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Con “Preludio a la Fundación” (1988), Asimov da un salto atrás en el tiempo y comienza un segmento retrospectivo de dos novelas que constituirá su última etapa como escritor antes de morir en 1992. En cierto modo, son una especie de anticlímax para una serie, la de la Fundación, que siempre había consistido en avanzar hacia el futuro, a veces dando saltos de siglos de un relato a otro. Y mientras que Asimov no se resuelve los problemas básicos que había planteado el final de “Fundación y Tierra”, sí pueden considerarse estas novelas como un adecuado aunque no brillante remate no tanto a la serie de la Fundación como a su vida y carrera.
“Preludio a la Fundación” comienza unos cincuenta años antes del arranque de la primera historia de la serie, cuando un Hari Seldon de treinta y dos años llega a Trantor en su primera visita (y última, ya que residirá allí el resto de su vida) para presentar en una convención de matemáticos sus teorías sobre la psicohistoria. Aunque desde su punto de vista no es más que una curiosidad matemática sin aplicación práctica real, hay facciones políticas que la consideran una herramienta para asegurar su poder. En concreto, la disertación de Seldon atrae la atención del emperador Cleón I –un monarca tan decente como inadecuado para el cargo- y su misterioso e intrigante consejero de seguridad, Demerzel.
El matemático no tarda en trabar conocimiento con el muy bien conectado periodista Chetter Hummin, que le salva de la agresión de un par de rufianes que piensa que están a las órdenes de Demerzel, y le convence para huir del Sector Imperial hasta la Universidad de Streeling, donde Hummin espera que Seldon pueda hacer algún avance en la conversión de la psicohistoria de teoría a ciencia práctica. Seldon sigue siendo muy escéptico al respecto, pero accede a regañadientes y asume que debe aprender todo lo posible de la historia de la humanidad si pretende hacer algún progreso. Allí conoce a la joven historiadora Dors Venabili, por la que pronto empieza a sentir una creciente atracción (el romance en esta novela se mantiene a un nivel muy básico, lo cual quizá sea lo mejor teniendo en cuenta la pobre trayectoria que Asimov tenia en este apartado).
A partir de este punto, la novela adopta una estructura episódica en la que Seldon va saltando de región a región del planeta persiguiendo alguna pista vital para la psicohistoria, enredándose en una cada vez más rocambolesca constpiración y requiriendo de la intervención de Dors o Hummin para escapar de situaciones apuradas. Algunos de los giros del libro ponen a prueba la suspensión de la incredulidad del lector ya que necesitan que Seldon sea tan brillante en unos aspectos como ingenuo en otros (dado que los grandes cerebros suelen al menos tener una buena dosis de sentido común, quizá el protagonista no sea del todo inverosímil).
Y como sucedía en “Fundación y Tierra”, el motor narrativo de este libro –la apremiante necesidad de Seldon de aprender Historia Antigua para averiguar si la psicohistoria puede tener aplicación práctica o no- es desagradablemente abstracto y no tiene ni de lejos el mismo gancho dramático que las historias de la trilogía original, en las que Términus luchaba por sobrevivir a continuas crisis, corriendo el peligro de ser arrasado o conquistado si se tomaban decisiones erróneas. En cambio, en Trantor, medio siglo antes de que empezaran a escribirse las primeras páginas de la Enciclopedia Galáctica, el ambiente es de despreocupación total acerca del futuro, mucho menos por una inminente derrumbe de la civilización. Hay problemas, por supuesto, intrigas, peligros y luchas por el poder, pero ni se contempla la posibilidad de que pueda desaparecer todo lo que la Humanidad ha logrado tragado por un abismo negro de treinta mil años de barbarismo.
Pero Asimov era un escritor demasiado veterano como para que “Preludio a la Fundación” sea un ejercicio de lectura completamente irrelevante. De hecho, para muchos es la mejor entrega de esta segunda etapa de la Fundación. Lo que el Asimov de esta época había perdido en ideas y tramas lo compensa hasta cierto punto a la hora de construir mundos. El Trantor imperial es probablemente el mundo más sofisticado y completo que imaginó nunca y las diferentes regiones en las que recalan Seldon y Dors – el Sector Imperial, Streeling, Mycogen, Dahl y Wye- están verdaderamente diferenciadas las unas de las otras, cada una con sus propias fortalezas y problemas, forma de vida y creencias. Asimov también se molestó en pensar cómo podría sobrevivir la población de un planeta ocupado por una única ciudad y las ideas que aporta respecto a la energía o el clima son incluso plausibles.
En cuanto al propio Hari Seldon, hay muchos fans veteranos que se quejan de la desmitificación a la que Asimov lo somete, sobre todo porque no es fácil reconciliar la versión que de él se nos ofrece en esta novela y la siguiente, “Hacia la Fundación”, con la que se había presentado allá en los años cuarenta en “Los Psicohistoriadores”, el cuento de la trilogía original. Con todo, hay que admitir que en “Los Psicohistoriadores” Seldon apenas podía considerarse un personaje completo y que tenerlo como protagonista resulta mucho más interesante que, por ejemplo, Golan Trevize.
Y es que da la sensación de que Asimov se sintió libre e incluso vigorizado por haberse quitado de encima el peso de todo lo que ya había escrito acerca de la Fundación. Ahora no tenía que decidir el camino a seguir ni preocuparse por haber agotado esta o aquélla senda narrativa. Y, quizá, también disfrutó profundizando en la vida de uno de sus personajes favoritos. Los protagonistas típicos de Asimov no se caracterizaban por su afabilidad y carisma, pero en “Preludio a la Fundación”, quizá podamos hacer una excepción a esa regla con Hari Seldon. Sí, a veces se comporta como un irritante sabio despistado, en ocasiones peca de impaciente y (en claro contraste con la arrogancia intelectual de Trevize, Salvor Hardin o Susan Calvin) se siente frustrado e inseguro acerca de la valía de su trabajo. Pero también es alguien cuya candidez, decencia, sentido de la responsabilidad y presencia de ánimo lo redimen.
Esa ingenuidad unida a su competencia intelectual lo acerca al
estereotipo del pueblerino que sorprende con su valentía al sofisticado
habitante de la gran ciudad cuando anuncia que el emperador está desnudo. Algo
parecido es lo que sucede cuando Seldon es llamado a audiencia con Cleón.
Aunque sabe que es un privilegio inmenso el poder estar cara a cara con el
emperador de la galaxia, tiene la suficiente presencia de ánimo como para
decirle la verdad –aunque, eso sí, sin perder la delicadeza-. Como muchos de
los personajes de Asimov, Seldon está comprometido con la honestidad
intelectual independientemente de las consecuencias que ello le pueda acarrear.
Los problemas de “Preludio a la Fundación” empiezan más o menos con la aparición en escena de Chetter Hummin. Quizá en el siglo XX la figura del periodista gozaba de más prestigio e influencia que en la actualidad, pero es que Asimov se lleva a este personaje al terreno de lo inverosímil. Hummin conoce a todo el mundo y lo sabe todo de todos. Le deben tantos favores que su influencia es casi ilimitada en todo Trantor. Y, además, es altruista: se lo juega todo para que Hari desarrolle la psicohistoria y así toda la galaxia pueda beneficiarse de ese conocimiento, no sólo aquellos que ostentan el poder. Resulta harto evidente desde el comienzo que Hummin es más de lo que dice ser y quien haya llegado a “Preludio” tras terminar “Fundación y Tierra” no debería tener muchos problemas para averiguar quién es y qué pretende.
Hummin convence de forma demasiado sencilla a Seldon (aunque al final del libro se ofrece una explicación convincente de cómo lo ha conseguido) para que abandone su vida en su planeta natal Helicon, se quede en Trantor y trate de desarrollar la psicohistoria. Y es aquí donde la trama empieza a descarrilar. Cabe imaginar que, en una situación más realista, Hummin se habría llevado a Seldon a la Universidad de Streeling y allí habría trabajado con cierta tranquilidad durante décadas hasta dar con las claves de la psicohistoria; o quizá hubiera muerto y uno de sus discípulos fuera quien lograra la meta ansiada.
Pero claro, ninguna de estas alternativas realistas habría contribuido mucho a generar una trama así que Hari decide trabajar en Streeling un breve tiempo, conoce a Dors Venabili y luego es obligado a viajar por diferentes secciones de la geografía y sociedad trantorianas, dándose cuenta de que el planeta puede servirle de modelo de la propia galaxia y tomarlo como base para el desarrollo de su teoría. Ésta es una de las principales debilidades de la novela, algo que comparte con “Fundación y Tierra”, en la que también se presentaba un misterio nuclear relacionado con la Historia Antigua de la Humanidad tan abstracto como olvidable. Así, careciendo de una idea central con gancho, el disfrute de “Preludio a la Fundación” depende exclusivamente de que a uno le complazcan las dotes de Asimov como narrador y la descripción de las culturas que visita Seldon.
La primera de sus correrías, quizá la menos emocionante de todas, le lleva a “Arriba”, la superficie de Trantor, que es básicamente un mar interminable e irregular de cúpulas y superficies opacas, ya que el planeta es básicamente una ciudad cubierta por domos. El pasaje de la Universidad de Streeling sirve para presentar a Dors y brindar cierta información acerca de cómo viven los sectores más privilegiados de Trantor. El principal conflicto surge de la relación de Seldon con un meteorólogo misántropo que lo abandona –parece que por error- en la hostil superficie abierta.
La siguiente aventura lo lleva al sector de Mycogen, quizá el entorno más interesante del libro ya que está habitado por una cultura cuasireligiosa con una historia que se remonta a los primeros días del Imperio. Mycogen recoge algunos elementos ya vistos en obras anteriores del escritor: la sociedad puritana con un talento excepcional para cultivar alimentos y gusto por los nombres raros recuerda a “Buen Gusto”, un cuento de 1976; mientras que la depilación obligatoria de todo el vello corporal nos remite a “El Fin de la Eternidad” (1955). Mycogen es un lugar desagradable, especialmente para alguien como Asimov: sus gentes están sexualmente reprimidas, extraviadas en un misticismo vacío, atenazadas por el miedo a adquirir nuevos conocimientos y la llegada de extranjeros y reacia a hablar de sí mismos, sus costumbres e historia. Una mezcla entre los aislacionistas Amish y los estrictos judíos hasídicos.
Mycogen le sirve a Asimov para responder al misterio sobre el amargo destino de Aurora. En “Fundación y Tierra”, Golan Trevize y sus amigos se habían encontrado ese planeta desierto y poblado sólo por perros salvajes. Era un final ignominioso para el primero de los mundos Espaciales (por no mencionar que fue el lugar de “nacimiento” de R.Daneel Olivaw). Pero Mycogen resulta incluso más brutal para quien pensara que aún podría existir redención para los mundos Espaciales. Durante 20.000 años, los mycogenios han estado aferrándose al recuerdo de su glorioso pasado como gobernantes cuasi-inmortales y dueños de robots extraordinarios. Hubiera sido deseable tener más detalles acerca de cómo Aurora se convirtió en Mycogen: ¿cuándo y por que abandonaron los robots? ¿Por qué los auroranos eligieron Trantor para establecerse? ¿Cuándo revirtió su esperanza de vida a parámetros más normales? En cualquier caso, Mycogen es la herramienta que utiliza Asimov para recordarnos que tenemos que desprendernos del pasado so pena de ser consumidos por él.
El peor inconveniente del pasaje de Mycogen es el descubrimiento de que el protagonista ha sido víctima de una perfecta conspiración encaminada a conducirle a un fin determinado. Golan Trevize había pasado por un par de ellas en “Los Límites de la Fundación” y “Fundación y Tierra” y ninguna de las dos había sido realmente satisfactoria (el que R.Daneel Olivaw le revelara que a través de un sinfín de complicadas manipulaciones lo había guiado hasta la Tierra resultaba a todas luces forzado). Aquí, resulta que el líder de Mycogen, Amo del Sol 14, montó un retorcido y amplísimo plan en el que intervenían prácticamente todos los que habían tenido contacto con Seldon y Dors en el sector y con el fin de que infringieran la ley local y así hacerlos ejecutar. No resulta verosímil y deja demasiado a la vista la auténtica naturaleza de Chester Hummin.
Tras su apurada huida de Mycogen, Hummin lleva a Seldon y Dors al sector de Dahl, poblado por la clase trabajadora que extrae buena parte de la energía geotérmica que mantiene vivo a Trantor. Y de nuevo, en una decisión que pone en duda la competencia de Hummin, el periodista deja a sus protegidos en manos de una familia, los Tisalver, cuya esposa es suspicaz con los extranjeros e inflexible en sus principios de orgullo de clase, por muy humilde que sea esta.
En Dahl, Seldon y Dors se adentran en el barrio de Billibotton, una especie de cantina de Mos Eisley multiplicada por diez. Allí conocen a un arrapiezo, Raych, que jugará un papel importante más tarde en la historia; y a la Madre Rittah, una anciana conocedora de antiguos misterios. Y se enzarzarán en una pelea a navajas que quizá sea el pasaje más cinematográfico de toda la serie de la Fundación. También conocerán a Yugo Amaryl, un trabajador que resulta ser un genio matemático y que en años posteriores se convertirá en la mano derecha de Seldon.
Y a través de Raych, los protagonistas conocen a Davan, un líder rebelde dahlita encajado de una manera un tanto extraña en la narración. Como el Emperador, Davan quiere servirse políticamente de la psicohistoria y, una vez más, Seldon debe explicarle por qué no funciona en ese sentido: sólo podría ser útil a la hora de predecir corrientes generales a muy largo plazo. Davan no acaba convencido del todo, pero no importa porque su papel en la narración es la de entregar a Seldon y Dors a su mucho más poderoso patrón.
Dejaré el recorrido por la trama en este punto para evitar estropearle el desenlace sorpresa a quien no haya leído el libro y tenga interés en él. En realidad, hay dos revelaciones –o incluso tres-, una detrás de otra, aunque puede que para muchos lectores a estas alturas no sean tan sorprendentes como pretenden. Desde el comienzo de la serie en los años cuarenta, las tramas habían progresado a base de grandes revelaciones: la súbita inversión de poder en “Los Alcaldes”, la identidad del Mulo, la localización de la Segunda Fundación, la historia de Gaia… pero tanto en “Fundación y Tierra” como en “Preludio a la Fundación”, los descubrimientos no son especialmente trascendentales en cuanto a importancia para el futuro de los personajes, su planeta o incluso la galaxia.
“Preludio a la Fundación” no es una novela desastrosa, pero quizá sí mediocre. Como crónica que pretende bucear en los orígenes de una de las principales sagas de la CF, no cumple con las expectativas, pero al menos tiene más vitalidad que “Fundación y Tierra” gracias a que, como sucede en las precuelas –incluso en las de “Star Wars-, resulta una alternativa más fresca explorar el pasado de personajes y culturas ya previamente conocidos.
Y también hay que tener en cuenta que a la hora de analizar “Preludio a la Fundación” es más sencillo señalar sus fallos que sus virtudes porque aquéllos son más variados y puntuales mientras que éstas son más consistentes y permean toda la novela: Asimov mantiene el ritmo siempre en marcha y el suspense vivo. Está claro que, aunque Seldon se halle continuamente en peligro mortal, va a sobrevivir (porque así quedó establecido en la trilogía original) pero aún así el lector quiere saber cómo lo consigue y cuál es la amenaza a la que se refieren todas esas conversaciones sobre el territorio y alcalde de Wye.
Estamos, por tanto, ante un libro que ni es literatura de calidad ni pretendió nunca serlo. Los tres títulos de la trilogía original son pilares de la Ciencia Ficción de la Edad de Oro, llenos de ideas vanguardistas insertas en una narrativa pulp. “Los Límites de la Fundación” estaba sostenida tanto por sus ideas como por su desesperación por unir las dos sagas del autor a través de largas conversaciones. Pero ni “Fundación y Tierra” ni “Preludio a la Fundación” tienen nada importante que añadir, algo que demuestran sus abstractos misterios y lo difícil que resulta recordar, pasados los años, qué era lo que trataban de contar en el fondo. En ambos libros pasan muchas cosas, pero ni los eventos son particularmente brillantes ni parece que haya nada que los conecte. Son libros huecos que solo funcionan a un nivel superficial y siempre y cuando se conozcan todas las entregas anteriores.
(Finaliza en la entrada siguiente)
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