“Polvo de Estrellas” fue el tercer libro de Asimov, su segunda novela y la primera (de acuerdo a la cronología interna de su Historia del Futuro, que incorpora los relatos y novelas de la Fundación y los Robots) de la Trilogía del Imperio. Está ampliamente considerada como una de sus historias más flojas y él mismo pensaba de ella que era la peor de sus novelas.
El argumento está ambientado durante los años que antecedieron a la ascensión del Imperio Galáctico, cuando los saqueadores tirannios están en plena expansión y amenazan y ocupan los demás planetas de su sistema. Compensan su relativa inferioridad numérica con crueldad, perfidia y mera fuerza de voluntad, explotando las debilidades y autocomplacencia de sus víctimas.
Biron Farril es el hijo de un querido líder local del planeta Rodia, el ranchero de Widemos, y lo encontramos al comienzo de la historia terminando sus estudios superiores en la Tierra. Una noche, sobrevive a un extraño atentado contra su vida y, a continuación, se entera de que su padre ha sido arrestado y ejecutado por los tirannios acusado de traición. Un compañero de la universidad le informa de que él, Biron, va a ser la siguiente víctima, puesto que los tiranios no quieren arriesgarse a que sustituya a su padre como líder de los rebeldes. Así, el joven parte hacia su mundo natal con el propósito de reclamar su herencia y su título, solicitándoselo al Director de Rodia, el gobernante supremo del planeta; cargo que ocupa sólo nominalmente, puesto que todo el mundo sabe que es una marioneta senil de los tirannios. Aún así, el joven se propone apelar a la pizca de lealtad que conserve hacia su propio mundo.
Sin embargo, el Director, haciendo honor a su reputación, demuestra ser un pusilánime cobarde que lo delata a los tirannios y Biron solo a duras penas consigue escapar con la ayuda de Artemisia, la valiente hija del Director, y el hermano de aquél, Gillbret, un sabio venal que afirma estar seguro de que existe un mundo rebelde que ha estado acumulando armamento y esperando la oportunidad para alzarse con éxito contra los tirannios. Sólo tiene una vaga idea de dónde puede encontrarse ese planeta y los tres, perseguidos por los tirannios, emprenden su búsqueda.
“Polvo de Estrellas” se apoya en la fórmula más antigua de la space opera, una fórmula que ha sido utilizada una y otra vez por multitud de autores y explotada a lo grande por George Lucas en su saga de “Star Wars”: imperios malvados que sojuzgan planetas, princesas, héroes por accidente, intrigas palaciegas, traiciones, rebeldes y giros sorpresa que desvelan la auténtica identidad de este o aquél personaje.
Pero dejando al margen el uso de arquetipos (que entonces, recordemos, no lo eran tanto como hoy), la novela adolece de cierto número de problemas. El principal y que resume todos ellos es que no deja huella, ni buena ni mala. Es una obra irrelevante. Con la mejor ficción de Asimov, incluso una sola lectura basta para que deje un poso duradero que, con el paso del tiempo, despierte las ganas de volver a visitarla. Es difícil sumergirse en la Fundación y olvidar a Trantor, Hari Sheldon o Cleon; o, en el caso de los robots, a R.Daneel Olivaw; o Noys Lambent en “El Fin de la Eternidad” (1955). No es el caso de “Polvo de Estrellas”, cuyos personajes y trama dejan bastante frío al lector.
Empezando por el héroe protagonista, Biron Farrill. Éste empieza siendo un muchacho inexperto e ingenuo. Para cuando llega a Rodia, está harto de ser manipulado y se convierte en un individuo mezquino y amargado que desprecia a la chica de la historia, Artemisia, la utiliza sin escrúpulos y más adelante la arroja a los brazos del villano con sus desplantes. No solo es un personaje poco trabajado, sino que es difícil simpatizar con él o que importen sus problemas y desafíos. Lo mismo ocurre con Artemisia, un mero adorno, siguiente eslabón en una larga cadena de personajes femeninos débiles y olvidables en las novelas de Asimov y en las que también pueden encuadrarse a Susan Calvin, Bayta Darrell, Gladia Delmarre, Noys Lambent, Bliss, Dors Venabili…
De acuerdo, estamos a comienzos de la década de los cincuenta del pasado siglo y la ciencia ficción estaba dirigida casi exclusivamente a un público masculino. Además, la caracterización no fue nunca el punto fuerte de Asimov y, a esas alturas de su vida, su experiencia con el sexo femenino tampoco era para tirar cohetes. Pero incluso teniendo eso en cuenta, Artemisia es el ejemplo perfecto de arquetipo de la space opera más rancia, una especie de princesa Disney. Es la típica aristócrata hermosa y mimada que escapa de un inminente matrimonio por intereses políticos; y aunque no carece de valor, una vez encuentra al hombre de su vida, se convierte en la compañera sumisa y modesta con la que seguro soñaban muchos lectores adolescentes. Los diálogos que le hace pronunciar Asimov tampoco ayudan: “Te perdono Biron, porque no podría soportar no hacerlo. ¿Cómo podría pedirte que volvieras a mí si no te perdonara?”.
Los parientes masculinos de Artemisia, su padre y su tío, salen poco mejor parados. Al menos, se les dota de algo parecido a una personalidad, aunque bastante unidimensional. Su padre, Hinrik, el Director de Rodia, sobreactúa como gobernante senil, cobarde e idiota (aunque sea sólo una fachada, tal y como se descubre al final). Por su parte, la obsesión del tío Gillbret por la palabra “divertido” acaba siendo repetitiva y cansina. Al menos, este último tiene una muerte digna.
También hay detalles tecnológicos o mecánicos que, o bien no parecen verosímiles o bien no se explican adecuadamente, como la idea de remolcar a otra nave como si fuera una roulotte (¿dónde están entonces los motores de la que impulsa? ¿cómo se aterriza semejante constructo en un planeta?). La prosa está algo recargada y se pierde en descripciones tan detalladas como innecesarias de, por ejemplo, coordenadas galácticas o cómo encontrar un planeta en una nebulosa.
Para comprender algunos de los elementos que convirtieron a esta novela en una de las más flojas de la carrera de Asimov, es necesario hacer un poco de historia.
Walter Bradbury, el editor de Asimov en Doubleday, había quedado muy satisfecho con “Un Guijarro en el Cielo” (1950) antes incluso de que fuera publicado. Estaba dispuesto a comprarle una segunda novela, pero antes quería ver un resumen del argumento y un par de capítulos de muestra. Asimov empezó a trabajar en ella en noviembre de 1949, pero a Bradbury no le impresionó lo que le finalmente le presentó. Parece que Asimov, que para entonces contaba treinta años, estaba sufriendo el conocido como “síndrome de la segunda novela”. Viéndose a sí mismo, por fin, como un Novelista y pensando que debería escribir como uno de verdad, se dejaba llevar por florituras prosísticas abandonando su conocido estilo seco y directo. Un segundo borrador corrió la misma suerte que el primero y no fue hasta que presentó el tercero, en la primavera de 1950, que Bradbury dio luz verde y le dio un contrato y un adelanto.
Mientras tanto, el mundo de las revistas de CF estaba experimentando profundos cambios. Durante los años cincuenta, la cabecera líder y anhelada por todos los autores había sido “Astounding Science Fiction”, dirigida por John W.Campbell. Pero la influencia que en el cambio de década ejerció L.Ron Hubbard sobre el editor, atrayéndole al campo de la Dianética (el gérmen de la futura Iglesia de la Cienciología) y distrayéndole de sus labores editoriales, no sólo alienó a muchos autores de la nueva política que imperaba en la revista sino que permitió el surgimiento y auge de otras publicaciones.
Así, mientras Asimov trabajaba en “Polvo de Estrellas”, se estaba gestando “The Magazine of Fantasy and Science Fiction” y el editor Horace L. Gold había sido contratado para lanzar otra nueva revista, “Galaxy Science Fiction”, cuyo primer número aparecería en octubre de 1950. Ambas publicaciones crecieron rápidamente y durante los 50 y 60 pudieron mirar directamente a los ojos a “Astounding” sin sentir vergüenza.
“Galaxy” era especialmente prometedora para un Asimov que se sentía crecientemente distanciado del activo proselitismo que estaba practicando Campbell hacia la Dianética. Ya no se sentía a gusto en “Astounding” y temía convertirse en autor de un solo editor. El problema con “Galaxy” era, precisamente, Horace L.Gold.
Éste había combatido en la Segunda Guerra Mundial y, según Asimov, padecía un fuerte estrés postraumático que, aunque no afectaba a su capacidad como escritor o editor, arruinaba por completo sus habilidades sociales. Apenas podía hablar con la gente cara a cara y Asimov recuerda cómo en su primera visita a su domicilio, hubo de comunicarse con su anfitrión por teléfono, estando él en una habitación y el editor en otra. Sus conversaciones telefónicas eran interminables y tendía a ser muy crítico y exigente con sus autores. Eso no significaba que fuera un mal editor. Al contrario, se contaba entre los mejores e incluso Asimov aprendió mucho de sus críticas. Pero su carácter era tan insoportable que los autores terminaron por preferir no ver su obra publicada en “Galaxy” antes que tener que tratar con él. El éxodo de creadores fue tal que Gold llegó a adoptar incluso una actitud servil hacia Asimov para evitar que él también lo abandonara.
Pero eso sería en el futuro. En el verano de 1950, cuando “Galaxy” aún no había llegado a los quioscos, Asimov todavía no sabía lo difícil que podía llegar a ser Gold y se mostró emocionado cuando le ofreció serializar “Polvo de Estrellas” en la revista. Esto no sólo le permitiría entrar en un nuevo mercado sino que la serialización seguía siendo una forma importante de llamar la atención de los lectores, un ingreso adicional y un potencial impulsor de las ventas del libro.
Ahora bien, Gold tenía una “sugerencia”: quería que Asimov insertara una subtrama en la que los protagonistas recorrieran la galaxia buscando un documento histórico en el que se describía un arma tan poderosa que podría servir para expulsar a los villanos opresores. Al final, ese documento resultaría ser la Constitución de los Estados Unidos. A Asimov aquello le pareció horrible. No sólo era una conclusión cursi, patriotera y chauvinista sino que carecía por completo de sentido y hacía descarrilar la conclusión de la historia. Pero con tal de conseguir la serialización de la novela, accedió. Eso sí, a continuación tenía que explicarle a Bradbury la situación. Se disculpó con él por el problema que había creado Gold y se ofreció diligentemente a eliminar esa subtrama de la versión en libro. Para su sorpresa y horror, a Bradbury le pareció bien la sugerencia de Gold e insistió en conservarla.
Aquello fue la gota que colmó el vaso. Había tenido que escribir un resumen (lo cual odiaba); estaba sirviéndose de un agente literario (que, aunque era su amigo Frederik Pohl, era un intermediario que no le gustaba); le habían obligado a rehacer el comienzo dos veces, otra cosa que le disgustaba profundamente; y, para colmo ahora tenía que desarrollar una subtrama que detestaba. Todo ello le llevó a perder el interés por “Polvo de Estrellas”, lo terminó con el piloto automático y luego se olvidó de él. Se publicó en “Galaxy” en tres partes, entre enero y marzo de 1951 con el título “Tyrann” y por Doubleday como libro en febrero de aquel mismo año con el título por el que ahora lo conocemos.
Con todo, “Polvo de Estrellas” no es una completa pérdida de tiempo. Es posible que Asimov no hubiera conseguido escribir algo aburrido ni aunque se lo hubiera propuesto. Una vez que el lector acepta ser condescendiente con los diálogos acartonados, la tecnología caduca y una trama más previsible incluso de lo que debería para su época, ésta se mueve con rápidez de intriga en intriga y pasando de un escenario a otro. De hecho, es una novela que ha estado reeditándose continuamente desde su primera publicación hace ya más de setenta años, así que no son pocos los lectores que la han apoyado generación tras generación. En parte, imagino, ello se debe a su inclusión en el ciclo del Imperio y, por tanto, en la apasionante Historia del Futuro que Asimov tejió uniendo, ya lo he dicho, sus sagas de la Fundación y los Robots.
“Polvo de Estrellas” es una novela con demasiados defectos como para merecer la calificación de “obra maestra” o “clásico imperecedero” del género. Pero, aunque ciertamente no ha envejecido tan bien como muchos de los libros de CF que escribió Asimov, sigue siendo una novela que funciona bien como mero escapismo. Es recomendable, primero, como lectura breve, ligera, entretenida y sin pretensiones; y, segundo, para aquellos que quieran adentrarse en el trabajo más primerizo de un autor que se convertiría a no mucho tardar no sólo en un gran maestro de la ciencia ficción sino en uno de los escritores más prolíficos, influyentes y leídos del siglo pasado.
Y, por último, no sólo los interesados en la historia de la CF encontrarán aquí algunos de los ingredientes con los que George Lucas elaboraría su archifamoso universo, sino que la lectura de esta obra puede transportarnos a una época más sencilla e ingenua en la que las tramas que hoy nos parecen tan sobadas eran todavía frescas y emocionantes y el sentido de lo maravilloso y la aventura formaban la espina dorsal del género.
(Continúa en la siguiente entrada)
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