(Viene de la entrada anterior)
“El Agujero Blanco” (serializado en 1985, álbum ese mismo año), comienza donde terminó la anterior aventura, con Renaud, Cedilla y Domingo dirigiéndose hacia la Tierra a bordo de una nave tras su visita al planeta RankXerox. Al atravesar un agujero blanco, llegan por fin a su destino… o eso creen. Porque la Tierra a la que arriban resulta ser un lugar completamente desprovisto de color. Ellos son las únicas “manchas” en un paisaje completamente blanco.
Pero lo peor es que, aterrizando en el pueblo próximo a Eslapión,
lo encuentran no ya desierto, sino lleno de esqueletos humanos y animales cuyo
estado, junto a la evidente decrepitud urbana, les lleva a pensar que fuera
cual fuese la catástrofe acontecida, tuvo lugar muchos años atrás. No se han
recuperado del shock cuando sufren otro sobresalto: el lugar se encuentra
patrullado por unos robots que atacan y desintegran toda forma de vida que
detectan. Los supervivientes humanos (todos Grandes) que combaten a esos drones
están igualmente desprovistos de color y cuando capturan al trío protagonista
demuestran ser incapaces de identificar o comprender el color de sus pieles o
vestimentas.
Por no desvelar mucho de la trama, valga decir solamente
que el fenómeno cósmico que atravesaron los Hombrecitos en su viaje de vuelta
les transportó al futuro -o a un futuro alternativo al que tendrá lugar en su
propia corriente temporal- de corte postapocalíptico y en el que se desarrolla
el ya clásico enfrentamiento humanos-máquinas (recordemos que “Terminator” se
estrenó un año antes).
Como en el álbum anterior, Seron exhibe cierta amargura y pesimismo respecto a la naturaleza humana, algo que no parece evidente viendo su luminoso estilo gráfico. Los protagonistas resuelven el enigma planteado (cómo se ha llegado a ese futuro, quién controla a los robots y dónde se encuentra su base) y se salvan regresando a su propio presente -haciendo uso, es verdad, de un deux-ex machina poco inspirado-, pero dejan atrás un mundo en el que, evidentemente, todo va a seguir igual o peor.
Por otra parte, el trío protagonista empieza ya a cuajar.
Cedilla y Domingo chirrían menos y se muestran más activos en la trama sin
abandonar, eso sí, su dinámica de pullas y sarcasmos mutuos con la que el autor
aporta un componente cómico. Renaud es el héroe impulsivo, decidido a hacer lo
correcto sin pararse a pensar en las consecuencias; Domingo es más sensato,
calibra las amenazas y analiza mejor las situaciones, aunque eso le haga pasar
a veces por un cenizo o un cobarde; y Cedilla, quien, aunque sigue haciendo
abundantes aspavientos - en esta ocasión con buenos motivos- y exhibiendo un
persistente mal humor, adopta un rol más activo, demostrando iniciativa y
valor.
Gráficamente, Seron está en la cumbre de su carrera.
Empezando por las dos primeras páginas, que continúan con la orientación
horizontal de las viñetas del álbum anterior para, conforme se aproximan a la
Tierra y finalmente aterrizan, ir variando su disposición hasta “recuperar” la lectura
vertical. Un detalle simpático que no era en absoluto usual en la por lo demás
tradicional narrativa de las series que publicaba Dupuis. Como tampoco la
decisión de hacer una historia dominada por el blanco y, más meritorio aún, sin
que resulte monótono. La ausencia de color permite, además, tomar conciencia
del grado de detalle con el que dibuja Seron. Los edificios, la vegetación, los
elementos urbanos, el vestuario, los fondos… si nos detenemos a observar con
atención, veremos ahora más claramente la minuciosidad de su línea. Y todo
ello, sin transmitir sensación de abigarramiento ni confusión. Papel
fundamental desempeña en esta ocasión el colorista habitual de la serie (y de
tantas otras publicadas en el semanario “Spirou”), Vittorio Leonardo, aportando
texturas e iluminación a base de suaves tonalidades azules o fucsias a unas
páginas por lo demás blancas.
Un álbum, en fin, en el que Seron sigue experimentando en fondo y forma, explorando subgéneros de la CF al tiempo que adecuando las herramientas narrativas al contexto de la aventura.
Los principales representantes de la CF en la revista
Spirou eran, desde principios de los 70, “Yoko Tsuno” de Roger Leloup y “Quena
y el Sacramús”, de Gos. “Los Hombrecitos”, aunque de forma menos evidente,
siempre habían integrado elementos del género, empezando por la misma premisa básica
de reducción de tamaño y siguiendo por la tecnología avanzada o conceptos como
el de la Atlántida. Como hemos visto, en el momento en que Seron se convirtió
en autor completo de la serie, dio rienda suelta a su imaginación y llevó a sus
personajes a Mundos Perdidos poblados por dinosaurios, el espacio y otros planetas.
Pues bien, durante un viaje en tren de regreso del Salón del Comic de Angouleme de 1982, Seron coincidió con Gos y ambos empezaron a barajar la idea de introducir en sus respectivas series a los personajes del otro. Inicialmente lo idearon como un mero guiño, la inclusión de alguna escena puntual, pero antes de que el tren llegara a destino ya habían planteado toda una aventura mixta, un “crossover” que aunque común desde hacía tiempo en el comic americano, era muy inusual en el europeo e inédito en Dupuis. Philippe Vandooren, el redactor jefe de “Spirou” en la época, dio el visto bueno a la iniciativa y ambas aventuras, la de “Los Hombrecitos” y la de “Quena y el Sacramús” se serializaron en la revista para deleite de los lectores, que aplaudieron la novedad. Esta aventura cruzada constituiría, respectivamente, el álbum "Los Kromoks se Desmelenan” de “Quena y el Sacramús”, y “La Ciudad Paralizada”, de “Los Hombrecitos”.
Pero por novedosa y simpática que fuera la iniciativa, el
resultado no fue el mejor. De hecho, “La Ciudad Paralizada” es un álbum que, en
el mejor de los casos puede calificarse de irregular y, en el peor, de
mediocre. La primera parte, a cargo de Seron, es la más interesante y mejor
dibujada. Un extraño resplandor en el cielo nocturno deja paralizada a toda la
población de Monterrastrojo. Unos hombrecitos que se encontraban allí para
aprovisionarse en un supermercado por la noche, son testigos del fenómeno y
corren a dar la alarma a Eslapión. Es una situación peligrosa porque las
consecuencias pueden ser trágicas: con toda seguridad habrá gente que se
encontraba cocinando, bañándose o en algún precario equilibrio en las alturas
cuando quedaron inmovilizados. Utilizando sus coleópteros, bombardean el
depósito de gas para que no haya escapes en la ciudad y permiten que la presa
cercana rebalse para que las turbinas no sigan en funcionamiento y el
subsiguiente corte eléctrico impida incendios accidentales.
En este segmento Seron, haciendo gala de más confianza y
mayor libertad, se permite incluir algún detalle “pícaro” -siempre de forma más
sutil y humorística que burda y con ánimo provocador-, como mostrar a una
señorita desnuda en la cama de Renaud (eso sí, tapada por la sábana) o una
prostituta paralizada bajo una farola a la que “secuestra” un hombrecillo de
mediana edad para “jugar a las muñecas” con ella. Pero, aunque está bien
narrada y dibujada, esta primera parte no se diferencia demasiado de otras
aventuras “urbanas” de Los Hombrecitos y le falta el punto extravagante de los
últimos álbumes.
La cosa empeora cuando llega el momento de enlazar este arranque con la segunda parte. Es un Hombrecito que había regresado al mundo de los Grandes para trabajar de astrofísico el que regresa a Eslapión para anunciar que ha descubierto que el extraño fenómeno (que no ha revertido, los habitantes de la ciudad siguen sin poder moverse) se debe a un rayo procedente de un planeta. Renaud se resiste a ayudar, pero, al final, cede. Junto a Lapaja y Laviga vuelve al Valle Jurásico donde se encontraban aún algunas naves de la colonia espacial de Rank Xerox y se ponen en camino hasta ese mundo. Esta solución es implausible incluso en el contexto de una serie de corte tan fantástico como “Los Hombrecitos”.
Pero es que una vez llegados allí y tras encontrarse con
Quena y el Sacramús, el guion se deslavaza y parece no saber a dónde ir ni como
mantener el suspense. Aún peor, se torna aburrido. Los adversarios, los Komoks
(personajes recurrentes de la serie de Gos), no llegan a ser nunca una amenaza:
son torpes y tontos y los protagonistas los dejan fuera de combate sin la menor
dificultad. Tampoco me han convencido nunca los Galaxianos, una suerte de
“pitufos” espaciales ideados por Gos (que había trabajado con Peyo) aliados del
Sacramús. Al final, todo es un correteo sin demasiado sentido ni sensación de
peligro, una mera excusa para prolongar una asociación entre los personajes de
ambas series que habría debido reducirse a algo anecdótico.
Tampoco el dibujo es particularmente memorable y se nota
demasiado el trabajo a cuatro manos y el complicado proceso que ambos autores
hubieron de seguir para llevar a término su colaboración (básicamente, Gos
enviaba a Seron los bocetos de las páginas que él dibujaba con instrucciones de
dónde y en qué posición añadir en las viñetas a los Hombrecitos; este dibujaba
esas figuras, las enviaba a su vez por correo y luego el hijo de Gos las
copiaba en las páginas definitivas).
“Rapto Subterráneo” (1985, álbum en 1986) supone una involución a etapas anteriores de la colección. Las ideas de altos vuelos relacionadas con la CF de los últimos números son sustituidas aquí por un regreso a Eslapión y sus alrededores y una trama de carácter policiaco en la que los Hombrecitos intervienen para detener a unos delincuentes. En este caso, el incompetente trío de villanos secuestra al presidente de una compañía fabricante de armas y lo esconde en el interior del túnel abandonado de una mina mientras piden el rescate. En realidad, estos torpes criminales, con sus preparativos y accidentada ejecución del plan, ocupan más espacio en la historia que los propios Hombrecitos, que frustran el plan casi de manera accidental.
Esta reversión al pasado no es responsabilidad de Seron. De
hecho, hizo esta historia a regañadientes…y se nota. El guion fue escrito por
Mittei en 1978, cuando éste aún era el escritor regular de la serie. Esa es la
razón por la que desaparecen de esta historia Domingo y Cedilla y “reaparecen”
el profesor Hondegger, Laviga y Lapaja, personajes que Seron había ido
marginando en las aventuras escritas por él. También eso explica la
recuperación de Eslapión y la temática policiaco-criminal de tono ligero que
tanto le gustaba a ese guionista. En su momento, sin embargo, a Seron no le
gustó la historia y, tras dibujar algunas páginas, la metió en un cajón para
olvidarla. Pero he aquí que casi diez años después, un Mittei en horas bajas le
pide que la termine. A Seron no le hace ninguna gracia, pero la editorial
insiste y él, como buen profesional, accede.
El resultado es, como he dicho una historia resuelta con
profesionalidad, sí, pero que no aporta nada nuevo y en la que incluso puede
detectarse alguna desgana en el dibujo. Tampoco resulta muy coherente ver a los
Hombrecitos, que siempre habían tratado de mantenerse al margen de los Grandes,
convertidos en activistas sociopolíticos, entrando en la empresa de fabricación
de armas y reduciendo su maquinaria para dejarla inutilizada. Quizá el único
toque personal que Seron se permitió como resarcimiento por este poco
bienvenido encargo fue darle un final inusualmente brusco y violento a los
villanos, en contraste con el destino que este tipo de historias ligeras muy en
la línea tradicional de Dupuis solía reservar para los adversarios de los
héroes.
En “Los 6 Clones”, Seron retoma los grandes conceptos y el
enfoque fantacientífico que había reforzado tras hacerse cargo en solitario de
la serie. Ya dos álbumes atrás, en “La Ciudad Paralizada”, nos había desvelado
que ciertos Hombrecitos, gracias a la fórmula del doctor Hondegger, habían
recuperado su tamaño original para reintegrarse -temporal o permanentemente- en
la sociedad de los Grandes, aunque manteniendo el contacto con Eslapión. Uno de
ellos, Graetz, está trabajando como asistente de un científico, el profesor
Castenhöltz, radicado en Suiza, y contacta con Eslapión para solicitar a Renaud
que se reúna urgentemente con él.
Aunque la intención de Renaud es la de acudir solo, Cedilla
coge otro coleóptero y se le une, una iniciativa que Renaud solo acepta a
regañadientes y, literalmente, obligado por la temperamental muchacha. Una vez
llegados a Suiza, descubren que todo ha sido una trampa urdida por el Duque de
la Maraña, quien no había muerto a resultas de su caída a un abismo al final de
“Hombrecitos y Hombres-Mono”, pero que sí ha quedado confinado a una silla de
ruedas. Tras atraparlos, se los lleva en helicóptero a su base secreta en el
interior de una montaña de los Alpes, donde planea conjugar su venganza
personal contra Renaud con un maquiavélico plan para sus patrocinadores
orientales. Éstos desean conquistar la economía occidental y, para ello, están
saboteando electrodomésticos de primeras marcas con el fin de arruinar su
reputación, haciendo que los consumidores opten por adquirir los fabricados en
oriente. Para asegurar la conspiración, el villano fabrica seis clones de
Renaud, que, infiltrados en las empresas punteras occidentales, darán parte de
cualquier movimiento que se produzca en ellas.
En ese momento, entran en escena –dejando con ello un enorme agujero de guion- Lapaja y Laviga, que, en la casa del Duque en Suiza, examinan sus documentos y deducen la localización aproximada de su escondite. Una vez llegados a la base, Lapaja será capturado por los clones y será Laviga quien se convertirá en el auténtico héroe de la aventura, salvando a sus compañeros y provocando la destrucción de las instalaciones, incluidos los electrodomésticos saboteados y el laboratorio de clonación. El villano es salvado por sus clones, los cuales terminan la aventura con un punto de ambigüedad moral. En cualquier caso, deciden marchar con su “padre”, el conde, en lugar de establecerse en Eslapión, cuya situación “a la sombra” de Renaud, habría sido complicada.
Es este otro ejemplo de cómo Seron recoge temas de
actualidad dándoles un tratamiento que sigue ciertas pautas del comic de
aventuras más tradicional…o rancio, según se mire. Tenemos, en primer lugar, el
tema de la clonación, que, aunque no era nuevo en la CF, sí empezaba a cobrar
actualidad y, de hecho, sólo cuatro años después, ese interés daría lugar al
Proyecto Genoma Humano. En segundo lugar, en aquellos años se vivía con temor
el ascenso tecnológico de los países asiáticos, especialmente Japón, un
sentimiento que llegó a devenir paranoia en algunos casos y que dio lugar a
obras de ficción como la novela “Sol Naciente” (1992), de Michael Crichton.
Aunque aquellos miedos, a tenor de la evolución de la economía japonesa -sumida en un estancamiento crónico desde
hace décadas- acabaron por ser infundados, resulta paradójico que la historia
no haya perdido actualidad en el actual contexto geopolítico, sustituyendo a
los nipones por los chinos. Un cambio, por otra parte, nada difícil de realizar
en esta historieta dado que Seron nunca llega a especificar la exacta
nacionalidad de los conspiradores orientales, limitándose a recalentar ciertos
clichés que llevaban utilizándose en la historieta europea desde los primeros
tiempos de Hergé. Así, aparte de
la piel amarillo-limón y los ideogramas sin
sentido, los soldados enemigos exhiben los tópicos saludos ceremoniosos y
contraseñas alambicadas.
“Los Seis Clones” es una historia entretenida que rinde homenaje a las películas de James Bond (villano que prepara un plan con el que desestabilizar la economía global de parte de una potencia enemiga, base secreta en lugares tan exóticos como inaccesibles, tecnología de última generación, métodos sádicos para eliminar a los intrusos…) y cuya única pega es, además de algún agujero de guion, el excesivo alargamiento de la secuencia en la que Renaud y Cedilla viajan hasta Suiza, especialmente teniendo en cuenta que poco después desaparecen de la historia tomando el relevo Laviga y Lapaja
Es por esta época cuando Seron empieza a convertirse en
diana de los ataques de cierto sector de la crítica y la afición, que lo
acusaban de mero “clon” de Franquin en el mejor de los casos e incluso de
plagiador en el peor. A ello no contribuyó precisamente el propio Franquin, que
en una entrevista al crítico Numa Sadoul se refirió a él como “conocido
plagiario reincidente”. Hay una famosa viñeta con un portaaviones que se suele
poner siempre como ejemplo y que adjunto en los laterales, aunque varios de los
dibujantes que colaboraron con Seron aseguraron que éste nunca copió al
maestro, que tenía un gran talento propio y que, simplemente, utilizaban
referencias similares.
¿
Por qué esa virulencia contra Seron y no contra el Spirou
de Tome y Janry o la aproximación paródica que de ese mismo personaje hizo Yves
Chaland, ambas consideradas obras clave del comic europeo de los 80?
Pues la respuesta probablemente se encuentre en el origen
del proyecto artístico tras cada uno de esos comics. A Tome y Janry se les
encargó la conservación de un legado que, además, debían renovar desde el
interior y bajo el severo escrutinio de los aficionados; Chaland ofreció una
deconstrucción postmoderna de un estilo gráfico esencial del comic europeo. Y
aunque en años posteriores proliferarían los imitadores de Franquin, fue Seron
quien quedó como el símbolo de una generación de artistas que se habían “vendido”
a la faceta más “comercial” de la editorial Dupuis, aceptando la misión de
perpetuar, congelado, el “estilo Spirou”, como si éste fuera una gramática que
pudiera ser replicada a voluntad. Era la época en la que “Los Snorkels”,
producidos por la subsidiaria audiovisual de Dupuis, SEPP, trataban de competir
con los Pitufos; “Los Casacas Azules” aspiraban a ocupar el agujero dejado por
la marcha de “Lucky Luke”; “Cedric” el de “Bill y Bolita” y el propio “Spirou”
fue confiado por el director de Belvision (productora de dibujos animados de
Dupuis), José Dutilleu, a uno de sus antiguos animadores, Nic Broca.
No todos estos intentos de sustituir a los maestros de
antaño terminaron en fracaso y, de hecho y aunque algunos puristas tuerzan el
gesto, cumplieron su propósito en mayor o menor medida, a saber, asegurar la
supervivencia de la conocida como Escuela de Marcinelle, cuyas ramificaciones
se extenderían por todo el comic francobelga.
Seron fue uno de los damnificados de ese cambio de guardia. Tuvo la mala suerte de entrar en la editorial justo en la época en la que ésta pedía a los nuevos “reclutas” que imitaran el estilo de los grandes. Él, como admirador absoluto que era de Franquin y deseoso de ganarse la vida dibujando, accedió, subsumiendo durante años su propio estilo al del maestro. Cuando arreciaron los ataques, a mediados de los 80, él no quiso entrar en polémicas. Era reacio a los periodistas y prefería ser juzgado por su trabajo y no por sus declaraciones. Ser fiel a esa máxima le costó mucho en términos de tiempo, porque, como hemos visto, “Los Hombrecitos” tardó casi un cuarto de siglo en consolidarse como una de las series principales de la revista “Spirou”.
Por otro lado, sus críticos suelen olvidar que, cuando tomó el control absoluto de la colección y ésta contó con el apoyo mayoritario de los lectores, Seron empezó a evolucionar gráficamente, manteniendo sus raíces “franquinianas”, sí, pero estableciendo un estilo más personal y, sobre todo y como hemos visto, atreviéndose a incluir soluciones narrativas originales, incluso inéditas en la revista.
(Continúa en la siguiente entrada)
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