Aunque minoritario, existe un subgénero de la CF dedicado a las historias con planetas errantes –que, por otra parte, parece que son un fenómeno relativamente común en la galaxia-. Éstos pueden ser mundos expulsados de sus sistemas millones de años atrás por las leyes de la astrofísica; o bien planetas deliberadamente preparados por alguna especie muy avanzada para que sirvan de enorme nave espacial, con la que, por decirlo así, viajar sin moverse de “casa”.
Este concepto de altos vuelos ha servido de inspiración para los escritores del género durante casi cien años desde la publicación del cuento “Thundering Worlds” (1934), de Edmond Hamilton, en el que cada planeta de un sistema era propulsado hacia los océanos interestelares para escapar de un sol moribundo. Es el caso de “El Planeta Errante”, de Fritz Leiber, donde describe un mundo-nave tan grande como la Tierra, equipado con un motor capaz de imprimir velocidades superiores a las de la luz y cuya necesidad de combustible es tan inmensa como el propio vehículo.
La trama comienza cuando un planeta artificial, rápidamente bautizado por los humanos como el Errante (que es el significado original del griego “Planetes”), se materializa desde el hiperespacio dentro de la órbita terrestre. Desafortunadamente para la Humanidad, en ese mundo-nave viajan miles de millones de seres (porque se trata de un cuerpo hueco en el que se aprovecha tanto la superficie como el interior) lo suficientemente avanzados tecnológicamente como para deshacer y “procesar” nuestra Luna y transformarla en combustible sin preocuparse por lo que les pueda ocurrir a los primitivos habitantes del planeta principal, la Tierra, donde la influencia gravitatoria del recién llegado unida a la desaparición del satélite desata terremotos, tsunamis, alteraciones climáticas y mareas masivas.
La historia se divide en múltiples hilos que siguen las vivencias de un amplio y diverso reparto de personajes mientras luchan por sobrevivir al desastre global en diferentes partes del mundo. Algunos mueren y otros acaban en el interior del planeta para descubrir algo de las culturas alienígenas que viajan a bordo, sobre todo que están siendo perseguidas por otra nave planetaria que trata de detener su huida por considerarlas traidoras a los códigos morales de la civilización de la que proceden. Todo lo que la Tierra puede hacer es observar cómo los dos planetas luchan y luego desaparecen, dejando a los humanos supervivientes en mitad de un escenario de absoluta devastación.
Quizás mejor conocido por sus historias de Espada y Brujería protagonizadas por Fafhrd y el Ratonero Gris, Fritz Leiber transitó con éxito por varios géneros literarios, incluidos el Terror, la Fantasía y la Ciencia Ficción. “El Planeta Errante”, su incursión en la épica de desastres, le valió el Premio Hugo, aunque en este caso se trata de una victoria incomprensible y, en mi opinión, es una de las peores novelas que jamás han ganado ese galardón.
Leer “El Planeta Errante” con la esperanza de encontrar en él las sobresalientes caracterizaciones con que enriqueció Leiber sus novelas de Espada y Brujería, es abocarse inevitablemente a una profunda decepción. Localizar varias subtramas localizadas en parajes muy alejados que van desde Estados Unidos a Asia y de América del Sur a Europa, sí consigue transmitir la escala global de la catástrofe, pero, por desgracia, ninguna de ellas parece ir a ninguna parte. Habiendo tantos personajes y siendo los capítulos tan breves, es difícil que el lector desarrolle cierta simpatía por ninguno de ellos.
Los problemas de caracterización se extienden a los alienígenas. Tomemos, por ejemplo, Tigerishka, un obvio antropomorfismo caricaturesco de un gato doméstico –animal por el que Leiber sentía una gran afinidad y que incluyó en varias de sus obras-: sexy, sinuosa, siempre jugando con su presa… En una novela que aspira a ser realista, es un error crear un ser extraterrestre tan claramente basado en una criatura de nuestro mundo en lugar de imaginar algún tipo de evolución acorde con unas circunstancias planetarias muy diferentes.
Por no hablar, ya de forma más general, de que este concepto tradicional de alianzas de civilizaciones interplanetarias trabajando en armonía con un objetivo compartido, en este caso viajar por el espacio, no resulta demasiado verosímil. Porque no importa cuán avanzada sea su tecnología, difícilmente puede imaginarse un planeta lleno de individuos trabajando al unísono sin la menor discrepancia –salvo que hablemos de insectos, claro-. Puede que ese milagro aconteciera en el caso de enfrentarse a una crisis existencial, pero una vez conjurada ésta, esos miles de millones de seres empezarían a tener opiniones diferentes sobre todo tipo de cuestiones, incluso dentro de una sola cultura. Podría, sí, formarse una asociación o combinación de gobiernos mundiales, pero sin duda buena parte de sus esfuerzos acabarían canalizados hacia el apaciguamiento de facciones insurgentes o la negociación con otras alianzas “no oficiales”. En resumen, que una civilización interplanetaria no se limitará a ser una entidad más grande que la suma de sus partes, sino exponencialmente más compleja y difícil de manejar.
En descargo –al menos parcial- de Leiber, hay que decir que resulta difícil entender este libro sin tener en cuenta la experiencia teatral de Leiber, algo muy presente también en otras de sus obras como “El Gran Tiempo” (1958). Leiber descendía de una familia de actores shakespearianos y antes de entrar en la universidad, pasó el año 1928 yendo de gira con la compañía de sus padres. Tras probar con el Derecho, la religión y la Filosofía, siguió intermitentemente a sus progenitores en su trabajo actoral, participando incluso en algunas producciones cinematográficas de los años 30 junto a su padre (sin acreditar). Más adelante, trabajó como profesor de arte dramático en California.
Pues bien, en “El Planeta Errante” encontramos una serie de grandes personalidades con nombres muy teatrales (Wolf Loner, Arab Jones, Dai Davies) que maniobran dentro de los límites de sus respectivos microcosmos mientras más allá el mundo se transforma al ritmo de fuerzas más allá de cualquier control. Son personajes que parecen mejor ideados para el escenario que para la novela: ruidosos, estereotipados y proclives a los diálogos declamatorios. Y es que, con un elenco de más de veinte personajes principales en un escueto libro de poco más de trescientas páginas, Leiber no tiene tiempo ni espacio para añadir matices. Su objetivo era reflejar el multiculturalismo (en su versión de los años sesenta, claro) y la globalidad del desastre.
Pero es que, además y dado que en su carrera Leiber había demostrado sobradamente su talento a la hora de crear y desarrollar personajes, cabe pensar que ese distanciamiento respecto al reparto humano de esta novela fuera un efecto buscado. Y es que, además del teatro, otra de sus principales y primeras influencias fue H.P.Lovecraft, con quien, entre 1936 y 1937 (año en el que éste falleció prematuramente) llegó a mantener una corta pero intensa correspondencia que le animó a perseverar con la escritura. En “El Planeta Errante”, a decir de algunos comentaristas, Leiber parece estar tomando prestado de su mentor el concepto de un cosmos hostil poblado por alienígenas poseedores de una tecnología que les confiere poder cuasidivino a nuestros ojos humanos y que se muestran completamente indiferentes a nuestra existencia o extinción.
Así, es posible que la intención de Leiber fuera la de subrayar el pesimismo que impregna la historia evitando un grado de caracterización que habría presentado a los personajes como más importantes de lo que en realidad son para el desarrollo de la trama. De hecho, los actos de los humanos aquí tienen poco o ningún impacto sobre el resultado final. Lo único que pueden –podemos- hacer es tratar de sobrevivir al advenimiento de fuerzas más allá de nuestra comprensión, control o influencia. En este sentido, “El Planeta Errante” puede ser considerado una novela de terror existencial.
Pero que existan razones que lo expliquen, no significa que la ausencia de personajes convincentes sea menos problemático. A ello se añade la proliferación de texto sin propósito alguno y que cualquier editor hubiera considerado carne de recorte. Por ejemplo, en el capítulo 29, el narrador omnisciente revela que una determinada pareja de personajes en realidad no está casada. Ahora bien, este sería un detalle importante si tuviera algún peso o influencia en la trama, pero no es así. Antes de que el lector se entere de que no son matrimonio, no tiene motivos para pensar que ese podría ser el caso; y después, esa información carece de importancia. Por supuesto, cualquier novela incluye detalles que no sirven para hacer avanzar la trama, pero es que en “El Planeta Errante” éstos ocupan tanto espacio que llegan a ser molestos por su ralentización del ritmo.
Y luego están las coincidencias escandalosamente convenientes. Y no se trata del tipo de recurso narrativo que deja espacio para la suspensión de la incredulidad, como ese par de mejores amigos que, cada uno por su cuenta y siguiendo su propia subtrama, acaban encontrándose. Me refiero a cómo, en toda la Tierra (¡y en la Luna!), los personajes comienzan a llamar al nuevo planeta "el Errante", no porque los medios de comunicación lo llamen así, sino porque ese es el nombre que eligen por voluntad propia y autónomamente (sin que tenga que ver, como he apuntado, que la palabra planeta signifique literalmente “vagabundo”). O la conversación totalmente fortuita de los aficionados a la ufología sobre cómo un planeta podría surgir del hiperespacio, literalmente minutos antes de que tal cosa suceda.
Por no ser completamente destructivo, en el haber de Leiber puedo apuntar que utilizó para la novela hipótesis entonces novedosas, como la Tectónica de Placas (que no fue aceptada de forma general por la comunidad científica mundial hasta la celebración, en 1965, de un simposio sobre deriva continental en la Royal Society de Londres) junto con conceptos como los efectos de las fuerzas gravitacionales, la exploración espacial o la dimensión espacio-temporal, todo lo cual ha sido utilizado hoy hasta la saciedad, pero que en 1964, con el “Doctor Who” en pañales y “Star Trek” aún en el horno, todavía tenía el poder de sorprender a los lectores.
Leída hoy, es fácil pensar que la destrucción que sembraría un suceso apocalíptico como la aparición próxima y súbita de un cuerpo tan masivo como el Errante sería mucho mayor. Dados los medios técnicos actuales con los que cuenta el cine y las todavía frescas en la memoria catástrofes –ampliamente cubiertas por los medios de comunicación- del tsunami de Indonesia en 2004 o el terremoto –y tsunami- de Japón en 2011, un escritor o cineasta modernos probablemente habría descrito un escenario mucho más devastador. Basta comparar las películas de desastres de los 50, 60 o 70 con producciones como “El Día del Mañana” (2004), “2012” (2009) o “Moonfall” (2022).
Relacionado con esto, algunos comentaristas han querido ver en esta novela un predecesor de las modernas historias de desastres, tanto por la escala de la catástrofe (difícil de representar en los films de Irwin Allen de los 70 pero sí ya al alcance técnico de Emmerich en los 90 y 2000) como por su estructura luego mil veces repetida: un núcleo principal de personajes culturalmente afines al lector/espectador acompañados de muchos otros secundarios, cada uno con su propia subtrama, que sobreviven o sucumben frente a una fuerza natural incontrolable.
Digno de destacar es también la crítica que inserta Leiber a ciertos aspectos de la sociedad humana, como la prensa sensacionalista y el nefasto efecto que ello produce sobre el público a la hora de discriminar lo verdadero de lo falso: “La mayor parte de los habitantes de Australia, Asia, Europa y África seguían aún dedicados a sus tareas cotidianas, en una feliz y despreocupada ignorancia de la presencia del Errante, excepto por la noticia de un frenético fenómeno americano publicado en los periódicos, que bien podía clasificarse junto al fárrago de noticias sobre los senadores, las estrellas de cine, el fundamentalismo religioso y la Coca—Cola. Los más perspicaces pensaban: Eso no es más que publicidad para una nueva película de horror o... — ¡ya lo tengo! — un pretexto para presentar nuevas exigencias a China y a Rusia. No se veía conexión —salvo unos pocos psicólogos en extremo sutiles— entre las enloquecidas historias acerca de la Luna y los informes, de rotunda veracidad, por cierto, acerca de los desastres ocasionados por los terremotos”.
No es difícil trazar un paralelismo con nuestra propia realidad. Cada pocos años, algún diario que ve flojear sus cifras de ventas –o “clicks” en su web- recurre a la vieja táctica de lanzar noticias que susciten alerta y miedo entre sus lectores bajo la forma de artículo sobre algún científico que advierte sobre el apocalipsis tras la aproximación de tal o cual planeta o cuerpo celeste. Lo siguiente es una avalancha de comentarios de científicos conocidos que utilizan las redes sociales para desacreditar el artículo. Y, al final, la polémica se disuelve como un azucarillo; la gente deja de preocuparse y vuelve a sus cuitas cotidianas. Pero el uso y abuso de estas nefastas tácticas, acaba por hacer al público escéptico por sistema e incapaz ya de diferenciar entre la ciencia real y el delirio paranoico, entre lo digno de atención por su peligro potencial y el magufo.
Otros puntos a destacar son sus acerados comentarios sobre diferentes aspectos de la vida (“La mayoría y los chiflados se pasan gran parte del tiempo haciendo lo mismo: satisfaciendo necesidades básicas”; “Ya no es muy común en nuestra cultura, donde predominan el dinero, los negocios y la situación social, y donde a uno no le permiten brindarse a nadie pero está en cambio casi obligado a venderse a todo el mundo”); metáforas de gran belleza, como esa tan extensa sobre las mareas como música de los mares (“El arpa de los mares, que Diana, la diosa lunar, rasguea con arrebatada solemnidad, es tañida con manos de agua salada de kilómetros de profundidad, centenares de kilómetros de anchura, millares de kilómetros de largo…”); o sus llamativos homenajes a la CF (“En un caso como éste, la ciencia ficción es nuestra única guía”; “¡Ah, la ciencia ficción es mi pan y mi vino...!; “La ciencia ficción es tan trivial como todas las obras de arte que tratan de fenómenos en lugar de seres humanos”; “Realmente, la ciencia ficción estaba corrompiendo a la gente por todas partes”) con los que la por otra parte deficiente trama cobra vida, dejando de ser una aportación mediocre al subgénero de desastres para convertirse en un tributo autoconsciente al género.
Aunque “El Planeta Errante” no gozó en su día del aprecio unánime de los críticos, sí caló entre los aficionados, que le concedieron con sus votos el Premio Hugo. ¿Por qué? Quizá fuera por su ingeniosa combinación de géneros, reformulando la historia de desastres en un marco de ciencia ficción de altos vuelos. Puede que también conectaran con la prosa de Leiber, algo seca lastrada por una jerga callejera ya obsoleta, pero eficaz y punteada por toques irónicos que aligeraban algo una historia por lo demás muy oscura. En este sentido, también es de alabar la forma que encuentra el autor para ir encajando en las diversas subtramas pedazos de información relevante sobre la amenaza primero y el cataclismo después.
La novela demostró que Leiber no era un visitante despistado en la ciencia ficción. Tiene claro lo que quiere plantear y cómo utilizar los clichés del género; disfruta de la especulación de altos vuelos, suple con su entusiasmo las carencias científicas del escenario que describe y equilibra el sentido de lo maravilloso con el pesimismo respecto al papel que la Humanidad juega en el Universo, un aspecto este último que lo apartaba de la mayoría de sus contemporáneos.
En definitiva, “El Planeta Errante” bien puede ser considerada como una de las obras más ambiciosas de Fritz Leiber, que aquí imaginó un escenario mucho más allá de lo humano o lo terrestre que abarca todo el universo en un enfoque que bien podríamos asimilar al de Olaf Stapledon. El problema es que, mientras que el escritor británico, en obras como “Primeros y Últimos Hombres” (1930) o “Hacedor de Estrellas” (1937), prescindió por completo de los personajes humanos para lanzarse a las especulaciones más pasmosas que ha visto el género, Leiber no quiere o no puede llegar tan lejos. Al anclarse en la Tierra y servirse de un reparto de personajes demasiado amplio y disperso, limita su ambición y permite que los problemas de estructura, las descripciones a veces prosaicas de escenas que piden a gritos más intensidad, los momentos y personajes sin propósito, un ritmo en exceso lento y los personajes de cartón piedra lastren fatalmente la novela.
En fin, que el potencial dramático de la premisa, el interés de varios de los conceptos utilizados y algunas imágenes ciertamente impactantes (como ese viaje en cohete a través de una Luna que se está partiendo en dos) queda diluido por una desacertada ejecución que, al menos en mi caso, lleva al aburrimiento e incluso la irritación.
“Planeta Errante”, por todo lo dicho, dista de ser un clásico imprescindible por mucho que tenga un Hugo en su haber, pero sí puede citarse como un ejemplo representativo de la transformación en que se hallaba sumida la ciencia ficción a mediados de los sesenta y que pronto cristalizaría en el experimento de la Nueva Ola.
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