La ciudad del futuro es uno de los temas y escenarios recurrentes en la CF desde los inicios del género. Ya vimos el amargo enfrentamiento planteado por Julio Verne entre sus extremas Franceville y Stahlstadt en “Los Quinientos Millones de la Begún” (1879) y el desagrado que Richard Jefferies sentía hacia la vida urbana en “After London” (1885). Hay autores que imaginaron ciudades utópicas, pero en el caso que nos ocupa ahora lo que encontramos es un lugar en el que los pobres continúan soportando existencias miserables mientras los beneficios de la tecnología se reservan para los más adinerados.
Ignatius Donnelly fue todo un personaje. Estudió derecho y se hizo abogado, su especulación en terrenos le llevó a fundar una ciudad –Ninninger City, que acabaría quedándose desierta con él como único residente- y a los 28 años ya era gobernador de Minnesota y, más tarde y gracias a su talento como orador, sería nombrado diputado y senador republicano. Abandonó la política de los grandes para interesarse por la situación del mundo rural y fundó el Partido Populista, una formación reformista de izquierdas que se oponía a un sistema económico dominado por los monopolios.
Pero, paralelamente a su carrera política, desarrolló un gusto por la pseudociencia y el ocultismo que le ganó el nada envidiable apodo de “Príncipe de los Chiflados”. Su libro “Atlantis: The Antediluvian World” lo convirtió en el padre de las peregrinas teorías sobre ese continente perdido que aún arrastramos gracias a los entusiastas New Age; en otra de sus obras, “The Great Cryptogram: Francis Bacon’s Cipher in the So-Called Shakespeare Plays”, sostenía que en las obras del gran poeta inglés se ocultaba un mensaje en clave que revelaba que éstas habían sido en realidad escritas por Francis Bacon. En 1890, utilizando el seudónimo “Edmund Boisgilbert, M. D”, publicó esta novela, una obra precursora de la ficción especulativa y las fantasías apocalípticas.
El libro está escrito en forma epistolar: un narrador en primera persona, Gabriel Weltstein, envía a su hermano una serie de cartas en las que narra sus experiencias durante una visita que realiza en 1988 a Nueva York. Weltstein es un tratante de lana de Uganda (país que, en aquel momento, era considerado por el movimiento sionista como posible patria para el pueblo judío). Su intención era prescindir de los grandes cárteles intermediarios y vender su mercancía directamente a los fabricantes americanos.
Donnelly describe algunos de los cambios tecnológicos que él pensaba tendrían lugar en el curso de un siglo: Weltstein viaja a Nueva York en una especie de aeronave; se queda maravillado por la brillante iluminación de la gran ciudad, cuya energía proviene de la manipulación de la Aurora Boreal; en la gran urbe, ferrocarriles subterráneos discurren bajo aceras transparentes. En el Hotel Darwin encuentra un menú de comida a cual más exótica –globalizada, diríamos hoy-, desde arañas comestibles hasta nidos de pájaros chinos. Los periódicos se leen por televisión y se actualizan al momento –un curioso anticipo a Internet-.
Weltstein no tarda en meterse en problemas al impedir que un mendigo sufra una paliza a manos de un conductor. Éste trabaja para el Príncipe Cabano, una figura de la oligarquía gobernante; el mendigo, por su parte, es Max Petion, un líder de una siniestra organización secreta llamada Hermandad de la Destrucción. Con éste como guía, el protagonista visita la sociedad proletaria de Nueva York, donde ve la auténtica cara de un orden económico y social opresivo y rapaz. Gabriel conoce al presidente de la Hermandad, César Lomellini, un peligroso y despiadado fanático, mitad italiano y mitad negro (una mezcla que responde a los estereotipos y prejuicios de la época en que el libro se escribió).
La novela se desliza a continuación hacia el melodrama romántico cuando Gabriel y Max Petion rescatan a dos jóvenes mujeres de la explotación a la que están siendo sometidas. Las dos parejas se casan en una escena bucólica que actúa como contrapeso a la violencia y oscuridad de la sociedad en la que viven. Oscuridad que alcanza su aspecto más negro cuando la Hermandad organiza una rebelión que consigue deponer a los oligarcas al coste de incontables víctimas, abatidas por armas de alta tecnología como las “balas dinamita” o el gas tóxico. Lornellini ordena que los cadáveres sean apilados en Unión Square y cubiertos por cemento (él mismo será asesinado cuando esa tumba masiva comienza a construirse). Las dos parejas de amantes consiguen escapar a Uganda al final del libro (una concesión a la comercialidad que, habida cuenta del éxito de la novela, fue un acierto). Mientras su aeronave se aleja de Nueva York, Gabriel Weltstein ve el paisaje de la ciudad en llamas, sometida al pillaje mientras la montaña de cadáveres, la “Columna de César” del título, destaca por encima del humo.
Donnelly se tenía a sí mismo por un genio. Pensaba que aplicando su capacidad mental a cualquier problema, sin importar lo complejo que fuera y al margen de los conocimientos científicos o históricos acumulados sobre la materia en cuestión, podría resolverlo de una manera innovadora. Era una especie de profeta secular, una combinación de demagogo y predicador destinado, según él, a grandes cosas. Si Donnelly aún viviera, probablemente se le tendría por una especie de gurú. Tocó multitud de campos (la política, la oratoria, la pseudociencia, la mitología comparada, la geología, la literatura, la criptología) con una energía desbordante y un apetito intelectual insaciable que superaban con mucho su capacidad y preparación académica.
Y, sin embargo, la influencia de Donnelly emerge en lugares inesperados. Ya mencionamos cómo su incorrecta interpretación de hallazgos arqueológicos y mitología antigua le llevó a elaborar una teoría sobre la Atlántida que ha conseguido sobrevivir hasta la actualidad. Sus fantasías sobre mensajes ocultos en las obras de Shakespeare fueron los precursores de bestsellers de hoy como “El Código DaVinci” (2003). Y “La Columna de César” lo sitúa entre los pioneros de la CF y, más concretamente, del género de las distopias, visiones de sociedades pesadillescas. Otra novela curiosa surgida de su imaginación fue “Doctor Huquet” (1891) en la que un blanco intelectual liberal se encuentra transformado de la noche a la mañana en un negro pobre, debiendo enfrentarse en primera línea a los horrores del racismo.
“La Columna de César” es una virulenta distopia, una reacción extrema a la idílica utopía de Edward Bellamy “El año 2000: una mirada retrospectiva”, en la que ese autor proponía una inverosímil y pacífica transición del capitalismo al socialismo. La visión de Donnelly no podía ser más diferente de la de Bellamy. Coincidía en la insostenibilidad de un sistema basado en la explotación, el consumo desaforado y la separación entre ricos y pobres, pero, como hemos visto, opinaba que el derrocamiento del sistema no podía ser pacífico, una victoria del sentido común en aras de alcanzar la perfección comunista, el igualitarismo y la justicia universal. Por el contrario, el cambio –en este caso hacia una especie de república de pequeños propietarios- sería sangriento y llevado a cabo por extremistas.
Como suele suceder con las utopías y distopias, éstas suelen ser la expresión de las ideas políticas de sus autores. “La Columna de César” no fue una excepción. Donnelly, como hemos mencionado, estuvo profundamente involucrado en política. Un par de años antes de escribir la novela había escrito el borrador fundacional del Partido Populista, en el que afirmaba: “Una gran conspiración contra la raza humana se ha organizado en dos continentes, y está tomando rápidamente posesión del mundo. Si no se le hace frente y se desactiva de inmediato, provocará terribles convulsiones sociales, la destrucción de la civilización o el establecimiento de un despotismo absoluto”.
Cuando tras la Guerra Civil la economía norteamericana entró en una fase de fuerte crecimiento, Donnelly renunció a su cargo político convencido de que Washington estaba dominado por la lucha entre un puñado de poderosos industriales y aquellos que trataban de preservar los derechos y libertad del pueblo americano. Se dedicó entonces a defender en su Minnesota natal la aprobación de leyes antimonopolio y promover la intervención directa del Estado en las áreas económicas más importantes, como la banca, los ferrocarriles o la industria maderera. Fue en esta época cuando escribió “La Columna de César”, una especie de manifiesto en el que recogió las peligrosas tendencias del tiempo que le tocó vivir y las extrapoló, social y tecnológicamente, cien años en el futuro.
Dos años después, Donnelly ayudó a fundar el Partido Populista, formación que representaba el descontento de los granjeros del sur y las grandes llanuras con un sistema que los marginaba y los separaba de los potentados industriales del Este. Defendía una serie de reformas económicas –como el mantenimiento de bajas tasas de interés y la aplicación de impuestos progresivos- así como el intervencionismo y regulación monetaria, llamando a la unión de los pobres y desheredados fuera cual fuese su raza. A mediados de década, cuando el Partido Demócrata asumió como propios varios de sus postulados, el Partido Populista comenzó a desvanecerse de la escena política.
El mundo de la crítica literaria ignoró completamente “La Columna de César” cuando fue publicada por primera vez. Sin embargo, causó una honda impresión entre quienes lo leyeron y el viejo sistema boca/oído hizo que la lista de nuevos lectores creciera con una rapidez totalmente inesperada. En seis meses se lanzaron doce ediciones y se vendieron más de 250.000 copias hasta que pocas semanas después se reveló el verdadero nombre del autor, de quien se especulaba que podía ser el mismísimo Mark Twain.
Su visión de una ciudad profundamente dividida socialmente, en la que conviven maravillas tecnológicas operadas por una clase acomodada con obreros explotados de vida esclava que sostienen el bienestar de sus amos, alcanzaría expresión visual bastantes años más tarde en la obra maestra de Fritz Lang, “Metrópolis” (1926). La novela de Donnelly sedujo la imaginación popular en un momento como el actual, en el que el futuro para la “gente corriente” parece cada vez más oscuro e impersonal.
Ignatius Donnelly fue todo un personaje. Estudió derecho y se hizo abogado, su especulación en terrenos le llevó a fundar una ciudad –Ninninger City, que acabaría quedándose desierta con él como único residente- y a los 28 años ya era gobernador de Minnesota y, más tarde y gracias a su talento como orador, sería nombrado diputado y senador republicano. Abandonó la política de los grandes para interesarse por la situación del mundo rural y fundó el Partido Populista, una formación reformista de izquierdas que se oponía a un sistema económico dominado por los monopolios.
Pero, paralelamente a su carrera política, desarrolló un gusto por la pseudociencia y el ocultismo que le ganó el nada envidiable apodo de “Príncipe de los Chiflados”. Su libro “Atlantis: The Antediluvian World” lo convirtió en el padre de las peregrinas teorías sobre ese continente perdido que aún arrastramos gracias a los entusiastas New Age; en otra de sus obras, “The Great Cryptogram: Francis Bacon’s Cipher in the So-Called Shakespeare Plays”, sostenía que en las obras del gran poeta inglés se ocultaba un mensaje en clave que revelaba que éstas habían sido en realidad escritas por Francis Bacon. En 1890, utilizando el seudónimo “Edmund Boisgilbert, M. D”, publicó esta novela, una obra precursora de la ficción especulativa y las fantasías apocalípticas.
El libro está escrito en forma epistolar: un narrador en primera persona, Gabriel Weltstein, envía a su hermano una serie de cartas en las que narra sus experiencias durante una visita que realiza en 1988 a Nueva York. Weltstein es un tratante de lana de Uganda (país que, en aquel momento, era considerado por el movimiento sionista como posible patria para el pueblo judío). Su intención era prescindir de los grandes cárteles intermediarios y vender su mercancía directamente a los fabricantes americanos.
Donnelly describe algunos de los cambios tecnológicos que él pensaba tendrían lugar en el curso de un siglo: Weltstein viaja a Nueva York en una especie de aeronave; se queda maravillado por la brillante iluminación de la gran ciudad, cuya energía proviene de la manipulación de la Aurora Boreal; en la gran urbe, ferrocarriles subterráneos discurren bajo aceras transparentes. En el Hotel Darwin encuentra un menú de comida a cual más exótica –globalizada, diríamos hoy-, desde arañas comestibles hasta nidos de pájaros chinos. Los periódicos se leen por televisión y se actualizan al momento –un curioso anticipo a Internet-.
Weltstein no tarda en meterse en problemas al impedir que un mendigo sufra una paliza a manos de un conductor. Éste trabaja para el Príncipe Cabano, una figura de la oligarquía gobernante; el mendigo, por su parte, es Max Petion, un líder de una siniestra organización secreta llamada Hermandad de la Destrucción. Con éste como guía, el protagonista visita la sociedad proletaria de Nueva York, donde ve la auténtica cara de un orden económico y social opresivo y rapaz. Gabriel conoce al presidente de la Hermandad, César Lomellini, un peligroso y despiadado fanático, mitad italiano y mitad negro (una mezcla que responde a los estereotipos y prejuicios de la época en que el libro se escribió).
La novela se desliza a continuación hacia el melodrama romántico cuando Gabriel y Max Petion rescatan a dos jóvenes mujeres de la explotación a la que están siendo sometidas. Las dos parejas se casan en una escena bucólica que actúa como contrapeso a la violencia y oscuridad de la sociedad en la que viven. Oscuridad que alcanza su aspecto más negro cuando la Hermandad organiza una rebelión que consigue deponer a los oligarcas al coste de incontables víctimas, abatidas por armas de alta tecnología como las “balas dinamita” o el gas tóxico. Lornellini ordena que los cadáveres sean apilados en Unión Square y cubiertos por cemento (él mismo será asesinado cuando esa tumba masiva comienza a construirse). Las dos parejas de amantes consiguen escapar a Uganda al final del libro (una concesión a la comercialidad que, habida cuenta del éxito de la novela, fue un acierto). Mientras su aeronave se aleja de Nueva York, Gabriel Weltstein ve el paisaje de la ciudad en llamas, sometida al pillaje mientras la montaña de cadáveres, la “Columna de César” del título, destaca por encima del humo.
Donnelly se tenía a sí mismo por un genio. Pensaba que aplicando su capacidad mental a cualquier problema, sin importar lo complejo que fuera y al margen de los conocimientos científicos o históricos acumulados sobre la materia en cuestión, podría resolverlo de una manera innovadora. Era una especie de profeta secular, una combinación de demagogo y predicador destinado, según él, a grandes cosas. Si Donnelly aún viviera, probablemente se le tendría por una especie de gurú. Tocó multitud de campos (la política, la oratoria, la pseudociencia, la mitología comparada, la geología, la literatura, la criptología) con una energía desbordante y un apetito intelectual insaciable que superaban con mucho su capacidad y preparación académica.
Y, sin embargo, la influencia de Donnelly emerge en lugares inesperados. Ya mencionamos cómo su incorrecta interpretación de hallazgos arqueológicos y mitología antigua le llevó a elaborar una teoría sobre la Atlántida que ha conseguido sobrevivir hasta la actualidad. Sus fantasías sobre mensajes ocultos en las obras de Shakespeare fueron los precursores de bestsellers de hoy como “El Código DaVinci” (2003). Y “La Columna de César” lo sitúa entre los pioneros de la CF y, más concretamente, del género de las distopias, visiones de sociedades pesadillescas. Otra novela curiosa surgida de su imaginación fue “Doctor Huquet” (1891) en la que un blanco intelectual liberal se encuentra transformado de la noche a la mañana en un negro pobre, debiendo enfrentarse en primera línea a los horrores del racismo.
“La Columna de César” es una virulenta distopia, una reacción extrema a la idílica utopía de Edward Bellamy “El año 2000: una mirada retrospectiva”, en la que ese autor proponía una inverosímil y pacífica transición del capitalismo al socialismo. La visión de Donnelly no podía ser más diferente de la de Bellamy. Coincidía en la insostenibilidad de un sistema basado en la explotación, el consumo desaforado y la separación entre ricos y pobres, pero, como hemos visto, opinaba que el derrocamiento del sistema no podía ser pacífico, una victoria del sentido común en aras de alcanzar la perfección comunista, el igualitarismo y la justicia universal. Por el contrario, el cambio –en este caso hacia una especie de república de pequeños propietarios- sería sangriento y llevado a cabo por extremistas.
Como suele suceder con las utopías y distopias, éstas suelen ser la expresión de las ideas políticas de sus autores. “La Columna de César” no fue una excepción. Donnelly, como hemos mencionado, estuvo profundamente involucrado en política. Un par de años antes de escribir la novela había escrito el borrador fundacional del Partido Populista, en el que afirmaba: “Una gran conspiración contra la raza humana se ha organizado en dos continentes, y está tomando rápidamente posesión del mundo. Si no se le hace frente y se desactiva de inmediato, provocará terribles convulsiones sociales, la destrucción de la civilización o el establecimiento de un despotismo absoluto”.
Cuando tras la Guerra Civil la economía norteamericana entró en una fase de fuerte crecimiento, Donnelly renunció a su cargo político convencido de que Washington estaba dominado por la lucha entre un puñado de poderosos industriales y aquellos que trataban de preservar los derechos y libertad del pueblo americano. Se dedicó entonces a defender en su Minnesota natal la aprobación de leyes antimonopolio y promover la intervención directa del Estado en las áreas económicas más importantes, como la banca, los ferrocarriles o la industria maderera. Fue en esta época cuando escribió “La Columna de César”, una especie de manifiesto en el que recogió las peligrosas tendencias del tiempo que le tocó vivir y las extrapoló, social y tecnológicamente, cien años en el futuro.
Dos años después, Donnelly ayudó a fundar el Partido Populista, formación que representaba el descontento de los granjeros del sur y las grandes llanuras con un sistema que los marginaba y los separaba de los potentados industriales del Este. Defendía una serie de reformas económicas –como el mantenimiento de bajas tasas de interés y la aplicación de impuestos progresivos- así como el intervencionismo y regulación monetaria, llamando a la unión de los pobres y desheredados fuera cual fuese su raza. A mediados de década, cuando el Partido Demócrata asumió como propios varios de sus postulados, el Partido Populista comenzó a desvanecerse de la escena política.
El mundo de la crítica literaria ignoró completamente “La Columna de César” cuando fue publicada por primera vez. Sin embargo, causó una honda impresión entre quienes lo leyeron y el viejo sistema boca/oído hizo que la lista de nuevos lectores creciera con una rapidez totalmente inesperada. En seis meses se lanzaron doce ediciones y se vendieron más de 250.000 copias hasta que pocas semanas después se reveló el verdadero nombre del autor, de quien se especulaba que podía ser el mismísimo Mark Twain.
Su visión de una ciudad profundamente dividida socialmente, en la que conviven maravillas tecnológicas operadas por una clase acomodada con obreros explotados de vida esclava que sostienen el bienestar de sus amos, alcanzaría expresión visual bastantes años más tarde en la obra maestra de Fritz Lang, “Metrópolis” (1926). La novela de Donnelly sedujo la imaginación popular en un momento como el actual, en el que el futuro para la “gente corriente” parece cada vez más oscuro e impersonal.