El concepto de Entropía fue uno de los que permitió a la Nueva Ola ganar coherencia como proyecto compartido. En “Campo de Concentración” (1968), de Thomas M.Disch, el narrador, un poeta anarquista, reflexiona repetidamente sobre la decadencia entrópica, ya sea del Universo, de su propio cuerpo o de la democracia norteamericana. M.John Harrison escribió la fábula entrópica “El Descenso” (1975). La fascinación de Brian Aldiss por el declive y el deterioro precedieron a su relativamente breve adscripción a la Nueva Ola, por ejemplo en “La Nave Estelar” (1958), “Invernáculo” (1962) o “Barbagrís” (1964). Fue también un tema muy querido para el norteamericano John Thomas Sladek.
John Sladek (1937 – 2000) fue uno de los militantes de la Nueva Ola de la Ciencia Ficción que se labró una reputación como escritor ingenioso que se servía de metáforas propias de la CF para construir sátiras y farsas contra Estados Unidos, especialmente el Medio Oeste del que él era nativo (nació en Iowa). Entró en la CF británica durante la eclosión de la Nueva Ola, cuando Michael Moorcock escandalizaba a los tradicionalistas apoyando experimentos vanguardistas en las páginas de la revista que dirigía, “New Worlds”. Esta cabecera era el hogar ideal para un autor como él, cuyas influencias bebían más de escritores experimentales como William Gaddis o satíricos como Joseph Heller que de popes del género como Isaac Asimov o Robert Heinlein; que afirmaba no leer demasiada CF aparte de Philip K.Dick y Thomas Disch; que amaba los juegos de palabras y el surrealismo; y cuya obra, sobre todo la corta, a menudo ha sido comparada con la de Kurt Vonnegut por su pesimismo y humor extravagante.
Sus espejos favoritos para reflejar la falibilidad humana fueron los robots y las inteligencias artificiales, a menudo más simpáticos que sus contrapartidas humanas, absurdas, impredecibles y a su manera programadas por la cultura y la sociedad. Precisamente, es el caso de su primera novela, “El Sistema Reproductivo” (publicado en Estados Unidos como “Mecasmo”), donde la entropía y el caos absolutos, alimentados por la codicia y la estupidez humanos, se apoderan del sistema industrial y, a partir de ahí, de toda la sociedad.
La historia comienza presentando el venerable negocio familiar de los Wompler, en la localidad de Millford, Nevada, cuyas dificultades económicas lo van a llevar a un cierre inminente. Su producto estrella desde los años 30, ya no tiene demanda: “Las niñas ya no quieren muñecas andadoras Wompler. Quieren muñecas Barbie, para poder ponerles vestidos ¡Muñecas incapaces de dar un paso!” El consejo de administración (integrado por tres generaciones de Wompler) está resignado… hasta que surge la idea: “¿Por qué no pedimos dinero al gobierno? (…) ¡para investigar!”
Alguien pregunta, obviamente, qué es lo que pueden investigar: “Pero ¿no deberíamos fabricar algún producto que el gobierno necesite? ¿Algo vital para la defensa de la nación? ¿Algo importante para su bienestar? El gobierno no tira el dinero, ¿no es cierto?” La cínica y condescendiente respuesta no tarda en llegar: “Los tiempos han cambiado desde la Academia de West Point, ya sabes. Ahora estamos en la era de la astronáutica. En los viejos tiempos, lo admito, había que construir un buque de guerra o una piscina municipal, algo útil. Pero dime una cosa: ¿qué utilidad práctica tiene poner un hombre en la Luna? (…) ¡Ninguna! Ninguna utilidad terrenal. Pero hablemos en serio. El gobierno gasta millones, cantidades astronómicas, para poner un hombre en la Luna. Por otro lado, si tienes alguna idea genuina, real, que venderles, olvídala”
Así que la conclusión parece clara: “Si somos capaces de presentar al gobierno un proyecto extremada, irremediablemente inútil, nos concederá una subvención para investigación pura”. Dado que tienen un pariente en el comité de asignaciones del Senado, la única dificultad reside en imaginar en qué malgastar el dinero: “Necesitamos algo que parezca fácil, para que el resto del comité no pueda poner reparos, pero que sea tan difícil en la práctica que nos permita dedicar años a su realización”. Y la respuesta es: una máquina capaz de reproducirse. “No sirve para nada. Eso es precisamente lo que desea el gobierno. Lo que nosotros deseamos”.
Dicho y hecho. La empresa se reconvierte en los Laboratorios de Investigación Wompler, donde el misterioso doctor Smilax dirige el Proyecto 32, para determinar la posibilidad de poner en marcha un mecanismo autónomo y autorreproductor, un "Sistema Reproductivo; y, si la respuesta fuera afirmativa, qué uso militar podría dársele.
Por supuesto, es posible. Eso sí, los Wompler no son genios científicos –ni siquiera intelectualmente salvables- y en tanto en cuanto el dinero del gobierno siga fluyendo, no tienen demasiado interés en preguntar qué es lo que se cuece en sus laboratorios. Y deberían haberlo hecho porque a no mucho tardar unas incontrolables cajas de metal corren de un lado a otro buscando cualquier cosa metálica, devorándola y creando variaciones de sí mismas con nuevas funciones. Por si esta especie de pirañas mecánicas no fueran suficientemente peligrosas, demuestran tener otro rasgo dominante: la autoconservación: no permiten que nadie intente desconectarlos o detener su expansión.
Después de una primera y breve pero contundente demostración del potencial del Sistema, las cosas aún parecen estar bajo control humano. Pero pronto queda claro que no es así. Las cajas viajan rápidamente, se desplazan incluso por túneles subterráneos, absorbiendo todo el metal de las poblaciones a las que llegan, incluidos dos puntos neurálgicos próximos a Millford: la ciudad de Las Vegas y el NORAD, el Mando de Defensa Aérea de los Estados Unidos. A partir de ahí, empiezan a tomar el control de todo tipo de instituciones y centros gubernamentales. En el enorme caos resultante se entrelazan los destinos de un conjunto de pintorescos perdedores.
Al final, se descubre que estos seres mecánicos no son completamente autónomos: están programados para cumplir las órdenes de Smilax, arquetipo del científico loco, megalómano y sádico. Tal y como la explica ufano a la psicológica Aurora a la que secuestra: “En cualquier caso, no pasará mucho tiempo antes de que vivir signifique trabajar, de un modo o de otro, para el Proyecto 32. Dentro de muy poco no existirá nada más, sólo el Proyecto 32, sólo el Sistema Reproductivo, en mi mundo (…) No sólo debe quedar claro quién es esclavo y quién amo, sino que además debe aclararse de un modo tal que los esclavos no tengan alternativa. En pocas palabras, quiero que usted haga al Sistema Reproductivo casi omnipotente e inescrutable…; un laberinto, por así decirlo, del que las ratas jamás puedan salir”.
Su objetivo y filosofía son tan tópicos como bien fundamentados por su mente lunática: “Mi objetivo es causar el mayor sufrimiento posible al mayor número posible de seres —dijo en voz vibrante—. Sin interrupción, en todas partes. Parece una locura, ¿no opina así? Sin embargo, ¿es preciso que le recuerde que la misma vida, en numerosas filosofías, se iguala al sufrimiento? Los grandes místicos de todas las religiones mundiales conocieron el sufrimiento…, y el sufrimiento los engrandeció. ¿Cuántos hombres de genio han sufrido? La relación sería tediosa. Los grandes momentos de la historia han sido instantes de intenso sufrimiento: la persecución de los primeros cristianos, la peste negra, la conquista de México, la Inquisición, la Revolución Francesa, las guerras mundiales… No sufrir es estar muerto, ¿no es cierto? ¿Qué es sufrimiento sino la esencia de la vida misma, sí, y el sostén de la vida?”
No ha conseguido, sin embargo, librarse del todo del miedo a lo que llama el Efecto Porteus: “Si Smilax tenía miedo de algo, ese algo era que algún día, de alguna forma, su retoño cerebral se volviera contra su amo y MATARA. Smilax se estremeció al pensar en los numerosos casos de este tipo que se habían producido. En la ficción abundaban los casos famosos, como los de Frankenstein y RUR (Robots Universales de Rossum). Genios de mal genio, aprendices de brujo y desgraciados pactos con el diablo”. Aunque cree que su control sobre el Sistema está garantizado, al final, como era de esperar, acaba engullido por él. Lo cual no arregla el problema del monstruo metálico en plena expansión. Algunos chiflados creen que ha llegado el momento de que la Humanidad deje paso a la siguiente especie dominante: “Es pecaminoso, sí, pecaminoso, manipular algo tan racionalmente perfecto. El Sistema Reproductivo es la encarnación de todas las cosas justas y razonables. No podemos, no debemos diluirlo con nuestras fastidiosas teorías. Si no hay sitio para el hombre, ¡amén! Que el hombre se haga a un lado para que su sucesor, más digno y perfecto, disponga de sitio para crecer.”.
Siendo coherente con la línea que había seguido en la novela, ésta debería haber tenido un desenlace oscuro y desesperanzador. Pero Sladek opta en el final por rechazar el nihilismo y concluir siguiendo la máxima de William Shakespeare: “Bien está lo que bien acaba”, introduciendo un giro en virtud del cual el Sistema Reproductivo acaba convertido en la mejor herramienta imaginable para solucionar los problemas de la Humanidad.
“El Sistema Reproductivo” es, en su mayor parte, una aguda sátira articulada a través de un humor un poco básico pero aún así eficaz. Si bien el creciente dominio del Sistema es el motor de la novela, su funcionamiento y consecuencias no son lo que realmente importa. Sladek dedica mucho más tiempo a examinar las peripecias de diversos personajes involucrados de forma más o menos directamente con el Proyecto 32.
Por ejemplo, el caso de Cal, que entra a trabajar en el Proyecto por ser graduado del MIT… que resulta no ser el Instituto Tecnológico de Massachussets sino el Instituto Tecnocrático de Miami, con veinte alumnos y localizado sobre una tintorería: “En el minúsculo rectángulo del cuestionario donde Cal debía indicar el nombre de su centro de estudios, sólo había espacio para la abreviatura «MIT». Fue contratado a vuelta de correo”. Aunque hay personajes lo suficientemente perfilados como para que la comedia se apodere por completo de la historia, es cierto que bastantes otros son caricaturas de tópicos: un científico loco, un general que mide su incompetencia en número de medallas, un marine con tanto amor por el deber como pocas luces en el cerebro… Leyendo algunos pasajes o diálogos, es difícil no recordar “Teléfono Rojo ¿Volamos Hacia Moscú?”, estrenado sólo cuatro años antes.
Casi todas las personas con riqueza y poder son aquí tremendamente ignorantes (el Proyecto, por ejemplo, contrata a un investigador japonés porque uno de los Wompler cree que todos los asiáticos son expertos en artes marciales y quiere aprender el mortífero arte del “origami”), cortoplacistas, ambiciosos o claramente desequilibrados. Este último es el caso de Smilax, que se excita realizando intervenciones quirúrgicas sobre mujeres… o sobre sí mismo si no hay otro sujeto a mano. Peor aún, el resto de la población está dominada por la incompetencia y/o la paranoia, si bien en el caso de los personajes que se nos presentan ello obedece a unas infancias terriblemente desgraciadas. A pesar de su brevedad, esta novela describe una notable variedad de formas en las que los padres pueden arruinar a sus hijos, desde prohibirles leer a criarlos como a un perro.
El estilo de Sladek es libre, incluso disperso, pero, aún así, su talento es indiscutible. Quizá el principal problema de esta novela sea su estructura y sus oscilaciones de tono. En cuanto a este último, todo el segmento inicial, con la reunión del Consejo de Administración y la puesta en marcha del Proyecto 32, es pura sátira; pero cuando las máquinas cobran vida y empiezan a extenderse, la novela cambia el paso para transmitir una sensación de pesadilla psicodélica muy deudora de la Nueva Ola y en la que Sladek se siente libre para escribir pasajes que se adentran en el surrealismo y cuya intención es más evocadora que descriptiva:
“Las paredes avanzaban, giraban, retrocedían o se hundían; los techos se combaban hacia arriba o hacia abajo, y los suelos se inclinaban de forma alarmante o descendían igual que ascensores. Una puerta podía conducir a una habitación de quince pisos de altura o a un hueco de escasos centímetros de profundidad, o podía ser falsa”.
“Varios gatos se arrastraban en los estantes más elevados, yendo de ninguna parte a ninguna parte. Algunos llevaban relojes de oro o plata atados a sus barrigas. Uno se detuvo lo bastante cerca para que Daisy viera el reloj. No iba bien. Vio que la fecha cambiaba de 7 a 8 con un clic. El gato emitió un tenue maullido y salió corriendo. Sólo en ese momento se dio cuenta Daisy de que el animal arrastraba una lata de empanadas llena de piezas de maquinaria. Dípteros helicópteros de juguete vagaban por la habitación, entrelazando finos alambres de cobre en peculiares figuras sin sentido”.
Toda la obra transmite la sensación de ser un juego opaco cuyas reglas sólo conoce Sladek. Éste no se compromete emocionalmente con los personajes sino que se comporta como un demiurgo que los manipula de acuerdo a sus necesidades narrativas. Cualquier escritor adopta ese papel en mayor o menor medida, pero en este libro resulta especialmente evidente. Los personajes, incluso los que Sladek caracteriza con mayor cuidado, parecen hacer no aquello acorde con su naturaleza y situación sino lo que les exige la trama. Son como ratas de un laboratorio dirigido por el escritor: corriendo por un laberinto sin salida, cayendo en sus trampas, agrediéndose, apareándose y, de vez en cuando, obteniendo una recompensa. El lector no ríe ni llora con ellos, sino que sonríe irónicamente con el autor cuando este describe su ridículo comportamiento.
Existe, además, una cierta artificialidad intencionada en ciertos juegos relacionados con las palabras y que seguramente bebe de la búsqueda de experimentación que dominaba a los colaboradores de “New Worlds”. Por ejemplo, un segmento de 26 párrafos que empiezan cada uno con una letra del alfabeto diferente; el propio apellido del autor expresado como anagrama, un título palíndromo…
Por otra parte, la sátira de “El Sistema Reproductivo” se articula más como salpicaduras cortas y dispersas encadenadas a un ritmo trepidante que como una historia coherente y lineal. Quizá Sladek tenia demasiado que decir y decide comunicarlo en ráfagas rápidas en lugar de en un discurso ordenado; quizá trataba de hacer algún tipo de experimento estilístico; o puede que, dado que ésta fue su primera novela publicada de CF simplemente fuera producto de su bisoñez.
El resultado es una obra a su manera tan caótica como la situación que describe, con personajes inmersos en un constante ir y venir, pasajes humorísticos que se alternan con otros pesadillescos y una subtrama que no parece tener nada que ver con el resto y que más parece un cuento autónomo encajado a la fuerza. En ella se narran las paranoias de un agente de la CIA en Marruecos que trata de atraer para la causa estadounidense al astronauta de la primera misión francesa a la Luna (Sladek, escribiendo un año antes de que el hombre llegara a nuestro satélite, imagina a los norteamericanos y a los soviéticos superados por su infravalorado aliado y adversario respectivamente, después de haber gastado incalculables fortunas).
Si bien el conjunto a veces amenaza con expulsar al lector y colapsar sobre sí mismo, siempre evita el desastre en el último momento. Los personajes pueden ser absurdos y exagerados, sus planes ridículos, sus aventuras amorosas innecesariamente retorcidas y condenadas al fracaso; pero Sladek se las arregla para que el lector conecte con esos desgraciados lo suficiente (al menos los que no encajan en el molde de villanos) como para desear que obtengan un final generoso.
Por todo esto, “El Sistema Reproductivo”, pese a sus 250 páginas, puede convertirse en una lectura algo exigente, pero tanto los temas como la prosa de Sladek revisten suficiente interés como para que valga la pena el esfuerzo. Además de la clásica advertencia de jugar despreocupadamente con tecnologías cuyas consecuencias ignoramos, encontramos aquí una sátira del mecanicismo, la ambición de las empresas, la ceguera de los políticos, la estulticia de los militares, lo absurdo de la burocracia y una advertencia en clave de humor alucinado de hacia dónde nos podría llevar la colusión de todo ello.
Sería un alivio descartar alegremente como una tontería insensata el mundo que, con ayuda de los recursos de la comedia negra, modela Sladek. Lamentablemente y si nos paramos a pensarlo, hay más parecidos entre aquél y nuestra realidad de lo que parece a simple vista. Al menos, Sladek nos ofrece la oportunidad de reírnos del absurdo que nos rodea.
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