A menudo, pensamos en las películas de ciencia ficción como lienzos grandiosos sobre los que desplegar naves espaciales, pistolas láser, robots y alienígenas pintorescos. Pues bien, “Despidiendo a Yang”, presentado en el Festival de Sundance de 2022, demuestra que se pueden integrar algunos de los tropos clásicos del género en una historia cuyo enfoque, tono, ritmo y estética nada tiene que ver con los blockbusters de Hollywood.
“Despidiendo
a Yang” tiene todos los ingredientes del mejor cine de CF moderno: una cuidada
fotografía, una premisa intrigante y una banda sonora sugerente pero austera
(en este caso, compuesta por el legendario Ryuichi Sakamoto). Su ambientación
es moderadamente futurista, pero la forma en que los personajes interactúan con
la tecnología no es particularmente emocionante. Lo novedoso son las propuestas
conceptuales que acompañan a esta historia emotiva y contenida sobre la familia
y la pérdida que transcurre en un futuro en el que los androides conviven con
nosotros con absoluta naturalidad e incluso desarrollan lazos afectivos
bidireccionales con los humanos que les rodean.
En
un futuro y lugar sin determinar, Jake (Colin Farrell) es propietario de una
tienda tradicional de te que está en horas bajas. Él y su mujer Kyra (Jodie
Turner-Smith) han adoptado a una niña, Mika (Malea Emma Tjandrawdjaja) y para
criarla y enseñarle la cultura china de la que procede, compraron a Yang
(Justin H.Min), un androide recubierto de carne humana auténtica que le hace
compañía, cuida de ella, la educa y le transmite conocimientos de la tradición
china. La familia protagonista, por cierto, refleja la globalización hacia la
que parecemos dirigirnos: Jake es caucásico, Kyra negra y Mika oriental.
Aparentemente,
Yang forma parte de la familia a todos los efectos y se le trata como si fuera
el hermano mayor de Mika. Aunque los padres comprenden que es un producto
adquirido, la niña lo quiere como si fuera su auténtico hermano. Por otra
parte, Jake y Kyra dependen excesivamente de Yang a la hora de guiarla y
atenderla en el día día y, en este sentido, su papel se aproxima más al de un
sirviente.
Un
día, al término de una actividad familiar (un concurso de baile interactivo a
través de la televisión en el que participa gente de todo el país), Yang se
desconecta, “muere”, podríamos decir. Jake lo lleva a reparar al fabricante
oficial pero le dicen que el núcleo se ha dañado y no pueden hacer nada más que
reciclarlo. A continuación y apremiado por la circunstancia de que el
recubrimiento de carne pronto empezará a descomponerse, acude a un técnico de
dudosa reputación, Russ (Ritchie Coster), que, tras examinar al androide,
descubre que el fabricante instaló una unidad de grabación ilegal en su
interior.
En
la soledad de su casa, Jake empieza a visionar aquellas grabaciones –muy
cortas, puesto que así estaba especificado en el programa para que, de
descubrirse, no pudiera ser interpretado como espionaje- que, a todos los
efectos, son los recuerdos que Yang decidió conservar, breves instantáneas de
momentos e imágenes que sólo tenían sentido para él. Descubre entonces que Yang
tenía una relación secreta con una chica de la que no sabía nada hasta ese
momento. Intrigado y fascinado ante el descubrimiento de esa vida interior
secreta, Jake empieza a buscar a la joven.
En el proceso, Jake no sólo humanizará a Yang de una forma que no podía haber imaginado sino que se dará cuenta de que éste no es el único miembro de la familia que necesita desesperadamente una cura…
“Despidiendo
a Yang” fue la segunda película del cineasta nacido en Corea del Sur, Kogonada,
quien en 2008 realizó una serie de videoensayos analizando el estilo visual de
diversos directores, películas y series. Este trabajo fue bien recibido y la
revista “Sight and Sound” le contrató para que realizara más de ello. En 2017,
hizo su debut como realizador con el drama “Columbus”, una mezcla de amor
intelectual y oda a la arquitectura del Medio Oeste norteamericano. “Despidiendo
a Yang” fue su segundo film, adaptando un cuento de 2016 escrito por Alexander
Weinstein.
Desde
mediados de la segunda década de este siglo, han ido apareciendo toda una serie
de películas que abordan los progresos que se han realizado en los campos de la
Inteligencia Artificial y la Robótica. Entre ellos destacan “Her” (2013), de
Spike Jonze; y “Ex Machina” (2015), de Alex Garland. Pero hay muchos otros,
como “The Machine” (2013), “Automata” (2015), “Chappie” (2015), “Morgan”
(2016), la televisiva “Westworld” (2016-22), “A.I.Rising” (2018), “Tau” (2018),
“Zoe” (2018), “Archive” (2020), “Finch” (2021), “A Descubierto” (2021), “La
Chica Artificial” (2022), “M3gan” (2022) o “The Creator”, entre otros.
“Despidiendo
a Yang” puede encuadrarse dentro de esa corriente de películas sobre
Inteligencia Artificial y/o Androides, pero tiene sus propias peculiaridades.
La mayor parte de esas otras cintas abordan la clásica cuestión de qué diferencia
a una máquina inteligente de un ser humano; muestran a científicos tratando de
activar una I.A; o a un sistema informático que alcanza la autoconsciencia y/o
se rebela contra sus creadores. A Kogonada no le interesan ninguno de estos
temas. Su película tiene más que ver con el anime “Time of Eve” (2010), una
historia serena y contenida que transcurría en un café en el que interactúan
humanos y androides manteniendo ocultas sus auténticas identidades y
naturalezas. Kogonada no pone en cuestión si Yang tiene o no autoconsciencia y
prefiere explorar otros caminos, en particular el misterio sobre la relación
secreta del androide y por qué eligió conservar en su memoria determinados
fragmentos de su existencia, no sólo con la familia de Jake, sino de otras con
las que convivió anteriormente y de las que nada sabía éste.
Tras
una secuencia de créditos iniciales memorable y hasta un poco fuera de lugar, “Despidiendo
a Yang” despliega hasta su final una cualidad onírica. Incluso la fotografía
parece tener una especie de ligera neblina que lo tiñe todo de cierta atmósfera
de irrealidad. La ténue iluminación aporta en todo momento una sensación de
intimidad, de calidez. Los personajes evolucionan en espacios minimalistas pero
hogareños y conversan con un tono de voz suave y tranquilo que aporta
significado y relevancia a cada palabra. En este sentido, Kogonada aporta una
perspectiva y sensibilidad mucho más oriental que la de los otros films
mencionados. Aparte del tono, hay otros detalles, como que la actividad de Jake
sea la de vender té en una época en la que ya no es lo que se lleva; tiene
incluso una escena en la que expone a Yang la filosofía de esa infusión y su relación
personal con ella. Más tarde hay una conversación entre Yang y Kyra sobre la
posibilidad de una vida más allá de la presente –algo, por cierto, que sólo
cobra pleno sentido cuando se revela cierta información oculta en el núcleo de
memoria de Yang-.
En
la misma línea, Kogonada también da forma a una versión agradablemente sutil,
contenida y relajante del futuro (además de económica desde el punto de vista
presupuestario), en el que la tecnología se integra orgánicamente con los
humanos, casi sin hacerse notar, en lugar de exhibirse como un llamativo
catálogo de gadgets. Un ejemplo son las escenas en las que Jake se traslada en
un coche autónomo en el que parece perfectamente natural llevar una fila de
plantas como decoración en la bandeja trasera del vehículo.
El
principal elemento futurista, naturalmente, es el propio Yang. En el largo
periplo que tiene que realizar Jake con su cuerpo inane, vamos aprendiendo que
estos seres no son androides tal y como los conocemos por la Ciencia Ficción
más convencional. En ese futuro se les llama Tecnosapiens y fueron creados por
una corporación que mantiene secretos los detalles de su fabricación. Aún más,
tiene el monopolio de su fabricación, lo que genera todo tipo de problemas. Ni
siquiera la comunidad científica los conoce bien y cuando Jake contacta con una
profesora universitaria en busca de ayuda, le pide que les deje a Yang para
estudiarlo en detalle dado que rara vez cae en sus manos un ejemplar.
Pero
cuando la película toma auténtico cuerpo es cuando la investigación de Jake y
el pasado de Yang (revelado a través de sus propios recuerdos y los de la joven
con la que se relacionó), intersectan en temas y cuestiones universales: la
importancia de tratar a los demás con amabilidad y dedicar tiempo a quienes nos
rodean y aman; el poder de la memoria; el dolor que anida en el pasado; las
posibilidades que alberga el futuro; los misterios de una ciencia sobre la que
tenemos menos control de lo que deseamos creer; el proceso de duelo… Jake
aprende más sobre Yang una vez ha muerto de lo que lo hizo en vida y ese
arrepentimiento y tristeza le lleva a cambiar de actitud hacia su esposa, hija
y su propia vida.
Hay
otro tema sobre el que la película plantea una pregunta intrigante: en un mundo
en el que las familias pueden comprar androides programados para vincular a sus
niños chinos adoptados con su herencia, ¿puede programarse la cultura? A veces,
el asunto se expone con dolorosa obviedad. En un momento dado, uno de los
personajes pregunta a Yang: “¿Qué convierte a alguién en asiático?” A Yang no
le preocupa ser humano (un debate que, según él, es típicamente humano), pero tiene
más problemas para verse a sí mismo como asiático y chino. Dado que fue
fabricado para aparentar y sonar como alguien de esa etnia y cultura, ¿lo es
realmente? ¿No nacen tambien los humanos, en cierto modo, programados? P
or otra
parte, si todos los demás lo perciben así, ¿acaso no es su experiencia
igualmente válida? (Kogonada mencionó en entrevistas que esto era un reflejo de
sus propios problemas con la migración y asimilación). Otro aspecto de la misma
pregunta, por supuesto, es si Yang, habiendo sido comprado para desempeñar un
rol muy concreto, era realmente visto como un miembro de la familia con la que
vivía o tan sólo como una máquina muy sofisticada que Jake y Kyra desean
arreglar para seguir esquivando sus responsabilidades parentales hacia Mika.
Sin embargo, a pesar de algunas metáforas conmovedoras y momentos lacrimógenos, la cuestión de la alienación cultural o la relación, si es que existe, entre pertenecer a una etnia y tener afinidad por la cultura mayoritaria de la misma, queda sin explorar.
¿Fracasa
la película entonces por no estar a la altura de las cuestiones planteadas? En
otras palabras, ¿muerde más de lo que puede masticar? ¿O quizá no fue ese nunca
su objetivo? Desde mi punto de vista, “Despidiendo a Yang” es una película
ambigua. Ciertamente, el espectador nunca llega a saber demasiado sobre ese
mundo futurista, los tecnosapiens o incluso lo que va a ser la vida para Jake y
su familia a partir del brusco final. Pero ello no es tanto consecuencia de un
guion deficiente o un montaje mejorable como de una decisión consciente del
director. La historia nos brinda una oportunidad para reflexionar, de una
manera diferente a la habitual, sobre determinados aspectos de la vida, la
memoria y las relaciones, pero sin ofrecer respuestas claras ni moralejas. Y
ello por la sencilla razón de que, a menudo, no las hay.
El
rechazo del director a forzar la inclusión de respuestas crea una cierta
sensación de inacción coherente con unos personajes paralizados por una pena
que no comprenden. Esta inacción, siendo un principio fundamental del taoísmo,
es también el rasgo más representativo del estilo cinematográfico de Kogonada
(a lo largo de la película, Yang hace varias referencias a Lao Tse y su propio
nombre recoge el principio Yin-Yang, central en esa filosofía). Colaborando con
el director de fotografía, Benjamin Loeb, Kogonada coloca la cámara de tal
forma que la mayor parte de las escenas reflejan estatismo. Se nos brinda tan
poca información que todo lo que podemos hacer es formular preguntas y
reflexionar sobre las que hacen los personajes.
Esta
quietud se refleja también en la actuación. Farrell, que en algunas de sus
películas recientes como “Langosta” (2015) o “Almas en Pena de Inisherin” ha
mostrado una faceta de discreta melancolía, ofrece aquí una interpretación
contenida pero no hierática. Min logra transmitir una sensación mecánica de
empatía, sin hablar nunca más alto de lo necesario para que su interlocutor escuche
claramente lo que tiene que decir. Jodie Turner-Smith proyecta la imagen de una
mujer cuya creciente frustración se articula a través de maneras suaves,
dejando sus emociones más violentas y negativas hirviendo bajo la superficie.
Es
frecuente describir las películas de autor como “exploraciones del
sufrimiento”, una definición excesivamente reduccionista. “Despidiendo a Yang”
es una película delicada y sutil que, efectivamente aborda la pérdida y el
duelo, centrándose más específicamente en ese proceso de autoreevaluación
personal que experimentamos al perder a alguien, dirigiendo nuestra mirada
hacia atrás, al tiempo que pasamos juntos y viendo nuestras relaciones bajo una
luz diferente, a veces más analítica, a veces más generosa, que cuando esa
persona estaba viva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario