lunes, 22 de marzo de 2010

1889-EL ÚLTIMO AMERICANO - John Ames Mitchell


Una de las imágenes más famosas de la ciencia ficción es aquella que aparece en la escena final de "El Planeta de los Simios": la mitad de la Estatua de la Libertad varada en una playa, símbolo de lo efímero de la gloria de los imperios. Recuerdo haber visto la película siendo un niño y la manera en que me impactó (curiosamente, aquel momento, uno de los más recordados de la CF cinematográfica, no estaba en la novela original de Pierre Boulle, cuyo desarrollo difería bastante del film).

La ficción sobre el ocaso de la civilización capitalista no era ni mucho menos nueva (recordemos ficciones apocalípticas comentadas en otras entradas, como "El último hombre" o "After London", escritas por autores ingleses). Sin embargo, el mundo se transformaba con rapidez y al terminar el siglo XIX, las ciudades habían acelerado aún más su papel de motores del cambio en todo tipo de ámbitos: cultura, economía, sociedad... todo nacía y se desarrollaba en las grandes ciudades del mundo occidental. De ahí que los escritores, al reflexionar sobre lo fugaz de los imperios y las causas de los derrumbes de los mismos, pusieran sus ojos en esas mismas ciudades. Si ellas son el centro de la nueva civilización, también pueden ser la causa de su muerte.

Cuando John Ames Mitchell escribió en 1889 "The Last American", la estatua de la Libertad sólo llevaba tres años en la bahía de Nueva York, pero ya se había convertido en un poderoso icono que iba a representar tanto las esperanzas del mundo como, en un hipotético futuro, el recuerdo de su caída.

La historia es un diario ficticio escrito en primera persona por el almirante persa Khan-Li, al mando de una expedición que parte hacia lo desconocido en el año 2951. Para entonces, el mundo ha sido devastado por catastróficos cambios climáticos, hundiendo la civilización a niveles preindustriales. Sólo ahora, mil años después, comienza el hombre a recuperarse del golpe sufrido. Norteamérica no es más que un mito, una leyenda, y pocos creen que su existencia fue alguna vez real. Atravesando el océano Atlántico, los exploradores persas llegan a las costas de Merhika, en tiempos una gran nación. Nh-York, su mayor ciudad, no es ahora más que un montón de evocadoras ruinas. Los exploradores suben a los restos de la destruida Estatua de la Libertad y uno de ellos, emocionado por la visión, escribe: “la extensión de la ciudad es asombrosa… Por todas partes se extienden ruinas y más ruinas. Nunca hubo un panorama más melancólico… No puedo seguir escribiendo. “

El libro es un examen satírico de las costumbre estadounidenses de la época de acuerdo a las conclusiones a las que llegan los persas a partir de los restos que hallan. Además de un aviso del peligro que constituían -entonces y ahora- determinadas tendencias, el relato representa también una especie de homenaje/burla a los trabajos arqueológicos (reflejado en los intentos de extraer de las ruinas un significado) que entonces se llevaban a cabo, especialmente en Egipto, reconstruyendo la historia y tradiciones de esa antigua cultura. La arqueología moderna estaba naciendo en aquellos años –al igual que la CF- y los descubrimientos que se iban realizando disfrutaban de una gran publicidad en la prensa.

En fin, las conclusiones que extraen los aventureros persas de los restos de la catástrofe son inquietantemente familiares para un lector moderno: un país obsesionado por la satisfacción de sus apetencias y el dinero, dominado por el comercio desaforado y centrado en un estilo de vida egoísta y superficial: "[las ruinas] permanecen como una moraleja del destino de los Mehrikanos (...) su rápido crecimiento, su gran número, su maravillosa ingenuidad mecánica y su súbita desaparición..." ; desaparición que, finalmente, sobrevendrá encarnada en un cambio climático -si bien Mitchell no establece una clara relación directa entre desarrollo y clima-. Si hiciéramos un resumen del argumento sin citar su procedencia, probablemente se pensaría que fue escrito en época muy reciente y no hace 120 años.

Resulta irónico que sean precisamente los persas, los actuales iraníes, los que redescubran Estados Unidos en el futuro. Por supuesto, Mitchell nunca pudo predecir la evolución histórica de Irán; por entonces, ni siquiera tenía una entidad política independiente -aunque sí cultural- formando parte del Imperio Otomano. Seguramente, los ayatollahs del Irán contemporáneo estarían encantados de leer este relato sobre unos Estados Unidos consumidos por su propio estilo de vida.

John Ames Michell (1844-1918) fue uno de esos hombres cada vez más difíciles de encontrar en estos tiempos de superespecialización. Editor, arquitecto, escritor, filántropo y artista, su legado más duradero fue la fundación de la revista “Life”, que en sus inicios no estaba tan centrada en aspectos de sociedad adornados con abundantes fotos y sí en prestar sus páginas a escritores de muy diverso estilo, representativos de todo el espectro literario del momento. Él mismo fue autor de media docena de novelas, entre ellas este "El Último Americano". Eran tiempos en los que no se había acuñado el término "ciencia ficción", ni siquiera se consideraba como un género específico. A diferencia de lo que ocurre hoy, cuando la CF es un coto cerrado en el que los autores de ficción "convencional" no se aventuran, en aquellos tiempos pioneros, los escritores cultivaron todo tipo de géneros. Prácticamente todos los escritores que hemos revisado en este blog –y la mayoría de las próximas entradas, escribieron relatos cubriendo una amplia gama temática y ninguno, de Julio Verne a Jack London, de Edward Page Mitchell a Rudyard Kipling, se centró exclusivamente en la ficción especulativa.

El relato fue por fin editado en forma de libro en 1893 y fue un gran éxito en su momento –en 1902 ya contabilizaba siete ediciones- aunque hoy, por alguna razón que no alcanzo a comprender, no es fácil encontrar referencias del mismo en los manuales o las páginas web especializados. No se trata de un relato largo y hoy día, si se puede leer en inglés -no me consta que exista edición española-, lo más sencillo es descargárselo de internet en el Proyecto Gutemberg

domingo, 14 de marzo de 2010

1887-LA EDAD DE CRISTAL - W.H.Hudson


El último tercio del siglo XIX y los primeros años del XX, antes de que el infierno de la I Guerra Mundial diera un vuelco a los temas que exploraba la CF, vieron la luz un buen número de obras en las que se describían sociedades utópicas, con o sin serpiente escondida. Hemos visto ya varias de ellas: "La raza venidera", "El periodo fijo", la Franceville de "Los quinientos millones de la Begún"... La particularidad del libro que comentamos en esta entrada reside en su carácter precursor del misticismo ecológico, sobre el que el autor volvería en otra obra bastante posterior y más conocida, "Mansiones Verdes" (1904), la cual recibiría una adaptación cinematográfica -bastante mediocre por cierto- protagonizada por Audrey Hepburn y Anthony Perkins.

"La Edad de Cristal" está narrada en primera persona por un viajero y naturalista que recobra la conciencia tras una caída. Las raíces de los árboles y plantas rodean su cuerpo, lo que le da a entender que ha pasado un largo periodo de tiempo aun cuando su cuerpo, por alguna razón, no ha envejecido. No tarda en encontrar a una extraña gente que celebra un funeral e inmediatamente se enamora de una jovencita de extraordinaria belleza, Yolleta (H.G.Wells plantearía la misma situación romántica no muchos años después en "La Máquina del Tiempo").

Obsesionado con la joven, el protagonista intenta integrarse y trabajar dentro de la peculiar comunidad del futuro. Se da cuenta rápidamente de que esa nueva sociedad tiene poco que ver con la que él conocía: aun cuando la forma de vida es comunal, han desaparecido las ciudades; la lengua que utilizan es el inglés, pero la escritura ha cambiado totalmente; no existe la propiedad privada, la gente es vegetariana y se encuentra fuertemente unida a la Naturaleza; su esperanza de vida llega a los doscientos años, llevando una existencia en armonía con el entorno y carente de torbellinos sentimentales.

Es precisamente ahí donde reside la serpiente de este aparente paraíso: los humanos de este lejano futuro han conseguido construir un mundo utópico, sí, pero no sin sacrificar la sexualidad y el amor. Sólo los líderes de la comunidad (conocidos como el Padre y la Madre de la Casa) tienen permitido reproducirse. Al descubrir este hecho, el viajero temporal se da cuenta de que su amor por Yolletta nunca será correspondido. El narrador expresa tanta amargura ante esa revelación que uno casi podría asegurar que el propio Hudson pasó por una experiencia de rechazo semejante. El relato termina con un final sorprendente e inesperado que parece en contradicción con el tono pastoral del resto de la obra.

William Henry Hudson (1841-1922) nació en Argentina y pasó su juventud estudiando la fauna y la flora de lo que entonces era un territorio fronterizo y salvaje de la provincia de Buenos Aires. En 1869 se estableció en Inglaterra y se dedicó a publicar libros especializados en ornitología y acerca del campo inglés cuya influencia sería capital en el movimiento de "regreso a la Naturaleza" de la década de los veinte y treinta del siglo siguiente.

En "La Edad de Cristal" concurren tres subgéneros característicos de la CF: el viaje en el tiempo, la novela postapocalíptica y la utopía.

Hudson no era un hombre particularmente versado -ni interesado- en los avances tecnológicos o teorías físicas. En lugar de optar por la solución de enviar a su protagonista a algún lejano y escondido rincón del planeta que albergara alguna raza perdida, prefirió mandarlo al futuro, pero no usando ningún artefacto de misterioso funcionamiento (como la máquina temporal de Wells), sino haciendo uso de otro recurso mucho más popular en aquellos años: el místico. De alguna manera, tras un trauma físico y mental, el individuo se encuentra "trasladado" al futuro -en otras novelas era a otro planeta- sin que su cuerpo haya sufrido cambio alguno.

Otro de los temas de la CF, la del apocalipsis que destruye el mundo actual para dar paso a uno mejor, es hoy bastante convencional, aunque en tiempos de Hudson no estaba tan manido. Al fin y al cabo, el apocalípsis narrado en "El Último Hombre" de Shelley termina con la aniquilación total de la raza humana; en "After London", la sociedad resultante tras el cataclismo, aunque más apegada a la Naturaleza, no se puede decir que fuera mejor que la anterior. Hudson se refiere también a una calamidad en la que todo lo que conocemos y damos por sentado queda fulminado como colofón a un proceso de degeneración y corrupción que venía afectando al mundo desde largo tiempo antes.

Lo poco que queda de la especie humana se recompone sobre bases más sencillas y una cultura más sana y razonable. La utopía que buena parte de los autores solían construir a partir del apocalipsis solían ser mundos ideales edificados en base al progreso técnico. Veremos en próximas entradas obras que seguían esta tendencia, como "Looking Backwards" (1893) de Edward Bellamy o "Una Utopía Moderna" (1905) de H.G.Wells. Pero no todo el mundo veía el avance tecnológico con ojos optimistas. Richard Jefferies, en su "After London" (188 ) es un buen ejemplo de esa escuela de pensamiento que abogaba por la vuelta al mundo agrícola.

"La Edad de Cristal" pertenece claramente a la segunda categoría. La única tecnología que aparece en el libro es un sistema de esferas de cobre que producen una especie de música ambiental. Por lo demás, no tienen ningún tipo de máquina o herramienta compleja más allá de los aperos de labranza más básicos. Como solía ser también común en las utopías de la época, aflora la cuestión de la inversión de los géneros -la sociedad futurista es matriarcal- y la represión sexual. Efectivamente, no sólo el protagonista ve frustrados sus intereses en ese sentido con la bella Yolleta, sino que la propia sociedad ha tenido que recurrir a la abstinencia sexual como alternativa a una explosión demográfica de dimensiones maltusianas. Si echais un vistazo a la entrada de "La Raza Venidera", encontrareis los mismos temas quince años antes.

La novela no escapa a lo que hoy es un defecto común en muchos libros de la época: un estilo ampuloso y recargado, con profusas descripciones muy del gusto victoriano. Así, las opiniones sobre esta obra pueden ser muy diversas según el gusto de quien las emita. Para unos, es una obra lírica, con una suave ironía, una elegía que aboga por el regreso al mundo natural y el rechazo de la locura industrial. Para otros, es un libro que no ha soportado el paso del tiempo, cursi, dulzón y amanerado. Desde mi punto de vista, aunque el estilo puede ser bastante, creo que conserva mucho de su interés por su carácter precursor de determinados movimientos sociales (de los que el hippy -con la excepción de su actitud hacia el sexo- es el más conocido) y por la ambigüedad de la utopía que plantea: ¿compensa la paz social el sacrificio de las emociones y sentimientos?

Por otra parte, "La Edad de Cristal" es una notable muestra de cómo, fuera de Francia, la influencia de Verne era menor de lo que podría esperarse dada la fama de algunas de sus novelas. Ciertamente, hubo bastantes imitadores del estilo verniano, pero en la mayor parte de los casos sus intentos quedaron restringidos a la novela juvenil. Otros autores, como W.H.Hudson, siguieron una vena más antigua de ficción utópica y futurista que mantuvo su interés durante más tiempo que las aventuras científicas del famoso escritor francés.

Existe una edición española por parte de Minotauro en el año 2004.

Desde internet, se puede descargar aqui.





viernes, 12 de marzo de 2010

1886 / 1904 - ROBUR EL CONQUISTADOR - DUEÑO DEL MUNDO - Julio Verne


El hombre siempre ha soñado con volar. Ícaro, símbolo temprano de ese anhelo, forma parte de nuestro legado cultural. Escritores, artistas e inventores como Leonardo da Vinci mantuvieron vivo el sueño hasta que a finales del siglo XVIII los hermanos Montgolfier elevaron sus primeros globos, primero con animales a bordo y, después, en octubre de 1783, con pasajeros humanos. Se había abierto un nuevo camino no solo para los sueños, sino para la ciencia y la tecnología.

Julio Verne había explorado, tal y como hemos visto en entradas anteriores, diversos aspectos de la ciencia de la época, algunas veces ajustándose a lo que en su momento ya existía ("Cinco semanas en globo", "La ciudad flotante"); imaginando artefactos e ingenios que eran evoluciones perfeccionadas de inventos aún en una fase primitiva, como el submarino "Nautilus" de "Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino"; o, en menos ocasiones, desarrollando conceptos netamente futuristas, como en su serie de la Luna. En “Robur el Conquistador”, el escritor galo aborda el tema de la navegación aérea, que por entonces comenzaba a cobrar ímpetu, si bien los avances efectivos eran aún escasos.

Como de costumbre, un misterio abre esta novela. Por todo el planeta, misteriosos sonidos, vagas luces provenientes del cielo y banderas que aparecen clavadas en lugares inaccesibles desconciertan a los habitantes de ambos hemisferios. Ningún observatorio parece ser capaz de confirmar o explicar el fenómeno. Se nos presenta a continuación un club muy peculiar, creado a semejanza del Baltimore Gun Club que Verne había ideado para "De la Tierra a la Luna": el Instituto Weldon de Filadelfia, un nido de lunáticos, apasionados defensores de los globos y dirigibles aerostáticos cuyo objetivo autoimpuesto es encontrar la manera de idear un método para maniobrarlos con eficiencia. Durante uno de sus debates, aparece un extraño personaje que dice llamarse Robur y que de forma insultante se burla de sus teorías defendiendo que el único medio de volar es con máquinas más pesadas que el aire. Los ánimos se soliviantan y Robur desaparece misteriosamente cuando los miembros del instituto se disponían a agredirle.

Aquella misma noche, el presidente y secretario del Instituto Weldon y el criado negro del primero, son secuestrados y llevados a lo que resulta ser una nave voladora, el Albatros. Básicamente se trataba de una especie de navío con hélices en sus mástiles en lugar de velas y que, como ocurre en un helicóptero, mantienen al aparato en el aire. Dos hélices, una a proa y otra a popa actúan como propulsores. La energía eléctrica necesaria para mover los motores provenía de unas pilas eléctricas de composición química desconocida. La nave, además, es invulnerable gracias a que su fuselaje está construido de papel comprimido y tratado para resistir cualquier ataque.

El ingenio resulta ser propiedad de Robur, quien lo maneja con ayuda de media docena de silenciosos y anónimos tripulantes. Ha llevado a cabo el secuestro de los dos sabios -que eran acérrimos enemigos entre sí hasta que se encuentran unidos en su papel de víctimas- con el supuesto propósito de demostrar la genialidad de su invención. A tal fin, durante tres semanas, recorre los cielos de todo el mundo, desde Norteamérica hasta Asia, desde Europa hasta África, llegando incluso al Polo Sur. El presidente y secretario, hartos de su cautividad y frustrados por ver sus teorías superadas por las de Robur, le exigen que les ponga en libertad. Ante la negativa de éste, urden un plan para destruir el Albatros.

"Robur el Conquistador" no es una novela brillante o novedosa, al menos en lo que se refiere a su estructura y desarrollo. Verne seguía aquí un esquema que había probado su éxito en novelas anteriores pero cuyos elementos eran ya de sobra conocidos. Las líneas generales son demasiado parecidas -por no decir iguales- a las de "Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino": el misterioso fenómeno que resulta ser una máquina avanzada, el secuestro de los protagonistas, el enigmático capitán de oscuro pasado, el largo viaje alrededor del mundo, ... Pero a diferencia de aquella, aquí no encontramos emoción, drama, personajes cautivadores o momentos inolvidables (me remito a la entrada en la que comentaba esa novela). Robur, el trasunto de Nemo, carece de personalidad alguna. Van pasando las páginas y lo único que sucede es que el Albatros viaja de un sitio a otro sin detenerse en ninguna parte y, por tanto, sin dejar que sus pasajeros interactúen con los paisajes que van contemplando desde el aire. Hacia el final, cuando estalla una tormenta y el aparato volador se encuentra atrapado en un peligroso ciclón, las cosas se animan algo más. El desenlace, aunque inverosímil, tiene también algo más de gracia pero, por lo demás, el conjunto es bastante soso.

Los defectos de Verne, ya comentados en otras ocasiones, siguen ahí: su manía de llenar páginas con fechas y nombres que no aportan nada a la narración; o su racismo, aquí representado por Frycollin, el criado negro. Como en obras anteriores, podemos entender que Verne no hacía sino reflejar unos prejuicios comunes en la época, pero hoy resultan ofensivos a nuestra sensibilidad. La obra tiene todos los visos de tratarse de un encargo solventado deprisa y con pocas ganas.

Si el libro tiene tantos defectos, ¿por qué entonces dedicarle un espacio en esta selección de obras de CF? Pues porque aunque el desarrollo es desacertado, el tema sí es novedoso. Verne fue, también aquí, un pionero en plantearse de manera seria el asunto de la navegación aérea. Hemos visto en entradas anteriores ("Hans Pfaal") el uso de globos para volar e incluso alcanzar otros cuerpos celestes, pero la visión de Verne supuso una novedad al plantear un debate interesante aunque hoy ya superado: los defensores de aparatos más ligeros que el aire -globos aerostáticos y dirigibles- dirigidos por hélices y timones; y aquellos que, como Robur, abogaban por la utilización de máquinas más pesadas que el aire impulsadas por motores. El escritor no contempló en esa pugna (aunque sí los menciona con poco convencimiento) los inventores que trataban de desarrollar aquellos ridículos aparatos que querían imitar el vuelo de las aves.

Aún faltaban casi veinte años para que los hermanos Wright hicieran volar por primera vez un avión y Verne llegaría a vivir aquel suceso trascendental. Pero en 1886, todavía quedaban por realizar muchos experimentos y no estaba claro qué camino seguiría la ingeniería. El Albatros -o cualquier cosa que se le pareciera-, sin embargo, nunca llegaría a construirse. Verne no acertó en esta ocasión con el ingenio que acabaría ganando la carrera: el avión. Lo más cercano que jamás existió al Albatros son los grandes helicópteros de transporte. La máquina de Robur era un trasunto de "Nautilus" volador, una plataforma movida por hélices que muchos ilustradores plasmarían en sus fantasías futuristas -el animador japonés Hayao Miyazaki, por ejemplo, ha utilizado en varias de sus películas artefactos inspirados en esos diseños- nunca saldría de los tableros de dibujo.

Hay otras curiosidades relacionadas con esta novela. Por ejemplo, que Verne la integrara en la misma corriente temporal que "Los Quinientos Millones de la Begún", a cuyos acontecimientos hace referencia en las primeras páginas. Por otro lado, el escritor francés nunca fue muy preciso a la hora de situar cronológicamente sus novelas pero, con excepción de la entonces inédita "París en el siglo XXI", siempre quedó claro que la acción transcurría en el presente (el suyo, claro). Aquí, sin embargo, Verne hace referencia a la Torre Eiffel como un edificio construido en el pasado. No la llama por ese nombre, claro, puesto que esa denominación la recibiría algún tiempo después de finalizada, pero menciona la gran torre metálica de 300 metros de altura que había sido construida para la Exposición Universal de 1889. Como esta novela se publicó en 1886, en el momento de escribirla, Verne conocía únicamente el proyecto y había visto el comienzo de los trabajos, pero no sólo dio la construccion por terminada, sino que asumió que se convertiría en el edificio más representativo de la ciudad.

Y aún hay una derivación curiosa más. Como hemos dicho, el libro se abría con misteriosos avistamientos acompañados de sonidos y luces. Pues bien, en 1896, empezaron a producirse en Estados Unidos informes de barcos voladores o, mejor, dirigibles. Aunque el fenómeno se dio sobre todo en Norteamérica, hubo también otros avistamientos en diferentes países por la misma época. Más de 1.500 periódicos en Estados Unidos dieron cuenta de sucesos similares. Cincuenta años más tarde, cuando las novelas y películas de ciencia ficción formaban ya parte de la cultura popular, nació el fenómeno OVNI. A finales del XIX, no se soñaba aún con extraterrestres, claro, pero las fantasías humanas eran las mismas. En lugar de platillos volantes, veían misteriosas aeronaves. Quinientos años antes habían sido vírgenes, santos o demonios.

Algunos afirmaron haber visto a sus ocupantes o incluso haber entablado contacto con ellos: aunque humanos, su comportamiento, maneras y vestidos eran extraños. Tres testigos de Texas informaron que los cinco tripulantes les habían dicho ser descendientes de las tribus perdidas de Israel y que habían aprendido inglés de una expedición que en 1553 había intentado llegar al Polo Norte. Huelga decir que, en un momento dado, esas fantasías fueron sustituidas por otras y que las conclusiones a las que llegaron los investigadores -tanto los que indagaron sobre la cuestión en el momento como los historiadores que la revisaron a posteriori- apuntaban a confusiones en el avistamiento de planetas, estrellas o formaciones nubosas, bromas o simples estafas. Los últimos informes se produjeron en Inglaterra en 1913.

Años más tarde, poco antes de morir, Verne continuó la aventura de Robur en "El Amo del Mundo" (1904) sobre premisas similares. De nuevo un misterio: luces y sonidos en lo alto de una montaña de los Apalaches, un vehículo que recorre las carreteras a tanta velocidad que no se le puede ver y que amenaza a peatones y carruajes, barco avistado en las aguas costeras del Atlántico que se mueve a gran velocidad evitando cualquier aproximación por parte de militares o civiles, un esquivo ingenio submarino localizado en un lago encerrado entre montañas... El inspector Strock, miembro de una rama especial de la policía y narrador de la aventura, recibe el encargo de solucionar el enigma.

Esta secuela, como era habitual en Verne, reconfigura la concepción original: Robur regresa, pero ya como criminal más que como una especie de Nemo benevolente aunque equivocado. Su Albatros es reemplazado por otra nave llamada L´Epouvante (Terror), un aparato más pequeño pero más poderoso, que combina las capacidades de un autómovil, un barco, un submarino y un avión -ahora ya con alas, no con hélices, como el Albatros-, desarrollando en cualquier medio una velocidad vertiginosa. El libro cuenta básicamente los intentos de las autoridades por derribar y atrapar al escurridizo Robur.

Cuando los hermanos Wright hicieron volar la primera máquina más pesada que el aire en Kitty Hawk, en 1903, se habían inventado ya miles de extraños aparatos voladores. Habían pasado 18 años desde la primera publicación de "Robur el Conquistador" y ahora Verne se adaptaba a los tiempos con un nuevo ingenio polivalente que, como el Albatros, nunca llegaría a existir más que en la imaginación de los escritores y dibujantes de CF. La ingeniería se decidió por el campo de la superespecialización: coches, barcos, aviones y submarinos se fueron diseñando cada vez más eficientemente para que ejecutaran sus respectivas tareas, pero sin pretender que realizaran proezas en otros medios distintos a los que les eran propios. Además, leído hoy, resulta gracioso comprobar cuán erróneas eran algunas ideas de la época, como que un vehículo que se moviera a 300 km/ resultaría invisible para el ojo humano, o que la velocidad reduciría el peso. Por lo demás, se trata de un libro más corto, más ligero y más entretenido que "Robur el Conquistador". Aunque los personajes carecen igualmente de profundidad y propósito, la intriga de las pesquisas que llevan hasta Robur le dan más dinamismo a la narración.

En los años que siguieron, hasta que la aviación alcanzó su "mayoría de edad" durante la Primera Guerra Mundial, las visiones de aparatos aéreos continuaron apareciendo en los relatos de CF. Sin embargo, esas ensoñaciones se empeñaban en cerrar los ojos ante las cada vez más claras leyes físicas que regían la aeronáutica: eran grandes aparatos, de dimensiones colosales, herederos de una época anterior. Los escritores de CF no supieron ver que lo que iba a cambiar el mundo no era el tamaño de los ingenios aéreos, sino la velocidad que alcanzarían. El mundo no iba a tardar en convertirse en un sitio más pequeño.

miércoles, 3 de marzo de 2010

1886-EL ROMANCE DE DOS MUNDOS - Marie Corelli

Marie Corelli fue quizás la novelista británica más popular del cambio de siglo. Sus libros se vendieron, con diferencia, mucho más que los de H.G.Wells o Arthur Conan Doyle. La crítica fue demoledora con su estilo melodramático y exageradamente emocional, pero eso no tuvo el menor efecto sobre su éxito de ventas: en 1906, cada uno de sus títulos vendía 100.000 copias al año, y entre sus admiradores se encontraban los miembros de la familia real inglesa o Winston Churchill. La evolución del gusto popular ha hecho que hoy su nombre haya pasado al olvido, quizá porque el género que cultivaba -o que inventó-, los relatos románticos con elementos místicos y fantásticos, ya no goza del favor del público.

Se trata de la primera obra de su autora, una narración un tanto chapucera y apresurada, pero que en su día fue inmensamente famosa y que está considerada la mejor de su autora. La protagonista, que narra la historia en primera persona, sufre de una enfermedad degenerativa que le provoca depresiones y deseos de suicidio. Mientras se toma unas vacaciones para reposar conoce a su ángel guardián, Heliobas, un extraño ser que se dedica a experimentar con la electricidad y que la acompaña, utilizando una variante mística de esa energía, a un viaje alrededor del sistema solar. Visitan sociedades ideales con una profunda vida espiritual en Saturno, Venus y Júpiter. Finalmente, la chica acaba entendiendo la esencia de la religión y el secreto del destino de la Humanidad.

Probablemente, en las inclinaciones místico-religiosas de Marie Corelli tuviera algo que ver su condición de hija ilegítima de un médico y su doncella y que a los once años fuera enviada a un convento parisino, donde permanecería cuatro años internada antes de regresar a Inglaterra. A caballo entre las dos corrientes de pensamiento de su época, los cientifistas y los que aún se aferraban a las interpretaciones rígidas de la Biblia, Marie intentó tender un puente entre ambos. Así, aunque el tono de la novela es claramente religioso, intenta conciliar lo sobrenatural con la ciencia, introduciendo elementos como la electricidad, la energía solar o la estructura del átomo. Corelli creía que el alma era esencialmente eléctrica y el cielo un gran círculo eléctrico... Su cristianismo era igualmente poco ortodoxo, contemplando conceptos como la reencarnación, la proyección astral y una visión panteista de la religión.

El éxito de esta novela sorprendió a todo el mundo. Su "Principio Eléctrico del Cristianismo", incluido en el texto y presentado como un hecho cierto y probado y su mezcla ecléctica de cristianismo, misticismo pagano y ocultismo, generó un auténtico culto entre los más variopintos seguidores, desde los primeros adeptos a la filosofía New Age hasta los rosacruces.

Los críticos pulverizaron a la escritora con comentarios como "una mujer de talento deplorable que se cree un genio y que es aceptada como tal por un público a cuyo sentimentalismo proporciona un escenario glamuroso"; o "la imaginación de Poe con [...] la mentalidad de una enfermera"

El éxito de "Un romance de dos mundos" propició, como podía esperarse, dos novelas más protagonizadas por el ángel Heliobas: Ardath: the Store of a Dead Self (que incluye un viaje al pasado de la Tierra, al 5.000 a.C.) y The Soul of Lilith. Un libro más, "The Life Everlasting" fue la verdadera continuación de "Romance of Two Worlds", al retomar a la protagonista para hacerla vivir una nueva historia de amor.

"El romance de dos mundos" es una obra que aúna elementos de ciencia ficción, fantasía y ocultismo. Contiene aventura, feminismo, una historia de amor y algo de misterio, integrados en un tema tan antiguo como el hombre: la búsqueda espiritual de respuestas que el mundo terrenal no puede aportar. Aunque el libro pueda estar caduco para los estándares contemporáneos, su interés radica, precisamente, en la distancia cultural que evoca.