Una de las imágenes más famosas de la ciencia ficción es aquella que aparece en la escena final de "El Planeta de los Simios": la mitad de la Estatua de la Libertad varada en una playa, símbolo de lo efímero de la gloria de los imperios. Recuerdo haber visto la película siendo un niño y la manera en que me impactó (curiosamente, aquel momento, uno de los más recordados de la CF cinematográfica, no estaba en la novela original de Pierre Boulle, cuyo desarrollo difería bastante del film).
La ficción sobre el ocaso de la civilización capitalista no era ni mucho menos nueva (recordemos ficciones apocalípticas comentadas en otras entradas, como "El último hombre" o "After London", escritas por autores ingleses). Sin embargo, el mundo se transformaba con rapidez y al terminar el siglo XIX, las ciudades habían acelerado aún más su papel de motores del cambio en todo tipo de ámbitos: cultura, economía, sociedad... todo nacía y se desarrollaba en las grandes ciudades del mundo occidental. De ahí que los escritores, al reflexionar sobre lo fugaz de los imperios y las causas de los derrumbes de los mismos, pusieran sus ojos en esas mismas ciudades. Si ellas son el centro de la nueva civilización, también pueden ser la causa de su muerte.
Cuando John Ames Mitchell escribió en 1889 "The Last American", la estatua de la Libertad sólo llevaba tres años en la bahía de Nueva York, pero ya se había convertido en un poderoso icono que iba a representar tanto las esperanzas del mundo como, en un hipotético futuro, el recuerdo de su caída.
La historia es un diario ficticio escrito en primera persona por el almirante persa Khan-Li, al mando de una expedición que parte hacia lo desconocido en el año 2951. Para entonces, el mundo ha sido devastado por catastróficos cambios climáticos, hundiendo la civilización a niveles preindustriales. Sólo ahora, mil años después, comienza el hombre a recuperarse del golpe sufrido. Norteamérica no es más que un mito, una leyenda, y pocos creen que su existencia fue alguna vez real. Atravesando el océano Atlántico, los exploradores persas llegan a las costas de Merhika, en tiempos una gran nación. Nh-York, su mayor ciudad, no es ahora más que un montón de evocadoras ruinas. Los exploradores suben a los restos de la destruida Estatua de la Libertad y uno de ellos, emocionado por la visión, escribe: “la extensión de la ciudad es asombrosa… Por todas partes se extienden ruinas y más ruinas. Nunca hubo un panorama más melancólico… No puedo seguir escribiendo. “
El libro es un examen satírico de las costumbre estadounidenses de la época de acuerdo a las conclusiones a las que llegan los persas a partir de los restos que hallan. Además de un aviso del peligro que constituían -entonces y ahora- determinadas tendencias, el relato representa también una especie de homenaje/burla a los trabajos arqueológicos (reflejado en los intentos de extraer de las ruinas un significado) que entonces se llevaban a cabo, especialmente en Egipto, reconstruyendo la historia y tradiciones de esa antigua cultura. La arqueología moderna estaba naciendo en aquellos años –al igual que la CF- y los descubrimientos que se iban realizando disfrutaban de una gran publicidad en la prensa.
En fin, las conclusiones que extraen los aventureros persas de los restos de la catástrofe son inquietantemente familiares para un lector moderno: un país obsesionado por la satisfacción de sus apetencias y el dinero, dominado por el comercio desaforado y centrado en un estilo de vida egoísta y superficial: "[las ruinas] permanecen como una moraleja del destino de los Mehrikanos (...) su rápido crecimiento, su gran número, su maravillosa ingenuidad mecánica y su súbita desaparición..." ; desaparición que, finalmente, sobrevendrá encarnada en un cambio climático -si bien Mitchell no establece una clara relación directa entre desarrollo y clima-. Si hiciéramos un resumen del argumento sin citar su procedencia, probablemente se pensaría que fue escrito en época muy reciente y no hace 120 años.
Resulta irónico que sean precisamente los persas, los actuales iraníes, los que redescubran Estados Unidos en el futuro. Por supuesto, Mitchell nunca pudo predecir la evolución histórica de Irán; por entonces, ni siquiera tenía una entidad política independiente -aunque sí cultural- formando parte del Imperio Otomano. Seguramente, los ayatollahs del Irán contemporáneo estarían encantados de leer este relato sobre unos Estados Unidos consumidos por su propio estilo de vida.
John Ames Michell (1844-1918) fue uno de esos hombres cada vez más difíciles de encontrar en estos tiempos de superespecialización. Editor, arquitecto, escritor, filántropo y artista, su legado más duradero fue la fundación de la revista “Life”, que en sus inicios no estaba tan centrada en aspectos de sociedad adornados con abundantes fotos y sí en prestar sus páginas a escritores de muy diverso estilo, representativos de todo el espectro literario del momento. Él mismo fue autor de media docena de novelas, entre ellas este "El Último Americano". Eran tiempos en los que no se había acuñado el término "ciencia ficción", ni siquiera se consideraba como un género específico. A diferencia de lo que ocurre hoy, cuando la CF es un coto cerrado en el que los autores de ficción "convencional" no se aventuran, en aquellos tiempos pioneros, los escritores cultivaron todo tipo de géneros. Prácticamente todos los escritores que hemos revisado en este blog –y la mayoría de las próximas entradas, escribieron relatos cubriendo una amplia gama temática y ninguno, de Julio Verne a Jack London, de Edward Page Mitchell a Rudyard Kipling, se centró exclusivamente en la ficción especulativa.
El relato fue por fin editado en forma de libro en 1893 y fue un gran éxito en su momento –en 1902 ya contabilizaba siete ediciones- aunque hoy, por alguna razón que no alcanzo a comprender, no es fácil encontrar referencias del mismo en los manuales o las páginas web especializados. No se trata de un relato largo y hoy día, si se puede leer en inglés -no me consta que exista edición española-, lo más sencillo es descargárselo de internet en el Proyecto Gutemberg
La ficción sobre el ocaso de la civilización capitalista no era ni mucho menos nueva (recordemos ficciones apocalípticas comentadas en otras entradas, como "El último hombre" o "After London", escritas por autores ingleses). Sin embargo, el mundo se transformaba con rapidez y al terminar el siglo XIX, las ciudades habían acelerado aún más su papel de motores del cambio en todo tipo de ámbitos: cultura, economía, sociedad... todo nacía y se desarrollaba en las grandes ciudades del mundo occidental. De ahí que los escritores, al reflexionar sobre lo fugaz de los imperios y las causas de los derrumbes de los mismos, pusieran sus ojos en esas mismas ciudades. Si ellas son el centro de la nueva civilización, también pueden ser la causa de su muerte.
Cuando John Ames Mitchell escribió en 1889 "The Last American", la estatua de la Libertad sólo llevaba tres años en la bahía de Nueva York, pero ya se había convertido en un poderoso icono que iba a representar tanto las esperanzas del mundo como, en un hipotético futuro, el recuerdo de su caída.
La historia es un diario ficticio escrito en primera persona por el almirante persa Khan-Li, al mando de una expedición que parte hacia lo desconocido en el año 2951. Para entonces, el mundo ha sido devastado por catastróficos cambios climáticos, hundiendo la civilización a niveles preindustriales. Sólo ahora, mil años después, comienza el hombre a recuperarse del golpe sufrido. Norteamérica no es más que un mito, una leyenda, y pocos creen que su existencia fue alguna vez real. Atravesando el océano Atlántico, los exploradores persas llegan a las costas de Merhika, en tiempos una gran nación. Nh-York, su mayor ciudad, no es ahora más que un montón de evocadoras ruinas. Los exploradores suben a los restos de la destruida Estatua de la Libertad y uno de ellos, emocionado por la visión, escribe: “la extensión de la ciudad es asombrosa… Por todas partes se extienden ruinas y más ruinas. Nunca hubo un panorama más melancólico… No puedo seguir escribiendo. “
El libro es un examen satírico de las costumbre estadounidenses de la época de acuerdo a las conclusiones a las que llegan los persas a partir de los restos que hallan. Además de un aviso del peligro que constituían -entonces y ahora- determinadas tendencias, el relato representa también una especie de homenaje/burla a los trabajos arqueológicos (reflejado en los intentos de extraer de las ruinas un significado) que entonces se llevaban a cabo, especialmente en Egipto, reconstruyendo la historia y tradiciones de esa antigua cultura. La arqueología moderna estaba naciendo en aquellos años –al igual que la CF- y los descubrimientos que se iban realizando disfrutaban de una gran publicidad en la prensa.
En fin, las conclusiones que extraen los aventureros persas de los restos de la catástrofe son inquietantemente familiares para un lector moderno: un país obsesionado por la satisfacción de sus apetencias y el dinero, dominado por el comercio desaforado y centrado en un estilo de vida egoísta y superficial: "[las ruinas] permanecen como una moraleja del destino de los Mehrikanos (...) su rápido crecimiento, su gran número, su maravillosa ingenuidad mecánica y su súbita desaparición..." ; desaparición que, finalmente, sobrevendrá encarnada en un cambio climático -si bien Mitchell no establece una clara relación directa entre desarrollo y clima-. Si hiciéramos un resumen del argumento sin citar su procedencia, probablemente se pensaría que fue escrito en época muy reciente y no hace 120 años.
Resulta irónico que sean precisamente los persas, los actuales iraníes, los que redescubran Estados Unidos en el futuro. Por supuesto, Mitchell nunca pudo predecir la evolución histórica de Irán; por entonces, ni siquiera tenía una entidad política independiente -aunque sí cultural- formando parte del Imperio Otomano. Seguramente, los ayatollahs del Irán contemporáneo estarían encantados de leer este relato sobre unos Estados Unidos consumidos por su propio estilo de vida.
John Ames Michell (1844-1918) fue uno de esos hombres cada vez más difíciles de encontrar en estos tiempos de superespecialización. Editor, arquitecto, escritor, filántropo y artista, su legado más duradero fue la fundación de la revista “Life”, que en sus inicios no estaba tan centrada en aspectos de sociedad adornados con abundantes fotos y sí en prestar sus páginas a escritores de muy diverso estilo, representativos de todo el espectro literario del momento. Él mismo fue autor de media docena de novelas, entre ellas este "El Último Americano". Eran tiempos en los que no se había acuñado el término "ciencia ficción", ni siquiera se consideraba como un género específico. A diferencia de lo que ocurre hoy, cuando la CF es un coto cerrado en el que los autores de ficción "convencional" no se aventuran, en aquellos tiempos pioneros, los escritores cultivaron todo tipo de géneros. Prácticamente todos los escritores que hemos revisado en este blog –y la mayoría de las próximas entradas, escribieron relatos cubriendo una amplia gama temática y ninguno, de Julio Verne a Jack London, de Edward Page Mitchell a Rudyard Kipling, se centró exclusivamente en la ficción especulativa.
El relato fue por fin editado en forma de libro en 1893 y fue un gran éxito en su momento –en 1902 ya contabilizaba siete ediciones- aunque hoy, por alguna razón que no alcanzo a comprender, no es fácil encontrar referencias del mismo en los manuales o las páginas web especializados. No se trata de un relato largo y hoy día, si se puede leer en inglés -no me consta que exista edición española-, lo más sencillo es descargárselo de internet en el Proyecto Gutemberg
Buena e interesante reseña, no conocía esta obra, ni a su autor, pero el tema me resulta muy interesante, más teniendo en cuenta que "La Tierra Permanece" de George Stewart. Tiene un episodio titulado así, curiosa coincidencia, o no tanto...
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