domingo, 18 de mayo de 2025

1949- EL LEÓN DE COMARRE - Arthur C. Clarke

 


Charles H.Duell, director de la Oficina de Patentes de Estados Unidos entre 1898 y 1901, ha pasado injustamente a la historia por una frase que no pronunció. En 1902, dijo: “En mi opinión, todos los avances anteriores en las diversas líneas de invención parecerán totalmente insignificantes cuando los comparemos con los que presenciaremos en el presente siglo. Casi desearía poder vivir mi vida de nuevo para ver las maravillas que están aguardándonos”.

 

Un pensamiento que califica a Duell de alguien muy consciente de la importancia de la investigación y el desarrollo de nuevas tecnologías y convencido de que los avances se multiplicarían de forma exponencial en el siglo que entonces comenzaba. La Historia le dio la razón pero, por desgracia, hoy se lo recuerda, como he dicho, por una frase que se le atribuye pero que probablemente apareció en un número de 1899 de la revista satírica británica “Punch”: “Todo lo que puede ser inventado, ya se ha inventado”. No solo no lo dijo sino que significa exactamente lo contrario de lo que él pensaba.

 

En cualquier caso, Clarke, planteó en varias de sus ficciones escenarios futuros en los que esa frase se literalizaba. Para él, las únicas invenciones perfectas y beneficiosas a largo plazo eran el producto final de extensos períodos de desarrollo. Máquinas infalibles y tecnología espacial desarrollada mucho tiempo atrás son el decorado de, por ejemplo, "La Ciudad y las Estrellas" (1956) o "Regreso a Titán" (1975). Sin embargo, la propia perfección de esa tecnología conlleva en sí misma el grave problema al que se enfrentan sus usuarios: el estancamiento. Y esto es exactamente lo que describe en “El León de Comarre” (publicada en el número de agosto de 1949 de “Thrilling Wonder Stories”).

 

La acción, ambientada en un futuro lejano de la Tierra, comienza así:

 

Hacia finales del siglo XXVI, la gran marea de la Ciencia había comenzado a detenerse. La larga serie de inventos que habían moldeado y modelado, el mundo por un período de casi mil años, había llegado a su fin. Todas las cosas habían sido ya descubiertas. Uno tras otro, todos los grandes sueños del pasado se habían convertido en realidad.

La civilización se había mecanizado por completo, aunque las máquinas parecían haberse desvanecido. Escondidas en las murallas de las ciudades o enterradas a grandes profundidades en el subsuelo, esas máquinas perfectas llevaban sobre sí todo el peso del trabajo del mundo. Silenciosamente, sin molestar en lo más mínimo, sin interrupción ni averías, los robots atendían a las necesidades de sus amos y hacían su trabajo tan perfectamente que su presencia parecía tan natural como el alba”.

 

El gobierno, aparentemente compuesto por políticos honrados y bienintencionados, ejerce sus funciones desde una estación orbital. La utopía, por tanto, parece haberse alcanzado. Sin embargo, todo paraíso esconde una serpiente. Los gobernantes no están dispuestos a que nada altere tan perfecto estado de cosas y cuentan con la suficiente información genética de la población como para predecir con razonable precisión el comportamiento potencialmente disruptor de ciertos individuos. Y uno de ellos resulta ser Richard Peyton III, descendiente de un científico revolucionario que vivió cientos de años atrás.

 

La accion arranca cuando el joven Richard se encara con su padre, un reputado artista, diciéndole que quiere ser ingeniero, una ocupación con escasa consideración social. “Las ciencias físicas y las técnicas que ellos venían practicando habían cesado de ser la preocupación principal de la raza humana. Para el año 2600 las más capaces mentes humanas no se encontrarían en los laboratorios. Los hombres cuyos nombres contaban más para el mundo eran los artistas y los filósofos, los legisladores y los estadistas. Los ingenieros y los grandes inventores pertenecían al pasado. Al igual que aquellos otros hombres que se habían ocupado con el estudio y el tratamiento de las enfermedades, desaparecidas hacía ya mucho tiempo, habían realizado su trabajo de manera tan perfecta que ya no se tenía necesidad de ellos”.

 

El muchacho, pese a la oposición de su padre, lo tiene claro: “He estudiado historia al mismo tiempo que ingeniería. Hace como unos doce siglos, había gentes que decían que todo había sido ya inventado... ¡Y eso ocurría antes de que se utilizara la electricidad, y el vuelo y la astronomía no eran ni siquiera un sueño! Esos hombres eran incapaces de mirar con penetración suficiente en el futuro... sus mentes estaban demasiado firmemente arraigadas en el presente. Pues bien —siguió el muchacho—, lo mismo está ocurriendo ahora. El mundo lleva quinientos años viviendo de los cerebros del pasado. Estoy dispuesto a admitir que en ciertos campos el desarrollo ha llegado a su fin, pero hay docenas de otros en los cuales ni siquiera ha comenzado. Técnicamente, el mundo se ha estancado. No vivimos en una era negra porque no hemos olvidado nada, pero estamos dejando pasar el tiempo sin aprovecharlo. Mira los viajes espaciales. Hace novecientos años llegamos a Plutón y, ¿donde estamos ahora? ¡Seguimos en Plutón! ¿Cuándo vamos a cruzar los espacios interestelares?

 

Clarke imaginaba –y no sería la única vez que así lo plasmaría en sus ficciones- que, una vez que la humanidad se estableciera en todo el sistema solar, sobrevendría un largo período de estancamiento relativo debido a que, o bien la incapacidad tecnológica o bien la falta de estímulos, haría que nuestra civilización no acometiera el desafío de solventar el problema de los viajes interestelares. Este es esencialmente el caso en "El León de Comarre", donde la humanidad no realiza ningún otro avance en el espacio después de llegar a Plutón. El Padre de Richard le pregunta: "En cualquier caso, ¿quién quiere ir a las estrellas?" Ciertamente, Clarke sabía que existirían innumerables problemas científicos que afrontar y superar antes de que los humanos pudieran aventurarse más allá del sistema solar. Y, disponiendo de amplio espacio para establecer colonias sin salir de él, nuestros descendientes bien podrían no sentir ninguna necesidad apremiante de viajar a otros lugares, especialmente porque Clarke rara vez incorporaba en sus narraciones los viajes a velocidades superiores a la de la luz.

 

A continuación, Richard viaja hasta la alejada “Ciencia”, un complejo de investigación emplazado en una remota isla donde un puñado de científicos viven como rebeldes. Allí se encuentra con su amigo Alan Henson II, de la Oficina de Genética, quien le había llamado para que acudiera con urgencia. Resulta que en su poder se encuentran dos informes confidenciales del gobierno, uno de ellos un “análisis de cáracter” de Richard y otro de su antepasado, Rolf Thordarsen. Ambos son muy similares… en el peor sentido para el gobierno, esto es, los dos son individuos extraordinariamente curiosos y capaces. Rolf fue un ingeniero genial que fundó la legendaria ciudad de Comarre. Su localización ha caído en el olvido pero Alan y otros colegas han conseguido averiguarla. El gobierno, por su parte, siempre ha sabido donde se hallaba y ha mantenido su perímetro bajo vigilancia aunque sin interferir en sus asuntos. De vez en cuando, individuos aislados encontraron la ciudad pero todos los que entraron en ella nunca volvieron a salir, si bien se cree que la causa no es que cayeran víctimas de algún mal sino que allí encontraron la felicidad.

 

Richard se prepara para ir allí e investigar para el grupo clandestino de Alan, que le ayuda a llegar a las proximidades del lugar sin ser detectado por los dispositivos de vigilancia del gobierno. Contará con un comunicador con el que mantenerse en contacto y deberá caminar un trecho hasta llegar a la ciudad propiamente dicha. Durante esa marcha, irá encontrando avisos automatizados que tratan de disuadirle, por supuesto sin éxito. También se une a él un enorme y dócil león: “Posiblemente era uno de aquellos superleones que habían sido criados por los biólogos en sus intentos de mejorar la raza. Algunos de ellos eran casi tan inteligentes como perros, a creer el informe que Peyton acababa de leer en su guía. Se dio cuenta, muy pronto, de que el león podía entender bastantes palabras, en especial las relacionadas con la comida. Incluso para esa época era una fiera espléndida, casi treinta centímetros más alta que sus piojosos antepasados de diez siglos antes”.

 

Hombre y bestia llegan por fin a Comarre, una ciudad amurallada a la que se accede por una puerta y donde no hay ni un alma. Dejando fuera al león, Richard se aventura en el interior, siendo misteriosamente teletransportado. Algo confuso por la experiencia, es escoltado por un robot hasta una cámara donde una especie de campo de fuerza le induce un estado de letargo durante el cual tiene vívidos sueños muy placenteros. Comarre, de algún modo, es capaz de leer la mente a distancia, comprender lo que a cada cual le da mayor placer y luego convertirlo en sueños.

 

Pero la combinación de su fuerza de voluntad y la providencial llamada al comunicador de sus patrocinadores, le despiertan de lo que podría haber sido un sueño eterno. Obliga a un robot a llevarle hasta un sector con estancias en las que muchos otros durmientes se hallan sumidos en sus respectivos sueños. Cuando despierta a uno de ellos creyendo que lo está liberando, ha de enfrentarse a su ira: Me ha costado cuarenta años el escapar del mundo y ahora viene usted y quiere hacerme volver de nuevo a él. ¡Márchese de aquí y déjeme tranquilo! (…) El mundo nunca me dio nada, así que, ¿por qué razón habría de querer volver a él? Aquí he encontrado la paz y eso es todo lo que necesito.” Y así lo hace Richard.  

 

Cuando llega a la sala de control, uno de los robots responsables del mantenimiento le impide destruir la ciudad. Richard se libera gracias a la intervencion del león y se le muestra el despacho de su antepasado Rolf, el creador de Comarre y sus robots con inteligencia artificial. Este sabio, sin embargo, jamás se sometió a las máquinas de sueño, tal y como recuerda el robot:

 

“Cuando nos terminó de hacer, Thordarsen aún seguía sin sentirse satisfecho del todo. No era como los demás. Con frecuencia nos habló de que había encontrado la felicidad en Comarre o, mejor dicho, construyendo Comarre. Una y otra vez añrmaba estar a punto de unirse a los demás Decadentes, pero siempre encontraba algo nuevo que hacer. Así continuó hasta que llegó un día en que lo encontramos caído en su habitación. Se había parado. La palabra que veo en su mente es «muerte», pero nosotros no tenemos una idea para esa palabra”.

 

A continuación, el robot le confía a Richard, en su calidad de primer hombre que ha resistido la tentación de los placeres eternos, unos documentos de gran importancia detallando los secretos de la elaboración de esas sofisticadas máquinas. Tal y como dejó escrito Rolf: “He roto las barreras que existen entre el Hombre y la Máquina. De ahora en adelante, ambos deben compartir el futuro por igual”. Sobre Richard, custodio ahora del legado de su antepasado, recae la tarea de hacer que ello sea posible.   

 

“El León de Comarre” anticipa muchos de los elementos y escenarios que ya habían sido introducidos en “A la Caída de la Noche” (1948) y que volverían a aflorar en futuras novelas y cuentos de Clarke, como “El Parásito” (1953), “La Ciudad y las Estrellas” o “El Camino Hacia el Mar” (1962): individuos que se hacen adictos a diversiones artificiales; sociedades que se centran en aspectos que la tecnología no puede suplir como las artes y la gobernanza (Clarke no pudo predecir aquí la actual amenaza que supone la implantación de IAs incluso en esas disciplinas); un puñado de rebeldes insatisfechos con el estancamiento de la sociedad y que luchan por devolverle el antiguo impulso (a menudo en esta fase de la vida de Clarke, representados por un joven ambicioso que se enfrenta a sus conservadores mayores); y el redescubrimiento de un conocimiento perdido del glorioso pasado de la Humanidad y que inspirará nuevas investigaciones e iniciativas.

 

Como tantísimos cuentos y novelas cortas de CF, el interés de “El León de Comarre” reside más en sus ideas y desenlace que en el carisma de sus protagonistas. Tanto Alvin, el protagonista de "A la Caída de la Noche", como Richard Peyton, son jovénes que se rebelan contra las estancadas sociedades en las que viven y que emprenden en solitario un viaje para encontrar la forma de reactivarlas. Ninguno de ellos expresa interés alguno en el sexo opuesto. En el caso de Peyton emprende su misión con la ayuda de un amigo y la desarrolla acompañado de un animal. Clarke dijo que la diferencia entre sus primeros protagonistas y otros héroes de la ciencia ficción contemporánea residía en que se apoyaban exclusivamente en compañeros masculinos en lugar de buscar el romance.

 

“El León de Comarre” no figura entre las más destacadas obras de Arthur C.Clarke. No debe sorprendernos. Fue escrita muy al comienzo de su carrera (en 1946, aunque tardaría otros tres años en verla publicada), su desarrollo no está particularmente bien logrado y los personajes, protagonista incluido, son completamente planos. Sin embargo, apunta ideas interesantes, como la de la sociedad ensimismada y carente de interés por el conocimiento científico; y otras visionarias que más tarde fueron adoptadas por el ciberpunk y expuestas de maneras bastante más abstrusas, como el de las realidades virtuales modeladas de acuerdo al gusto del usuario o la inteligencia artificial que ha alcanzado autoconsciencia.

 

1 comentario:

  1. Este es uno de los pocos libros de Clarke que conservo. Claramente no es lo mejor suyo, pero tiene todos los componentes que señalás a punto de desarrollarse. Diferente es el caso de sus últimos libros que son casi de fórmula, siempre pasa más o menos lo mismo y solo hay dos finales posibles.

    Saludos,
    J.

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