En la última década hemos asistido al florecimiento de un nuevo subgénero cinematográfico dentro de la CF al que podríamos denominar “Apocalipsis Personales”, historias que se apoyan en los dramas individuales de los personajes en vez de en las virguerías visuales y que apelan a un público más abierto a los enfoques intimistas.
Probablemente el pionero de esta curiosa categoría sea la canadiense “Last Night” (1998), que esquivaba el espectáculo visual de destrucción masiva e incluso cualquier explicación al respecto de la inminente destrucción del mundo, para centrarse en cómo un grupo de individuos afrontaban su final. Más recientemente, hemos visto variaciones como “A Ciegas” (2008), donde el mundo es afectado por una plaga de ceguera; “Perfect Sense” (2011), donde todo el planeta empieza a perder los sentidos uno tras otro; “Embers” (2015) y “Pequeño Pez” (2020), sobre la pérdida general de memoria; “Un LugarTranquilo” (2018) y “The Silence” (2019), en las que la población superviviente se ve forzada al silencio para evitar ser aniquilada por criaturas invasoras; “A Ciegas” (2018), en la que la gente muere si miran al exterior de sus casas; o “Disomnia” (2021), sobre una epidemia de insomnio. “Los Últimos Días” se engloba en esa misma clasificación.
Los hermanos españoles Alex y David Pastor llamaron la atención de los aficionados al género fantacientífico ya con su primera película, escrita y dirigida por ellos mismos y con un reparto norteamericano: “Infectados” (2009), ambientada en un mundo postapocalíptico tras una pandemia letal. Con su segunda cinta, “Los Últimos Días”, no abandonan el escenario catastrófico, pero se alejan de la ya muy usada premisa del virus para imaginar una enfermedad igualmente terrorífica y aniquiladora de la civilización: la agorafobia. El apocalipsis no es externo, no es provocado por una invasión alienígena, un microorganismo o una catástrofe natural, sino por la aguda, general y permanente disfunción de nuestra mente.
Una plaga, bautizada como El Pánico y provocada quizá por una erupción volcánica, se extiende por todo el mundo. Todos los humanos quedan afectados por ella, sufriendo un estado permanente y extremo de agorafobia: sienten tal ansiedad al encontrarse en un espacio abierto, que mueren rápidamente de ataque el corazón tras sufrir convulsiones, histeria y hemorragias. En Barcelona, el programador informático Marc Delgado (Quim Gutierrez) lleva dos meses atrapado con sus compañeros en el edificio de oficinas donde trabajan. Con los aprovisionamientos ya escaseando, completan la tarea de atravesar los muros inferiores hasta llegar a los túneles del metro que pasan por debajo.
Antes de salir del edificio, Marc se ve en la tesitura de acudir a Enrique (José Coronado), quien iba a despedirle antes de la plaga, porque sabe que esconde un GPS que le ayudará a navegar por los subterráneos hasta su casa, donde aún espera encontrar a su novia Julia (Marta Etura), con la que tuvo una fuerte discusión el último día que se vieron. Marc obliga mediante el chantaje a Enrique a cooperar con él. Éste, por su parte, quiere llegar hasta el hospital donde, supuestamente, aún está su padre enfermo. En su viaje por los túneles del metro y las alcantarillas, ambos irán forjando un vínculo y enfrentándose a los restos de una sociedad que se ha hundido en la anarquía y se aferra desesperadamente a cualquier cosa que le permita sobrevivir un día más.
“Los Últimos Días” comienza de forma directa y rápida, iniciando la acción en mitad del apocalipsis, mostrándonos una oficina ocupada por gente desaseada, sin afeitar y con aspecto agotado, que hace cola para obtener una ración miserable de las últimas reservas de comida basura disponible. Este arranque contrasta con los flashbacks que, en virtud de los recuerdos de Marc, nos transportan a tan sólo unas semanas en el pasado, con la calidez doméstica y la intimidad afectuosa entre él y Julia.
El auténtico impacto que nos desvela el alcance de la catástrofe llega unos minutos más tarde, cuando Marc y Enrique llegan por los túneles del metro a la primera estación, ocupada por docenas de personas y convertida en un improvisado pero permanente campamento de refugiados. A continuación, se produce una frenética y desesperada persecución en pos del muchacho que le ha robado a Marc la bolsa donde está el GPS. Un antiguo policía interviene mostrando su placa y burlándose de lo poco que significa ya. Lo único que impera es la fuerza, y si viene secundada por las armas, mejor. En este punto, queda claro que el mundo tal y como lo conocemos, ha desaparecido.
El resto del viaje está repleto de imágenes y momentos evocadores, como cuando los dos protagonistas llegan al apartamento de Marc y ven que la familia de magrebíes que lo han ocupado tienen pájaros muertos colgando del tendedor, presumiblemente para comérselos; el flashback en el que un hombre es expulsado del edificio de oficinas por los guardias de seguridad tras descubrirse que había estado viviendo allí y muere de terror al verse arrojado a la calle; la terrorífica escena del supermercado en tinieblas, donde el personaje de Andrea prefiere morir quemada antes que escapar del fuego saliendo por la puerta que da a la calle; o la batalla con el oso huido del zoo en la nave de una iglesia.
Tanto la puesta en escena como la fotografía son sobresalientes, dando vida y atmósfera a este mundo moribundo. Técnicamente se le pueden poner pocas pegas a “Los Últimos Días” pero el auténtico núcleo de la historia, lo que atrapa al espectador está en su núcleo emocional. La base de la historia es muy simple: dos personas deben sortear una serie de peligros para alcanzar lo que más quieren. Y a tal fin, además del viaje físico, deben acometer uno interior: Marc se ve obligado a aliarse y confiar en Enrique, el típico ejecutivo ambicioso y despiadado que iba a despedirlo del trabajo.
En más de una ocasión, las presunciones que hacemos respecto a los personajes, tanto principales como secundarios, resultan ser erróneas, como en el caso del hombre que trata de impedir la entrada de Marc y Enrique al apartamento del primero, y que lejos de ser una amenaza es tan sólo un inmigrante que defiende a su familia y que no tiene a dónde ir. En el curso de su peripecia, Marc, que daba la impresión de ser un individuo algo pusilánime y pasivo, encuentra en su interior una fuerza y determinación que desconocía; y Enrique, quien de partida parecía el más duro y antipático, muestra sus vulnerabilidades, revela sus sentimientos por su padre y se confiesa víctima de una crisis vital desde que encontró a una de las primeras víctimas del Pánico muerta en su despacho desde hacía días sin que nadie lo hubiera echado de menos.
La amistad que va surgiendo entre los dos está desarrollada de forma verosímil y cuando ambos, hacia el final, se ríen recordando que Enrique a punto estuvo de despedir a Marc, es un momento íntimo y agradable que demuestra que el dúo de hermanos guionistas-directores han sabido sortear el conflicto fácil y forzado. Enrique y Marc han sabido comprender que el pasado ya no importa y que el presente ofrece suficientes desafíos como para encastillarse en “viejos” rencores de un mundo que ya no existe. Gutiérrez y Coronado dan vida a sus personajes con total convicción y consiguen que el espectador conecte con ellos al punto de sentir lástima cuando sus planes se tuercen una y otra vez y desear que consigan llegar a sus respectivas metas.
La película alcanza su clímax cuando (ATENCIÓN SPOILER) Marc realiza un esfuerzo titánico para salir al aire libre y atravesar la calle que le separa del edificio donde se halla Julia. La historia termina con una nota de esperanza tras tanta miseria y violencia: una serie de elipsis nos muestran que ambos han dado a luz a un bebé, que, al pasar los años crece y, él sí, puede salir sin problemas al mundo exterior, donde se une a otro grupo de jóvenes, la nueva generación, que vivirá libre entre las ruinas de la antigua (FIN SPOILER).
Hay quien puede encontrar ese final artificialmente edulcorado, y quien considere que, aunque la historia y los personajes sean muy sólidos, los directores no hayan conseguido capitalizar el potencial claustrofóbico y agorafóbico de la premisa. Pero, en mi opinión, ello no le resta interés a esta fábula moral sobre el poder del amor y la amistad en un entorno de derrumbe social. Un aporte modesto pero diferente, con un metraje razonable y más corazón que muchos otros dramas apocalípticos mejor dotados presupuestariamente.
La película me gustó, sin llegar a enloquecerme, la verdad. Debería de volver a verla para definir qué fue lo que no me acabó de agarrar. Pero lo que quería comentar es que el argumento no dejó de recordarme un cuento corto de Manuel de Pedrolo llamado Las Civilizaciones son Mortales, en que de repente la gente no puede salir a la calle porque al cruzar el umbral de un edificio se aparece en el interior del de enfrente, excepto alguno que logra llegar a la calle para morir de (creo) ataque al corazón. No es exactamente lo mismo, pero sí que tiene un aire.
ResponderEliminarUn saludo,
Fabián