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Tras una década de álbumes en progresión creciente de calidad y con algunos de ellos verdaderamente memorables, “Valerian” salta a una nueva dimensión con sus álbumes noveno y décimo, que, por primera vez, narran una historia larga repartida entre ambos. Se trata de “Metro Chatelet, Dirección Casiopea” (1980) y “Brooklyn Station, Término Cosmos” (1981).
El origen de estos álbumes se encuentra a finales de 1977, cuando Mézières está terminando de dibujar “Los Héroes del Equinoccio”. Durante una convención de CF en Metz, descubre una película recién estrenada titulada “Star Wars”, cuya estética y diseño le recuerda mucho al universo de Valerian y, en concreto, a “El Imperio de los Mil Planetas”. Esto le llevará a proponerle a Christin explorar nuevos caminos en el siguiente álbum, introduciendo una dosis de realismo terrícola en mitad de la fantasía espacial. Esta última había sido marca de la casa pero Mézières se dio cuenta de que otros empezaban a transitar por el mismo camino y era hora de hacer algo diferente.
Así que, en esta ocasión los dos autores optan por localizar sólo la mitad de la acción en el espacio, quedando la otra anclada en la Francia y Estados Unidos contemporáneos. De esta forma, se narraban simultáneamente dos historias muy diferentes en ambientación, tono, personajes y propósito: por una parte, una investigación detectivesca que salta de planeta en planeta de otra constelación; y, por otra, un thriller tecnológico con tintes metafísicos desarrollado en un par de icónicas ciudades terrestres.
Este deseo de evitar la repetición y el encasillamiento, de innovar conceptual y narrativamente fue recompensado tanto por la gran estima que este díptico ha tenido siempre entre los seguidores de la colección como por lo extraordinariamente bien que ha soportado el paso del tiempo. Los propios títulos, de una sonoridad llamativa, sugieren misterio y épica, la Tierra y el Cosmos: dualidades igualmente evocadas en la llamativa cubierta del primer álbum, en la que Valerian camina por el andén de una estación de metro mirando al otro lado de la vía un paisaje alienígena.
Planeta Tierra, Francia, 1980. Unas extrañas criaturas aparentemente sobrenaturales que encarnan fuerzas elementales (fuego, agua, aire y tierra) se manifiestan en diferentes lugares de ese país. Galaxity envía a su agente Valerian para investigar y neutralizar estas anomalías que podrían alterar la corriente espacio-temporal. En ese lugar y época, su contacto es el señor Albert, un intelectual entrado en años, bonachón, amante de la buena comida, resolutivo y de actitud siempre positiva. La misión, no obstante, no es sencilla porque a veces el enfrentamiento con estos seres debe hacerse en pleno París y en lugares concurridos. Ni el público ni las autoridades deben enterarse de qué es lo que ocurre so pena de alterar el futuro.
El señor Albert no tarda en darse cuenta de que el misterio también está siendo seguido muy de cerca por agentes de dos multinacionales: Bellson & Gambler y WAAM (World American Advanced Machines). Cada vez que se manifiesta una de esas criaturas, siempre hay alguien de esas empresas rondando por las proximidades, evidentemente sabedores del lugar y momento en el que iba a producirse el fenómeno.
Valerian se comunica mentalmente con Laury, que está siguiendo otra rama de la investigación por la constelación de Casiopea. Preguntando en unos planetas, comprando a mercaderes itinerantes y relacionándose con alienígenas en otros mundos, va encadenando pistas que la llevan a descubrir que los monstruos elementales que están apareciendo en la Tierra son los ídolos de un pueblo primitivo que habita en un planeta-basurero. Las reliquias que los contenían fueron robadas por dos piratas espaciales, que ahora pretenden vendérselas al mejor postor (esto es, las dos multinacionales terrestres) presentándolas como inagotables fuentes de energía, sin decir, eso sí, que ese poder podría, como ya ocurrió en otros mundos, destruir la propia Tierra.
Así, Laury se apresta para recuperar los cubos de manos de los ladrones mientras que Valerian, cada vez más desorientado y exhausto por el defectuoso ajuste psíquico que le permite comunicarse con su compañera, viajará de Francia a Nueva York acompañado por Alfred para asistir a la puja final y tratar de destruir de una vez por todas a las criaturas antes de que caigan en manos de los postores.
En ningún álbum previo de la serie –y en pocos contemporáneos de cualquier otro autor- podía encontrarse una receta tan bien equilibrada de acción, suspense, peligro, exuberancia, imaginación, crítica socieconómica y erotismo (Mézières nunca había dibujado antes a Laureline tan sensual como en las últimas páginas del segundo álbum, cuando seduce y engaña a los dos pícaros alienígenas). Christin elabora un argumento emocionante e impecablemente medido en el que saca el máximo partido de sus personajes y los diferentes ambientes en los que se mueven, de tal forma que se van alternando escenarios para que el lector no pueda desenganchar de la lectura. Valerian alterna en los clubs de moda de un París invernal; huye de la policía o pasea con Albert por las lluviosas calles; persiguiendo a las criaturas, se interna en los túneles del metro, chapotea en las marismas de Potevin o se juega la vida en el Centro Pompidou. Laureline contempla extraordinarias criaturas de luz que viajan por el espacio; cotillea y mercadea con chamarileros interplanetarios; se interna por los niveles subterráneos de un planeta en busca de las memorias vivientes del lugar; escucha leyendas tan épicas como terroríficas; entra en templos de maravillosa belleza levantados en la superficie de un mundo cubierto de basura; y afronta los peligros ignotos del viaje espacial…
Por otra parte, Christin mantiene un ritmo lánguido y un tono algo críptico durante todo el primer álbum, ofreciendo sólo pistas sueltas que sólo cobrarán sentido ya bien avanzado la segunda entrega, manteniendo así el suspense y al lector en ascuas esperando la solución al enigma propuesto. Se trata de una aventura densa en conceptos y trasfondo, pero quienes busquen una historia con acción tampoco quedarán insatisfechos dado que el guionista tiene buen ojo para intercalar los encuentros con las criaturas elementales y no sobrecargar de diálogos la trama con la consecuente ralentización del ritmo. Esta alternancia de pesquisas detectivescas y explosiones de acción, y de ambiente terrestre y espacial, le permite a Christin, ya un guionista de primera línea, insertar sin miedo a aburrir, por ejemplo, una escena de dos páginas en la que dos personajes secundarios meditan sobre el misticismo y su lugar en el mundo moderno mientras un Valerian aburrido y cada vez más desconectado de lo que ocurre a su alrededor vagabundea por los alrededores.
Como ya venía siendo usual en la colección, Christin se sirve de la ciencia ficción para denunciar las peligrosas tendencias y vicios de nuestra sociedad actual –que, para nuestra desgracia, siguen ahí cuarenta años después de la publicación de estos álbumes-. Desempeñando el papel de villanos tenemos en esta ocasión a dos multinacionales. En un giro final irónico, Christin ridiculiza a esos supuestos genios de las finanzas revelándolos como víctimas de un timo interplanetario orquestado por unos canallas de baja estofa. Su ignorancia y codicia a punto están de costarle a la especie humana su propio futuro vía la adquisición de unos poderes que ni comprenden ni pueden controlar.
Con la perspectiva que nos da el tiempo, podemos ahora ver que el mundo que Christin y Mézières apuntan ya estaba permeando la sociedad occidental al compás de las políticas que Margaret Thatcher primero y Ronald Reagan poco después iban a favorecer durante sus mandatos, fortaleciendo y promoviendo el capitalismo industrial y financiero y sentando las bases para los monstruos –estos económicos- que ahora reinan sobre el planeta sin que nadie pueda desafiar su poder.
Pero más allá de la crítica a la falta de escrúpulos de este tipo de empresas en su desesperada carrera por el beneficio y la supremacía, el guionista las conecta a un plano simbólico, cada una representando una época y una actitud existencial: así, Bellson & Gambler sería un conglomerado ligado a las fuerzas de la tierra y el fuego (“minería, acero, metales no férricos, petróleo, energía atómica”) que remite al pasado de la industria y los negocios y que busca el asesoramiento de místicos y gurús enloquecidos del más diverso pelaje; mientras que WAAM es un imperio empresarial levantado sobre el agua y el aire (“electrónica, agrobiología y agricultura”), que mira hacia el futuro y que deposita su confianza en tecnócratas racionalistas.
Y esto nos lleva a otra de las características de esta saga. Ambos álbumes se apoyan sobre la conexión y/u oposición de conceptos: el pasado y el futuro; la Tierra y el resto del Universo; el hombre y la mujer; los elementos fundamentales de la naturaleza; la ciencia y la mística; lo conocido y lo ignoto; lo sagrado y lo mundano; lo épico y lo picaresco… incluso los títulos de los álbumes hacen hincapié en la dualidad, mencionando cada uno de ellos lugares del presente y del futuro, de la Tierra y del espacio.
También la Francia que se nos muestra oscila entre dos épocas: una nación aún asentada en tradiciones, algo indolente pero también transpirando cierta serenidad, gris pero amante de la buena vida, valores todos ellos encarnados por Albert; y, por otra parte y en el otro extremo, una sociedad que se prepara para ser el campo de juego de grandes multinacionales y cuyos miembros –o al menos parte de ellos- sueñan con entrar en el postmodernismo liberal, tecnológico y consumista.
La propia estructura de la historia en dos partes alude a la simetría y Christin juega con esa idea continuamente, a veces de forma más ligera, como cuando muestra a Valerian progresivamente más desfasado, torpe, débil y dependiente de Albert, mientras que Laureline es enérgica, autónoma, eficaz y centrada; y otras más seriamente, como en la imposibilidad de resumir el desenlace como una clara victoria para los protagonistas dado que las dos multinacionales terminan por negociar un acuerdo que tiñe el final de ambigüedad y sabor agridulce. Sí, por el momento el peligro ha sido conjurado, pero, a tenor de lo visto ¿puede confiarse en que la alianza secreta de dos titanes de los negocios será beneficiosa para alguien más que para ellos mismos?
Christin introduce también en la historia otro de los temas recurrentes de la serie: la crítica a las religiones organizadas o lideradas por algún gurú o figura presuntamente poderosa. Las víctimas se presentan aquí bajo la forma de unos desgraciados alienígenas conocidos como Zoms y que viven en el planeta Zomuk, utilizado como vertedero por muchas otras especies alienígenas, que condenan así a los nativos a una existencia miserable dominada por la pobreza, la contaminación y las enfermedades. Esta dinámica en la que los pueblos más ricos se aprovechan de la indefensión de otros más pobres es una clara alusión a lo que sucede en nuestro propio mundo industrializado y globalizado. Pero es que, además, los Zoms, como forma de escapar a su miseria y ante la ausencia de cultura, conocimiento, educación e higiene, se han entregado ciegamente a una religión que, aunque les ha llevado a crear templos de gran belleza y las poderosas reliquias que desencadenan el drama, también les ha dejado indefensos ante embaucadores sin escrúpulos que se aprovechan de su fe.
Pero en la Tierra, la situación es similar. Como ya apunté más arriba, las dos multinacionales contratan a gurús de uno u otro tipo, místicos o tecnológicos, para que les orienten en sus respectivas estrategias corporativas. Christin y Mézières tampoco encuentran iluminación posible entre los representantes de estas neofilosofías y teogonías dispersas, tal y como presentan con ironía cuando los describe uno de los “contratados” por Benson & Gambler, un pequeño judío hasídico de Brooklyn y especialista mundial en la Cábala: Schlomo Meilsheim –que, además, es amigo del señor Albert-.
Podría reprocharse a los autores que quien condene a estos estrafalarios representantes de las nuevas creencias sea alguien que profesa una de las religiones más antiguas del mundo, pero Schlomo actúa aquí más como portavoz de una cierta sabiduría ancestral y eterna que como un hombre de fe en misión proselitista. De hecho, lo que más le repugna es la guerra que ha entablado contra la naturaleza la alianza entre el materialismo espiritualmente vacío que representan las multinacionales y el misticismo enloquecido que encarnan las sectas y movimientos new age.
En otro orden de cosas, Christin también se permite más libertades con el propio Valerian, que se aparta del estereotipo de firme figura masculina y personaje de acción. Su valentía no se pone en duda, ni siquiera su eficacia, a la hora de enfrentarse con los monstruos, pero queda claro que la misión le pasa factura y que dista de ser un héroe invulnerable. Lo vemos deprimido, disperso, completamente dependiente de Albert, quien le salva de las autoridades, le guía hacia las criaturas y descubre el núcleo de la conspiración empresarial. Valerian, que no comprende qué está haciendo en ese momento y lugar, que es manipulado por agentes encubiertos, enviado a jugarse la vida contra monstruos que no entiende y que vive mentalmente disociado entre dos planos de la realidad, queda reducido aquí poco más que al papel de “matón” especialista en armas al que envía a resolver la parte más física de la misión. De hecho, cabe preguntarse al final de la saga si su intervención ha tenido alguna utilidad real y si la sagacidad y buenos contactos de Albert no hubieran sido suficientes para llevar la historia hasta su ambigua conclusión.
Por si fuera poco, la creciente desorientación de la que es víctima acaba llevándole a la cama –literalmente- con el enemigo, traicionando no sólo su misión sino la confianza de Laureline y poniendo de este modo a prueba la relación con ella. Por primera vez en la serie, vemos a los protagonistas entregándose a su sexualidad: Valerian “disfrutando” de una orgía de varios días de alcohol y sexo con una extraña, y Laureline sirviéndose consciente y deliberadamente de sus encantos para adoptar una estética y actitud sadomasoquista con la que manipular a sus lujuriosos adversarios. Laury, todavía en mayor medida que en álbumes anteriores, demuestra tener más carisma y recursos que su compañero, siendo perfectamente capaz de desempeñar en solitario su también muy peligrosa parte del trabajo.
En estos dos álbumes los protagonistas están más cerca que nunca del lector. Vagabundeando por las calles bajo el frío y la lluvia, vadeando cienágas o regresando tarde y cansado a su hotel, Valerian nos brinda una CF más próxima a nuestra realidad, menos exuberante de lo que había sido en las aventuras anteriores. Laureline, en cambio, mantiene a lo largo de toda la historia una cierta aura fantasmagórica, rodeada de criaturas cada una más improbable que la siguiente.
“Metro Chatelet, Dirección Casiopea” y “Brooklyn Station, Término Cosmos” van más allá del simple entretenimiento para aspirar a una dirección más adulta a múltiples niveles, como si hubiera llegado un punto en el que la propia serie exigiera a sus creadores que la llevaran a un estadio de mayor madurez. Y así fue. A partir de este punto, ya fuera en sus aventuras espaciales o en las temporales, “Valerian” no volverá a su tono luminosamente juvenil de la primera y segunda etapas, abordando en sus futuras historias temas muy actuales apenas filtrados y modificados por la lente de la CF.
También gráficamente Méziéres alcanza una nueva plenitud. Sucede a menudo con los artistas ligados durante largo tiempo a una serie, que llega un momento, reconocible por los aficionados más leales y atentos, en el que su dibujo parece sublimar perfectamente el guion, dominando todos los aspectos de la historia, desde el diseño de personajes y ambientes a la narración. Mézières, con estos álbumes, está ya en ese punto y su trabajo es todavía más destacable dado que, comparado con los volúmenes anteriores, aquí no puede apoyarse exclusivamente en lo que había venido sido una de sus grandes habilidades, a saber, el diseño de elementos específicos de la CF, como civilizaciones alienígenas, naves espaciales, extraterrestres y bestias de todo tipo, paisajes de otros mundos… Sí, esa parte queda sobradamente representada en los segmentos protagonizados por Laureline, pero Valerian, dejando aparte sus breves enfrentamientos con los monstruos elementales, se desenvuelve en ambientes reconocibles y muy terrestres, donde Mézières demuestra igual brillantez haciendo un impecable uso de la documentación fotográfica.
Por otra parte, la narrativa es muy fluida, insertando originales, eficaces y bellos efectos de montaje, sobre todo cuando los dos amantes se comunican trascendiendo espacio y tiempo. Mézières, con la ayuda de su hermana, la colorista Evelyne Tran-Lé (que ya hace tiempo dejó atrás sus titubeos iniciales) pone especial énfasis, primero, en el contraste de atmósferas, principalmente melancólicas, nocturnas e invernales en el caso de la Tierra, y con una cualidad onírica en las espaciales; y, segundo, en los personajes secundarios, como la voluptuosa norteamericana Cynthia y, especialmente, el inmediatamente entrañable Albert, que se convertirá en un invitado recurrente de la serie en el futuro.
Sin duda y junto a “Los Héroes del Equinoccio”, este díptico rebosante de duplicidades y en el que se dan cita el realismo y la fantasía espacial, constituye uno de los puntos álgidos de la serie y una nueva confirmación de por qué “Valerian” se convirtió en una referencia imprescindible para el comic de ciencia ficción.
(Continúa en la siguiente entrada)
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