnico.
ResponderEliminarUno de mis capítulos preferidos. Sobre todo gracias a ese final que ilustra con certera crueldad la eficacia del sistema reaccionario. Asimilando y anulando cualquier tímido atisbo de rebelión. Convirtiéndolo sin piedad en otro producto mercadotecnico.
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