Si se aborda “Estación Once” ignorando su fuente literaria, lo más probable es que lo que uno espere ver sea otra serie post-apocalíptica que aprovecha la emergencia sanitaria del Covid-19 de 2020-2022. Desde luego, aquella tragedia condiciona en no poca medida el visionado de la obra pero lo cierto es que no hay nada de convencional ni predecible en “Estación Once”.
“Estación Once” es una miniserie que adapta una novela homónima de 2014 escrita por la canadiense Emily St.John Mandel. Emitida por HBO Max entre diciembre de 2021 y enero de 2022 (un periodo muy significativo para cualquiera que lo viviera), consta de diez episodios de unos 45 minutos de duración. La escritora estuvo muy involucrada en la producción y está acreditada como una de las productoras. El showrunner fue Patrick Somerville, guionista y productor de muchos episodios de “The Leftovers” (2014-17) y “Maniac” (2018) así como creador y escritor de “Mad for Love” (2021-22).
En Chicago, Jeevan Chaudhary (Himesh Patel) asiste a una representación teatral de “El Rey Lear” protagonizada por el famoso actor Arthur Leander (Gael García Bernal). Cuando éste empieza a titubear y luego se derrumba sobre el escenario, Jeevan se apresura a tratar de ayudarlo. Tras acudir los médicos y certificar su muerte, él se encuentra involuntariamente cuidando de una niña actriz de la obra, Kristen Raymonde (Matilda Lawler), a la que nadie ha ido a recoger todavía. Mientras Jeevan la acompaña a su casa, recibe una llamada de su hermana, doctora en un hospital de la ciudad, conminándole con la mayor urgencia a que se reúna con su otro hermano, hagan acopio de víveres y se encierren. La pandemia de gripe de la que se estaba hablando en los medios de comunicación ha resultado ser mortífera y, además, con una rapidez de contagio escalofriante.
Como en casa de Kirsten no hay nadie y ella no tiene llave, Jeevan, sabedor ya de lo que se les viene encima, compra todo lo que puede en un supermercado y se la lleva al apartamento de su hermano Frank (Nabhan Rizwan) para encerrarse y esperar. Ese primer episodio finaliza marcando para el espectador una distancia narrativa (recordemos que se emitió en lo más álgido de la pandemia del Covid y sin duda lo que aquí se contaba resultó más duro de lo que los creadores habían imaginado) mediante una elipsis que salta varios años después de que el mundo tal y como lo conocemos se acabara. Unos flash-forward sin palabras con vistas de la ciudad abandonada y reconquistada por la vegetación, nos confirman que lo que acabamos de ver fue el final de una era y lo que descubriremos a continuación es el comienzo de otra.
Y así, el segundo episodio arranca dos décadas después, con una ahora adulta Kirsten (McKenzie Davis) formando parte de la Sinfonía Viajera, una troupe de actores que recorre durante los meses más templados del año el perímetro del lago Michigan, deteniéndose en las comunidades de supervivientes y representando para ellas y con los elementales medios de que disponen, obras de Shakespeare. Poco antes de la pandemia, Arthur le regaló a Kirsten una copia de “Estación Once”, un comic de ciencia ficción escrito, dibujado y autopublicado en una edición muy limitada por su exmujer, Miranda Caroll (Danielle Deadwyler). Kirsten lo ha conservado durante todo ese tiempo como símbolo a través del cual se aferra a todo su pasado y fuente de inspiración vital.
Kirsten ha asumido la tarea de proteger a la Sinfonía Viajera de los peligros que acechan en ese mundo post-apocalíptico en el que ya no existen autoridades ni instituciones. Uno de ellos parece ser un misterioso forastero conocido como El Profeta, que también posee una copia de “Estación Once” y que ha estado secuestrando niños para formar una especie de ejército o secta. Conforme van sucediéndose los acontecimientos, Kirsten va a descubrir lo íntimamente conectados que están los pasados y destinos no sólo de ambos, sino de muchos otros personajes.
Uno de los rasgos más interesantes de “Estación Once” y el que la separa de otros productos televisivos similares es su narración no lineal. A lo largo de los episodios, la acción salta continuamente de unos personajes a otros en diferentes momentos del tiempo y el espacio en el curso de los veinte años transcurridos desde la pandemia. Algunos flashbacks narran eventos previos a la emergencia global; otros, lo ocurrido la misma noche en la que el mundo colapsó o durante los cien primeros días tras el apocalipsis.
Esta cualidad hace de “Estación Once” una serie mucho más densa de lo habitual en este tipo de productos, exigiendo del espectador toda su atención en todo momento. Esa densidad es otro de sus ingredientes estrella para el éxito. La historia entrelaza los pasados y destinos de sus ocho personajes principales de un modo que nunca resulta redundante ni excesivamente complicado. Al invertir tanto tiempo en cada uno de ellos, sus motivaciones están bien diferenciadas y resultan perfectamente comprensibles. Todos ellos tienen sus razones para apuñalar, envenenar, mentir, robar o secuestrar. No hay héroes ni villanos puros, sino personas que han tomado deliberadamente ciertas decisiones con el fin de proteger a unos y defenderse de otros. No sólo cada personaje es una hebra absolutamente necesaria para completar el tapiz general, sino que sus diferentes desarrollos –algunos de los cuales abarcan varios episodios- son muy distintos entre sí e interesantes de seguir.
La serie es como un mandala en el que podemos ver cómo diferentes segmentos de una gran historia van encajando poco a poco unos con otros a través de hilos al principio invisibles, pero que conforme transcurre la miniserie van confluyendo hacia una sola persona, Arthur Leander, con el que todos están, de una u otra forma, conectados. Se presentan personajes que luego quedan marginados hasta que reaparecen de forma sorpresiva bastante más adelante; o cuyo pasado se nos narra sólo al final. El guion parece menos el de una trama general que se bifurca en otras menores o tangenciales confluyentes en el clímax que el de una gran pizarra cubierta de post-it con hilos de colores conectando entre sí los personajes, lugares y tiempos.
Hay sorpresas tras cada esquina y no hay forma de anticipar quién protagonizará el siguiente episodio ni en que periodo temporal estará ambientado. A esto hay que añadir, por una parte, la enigmática relevancia del comic “Estación Once” (¿cómo acabó en poder de ciertos personajes? ¿de qué forma marcó sus vidas? ¿por qué siguen aferrándose a él? ¿quién lo creó y por qué? ¿en qué medida ha sido un factor en el recorrido que han seguido todos los personajes?) y, por otra, las abundantes referencias a la obra de Shakespeare y, en concreto, “Hamlet”, con cuyo argumento pueden identificarse también ciertos personajes y situaciones (uno de los puntos, a mi juicio, más cargantes de la serie. La ficción anglosajona tiene una fijación casi obsesiva por ese dramaturgo, como si su sombra eclipsara la obra de tantos otros literatos durante cuatrocientos años).
La miniserie ofrece también un futuro postapocalíptico que no se parece en nada a las miriadas de obras a que ha dado lugar ese subgénero desde hace un siglo. O, más que ese futuro, lo original es la visión que nos ofrece del mismo a través de una compañía itinerante de excéntricos actores –que conforman a todos los efectos una auténtica familia- que recorre cíclicamente un territorio muy limitado formando una caravana de antiguos coches tirados por caballos y fabricando su atrezzo con los restos de ropas y utensilios que van encontrando por el camino. Es una representación mucho más optimista y novedosa de un contexto postapocalíptico de lo que suele verse en la pantalla. El contrapunto perfecto sería la implacable y mucho más vista crudeza de “The Walking Dead (2010-22).
Es asimismo muy interesante cómo, en su descripción de las secuelas del apocalipsis vírico, se realiza un estudio de las maneras en que ciertos espacios físicos destinados originalmente a ciertos fines, se transforman en algo completamente distinto: un lujoso club de golf en un hogar para niños con el campo de juego sembrado de minas; unos grandes almacenes en hospital para mujeres solteras o viudas en estado de gestación; un hotel de alto standing en en refugio/tumba de sus huéspedes; y, especialmente por el lugar que ocupa en la trama, la terminal de un aeropuerto local en asentamiento permanente de un grupo de viajeros y empleados allí confinados voluntariamente.
De hecho, esa terminal –a la que sus residentes denominan el Museo de la Civilización, un nombre demasiado luminoso para lo que en realidad se esconde allí- sirve para articular un interesante debate acerca del dilema Seguridad vs Libertad. Encerrados en las instalaciones aeroportuarias, esa comunidad cuenta con electricidad gracias a generadores solares, servicios médicos y sanitarios, repuestos, un amplio espacio cubierto y protegido por un perimetro electrificado... Otros supervivientes del apocalipsis, como los nómadas que integran la Sinfonía Viajera, carecen de electricidad, comida y refugio garantizados o seguridad ante posibles asaltantes. Pero mientras Kirsten y sus amigos conforman una familia en la que todos opinan y participan en las decisiones, viajando y creando nuevos lazos con otras personas, en el Museo de la Civilización ha surgido una dictadura autárquica y fosilizada. La paranoia y exclusión que dominan sus vidas les alejan de ser el faro de esperanza que aspiran a ser, el portal a través del cual recuperar el pasado. La obsesión del líder, Clark (David Wilmot), por recolectar objetos de la ya extinta civilización lo atrapa en el pasado y lo aliena de los ya adolescentes que nacieron tras la pandemia. La seguridad y la preservación de una mal entendida “civilización”, les ha supuesto un gran sacrificio en términos humanos.
El trabajo del reparto es asimismo sobresaliente. Mackenzie Davis, con sus grandes ojos y los movimientos algo desmañados de su alta y espigada figura transmite tanta determinación como tormento interior por los demonios de su pasado. Lori Petty está casi irreconocible como la excéntrica líder de la Sinfonía Viajera. Himesh Patel brilla como hombre fracasado y confuso que no sólo lucha por mantener con vida a Kirsten, sino su propia cordura. David Wilmot demuestra un amplio registro primero como amigo y socio de Leander en el pasado y luego como el venerable y maniático patriarca del Museo de la Civilización. Danielle Deadwyler le aporta una gran pasión, vulnerabilidad y al mismo tiempo fuerza a su personaje, Miranda Carroll, la exmujer de Leander y autora de “Estación Once”, que acaba sus días atrapada en un hotel de Malasia repasando los hitos de su vida en común con aquél. Inesperadamente y en un giro brillante, descubriremos que ella, con sus actos, fue la que condicionó las vidas postpandemia de casi todos los personajes.
“Estación Once” puede ser un producto espinoso de abordar. Ello es así, en primer lugar, por los recuerdos que -sobre todo el primer episodio- puede evocar de un periodo trágico de nuestro pasado reciente, el de la pandemia del Coronavirus, con sus cuarentenas, acopio de víveres en los supermercados y angustia ante un destino incierto. Y, en segundo lugar, porque la serie no se abstiene de explorar los aspectos más siniestros del ser humano. Hay asesinatos a sangre fría, tortura (¿cómo si no puede calificarse la cuarentena forzosa a que son sometidos Elizabeth y su hijo Tyler en el aeropuerto?), ataques de merodeadores asesinos, denegación de ayuda, líderes de sectas que se aprovechan de las niñas y que envía a sus infantiles seguidores con el cerebro lavado a cometer atentados suicidas…
Sin regodearse visualmente en lo grotesco o sangriento, los guionistas sí nos ofrecen la visión de un futuro plagado de constantes actos de violencia y una sensación general de inseguridad, desconfianza y desunión. Al igual que le ocurre a Kirsten, los espectadores están constantemente en vilo a lo largo de toda la serie, aguardando con miedo y aprensión el horror que vaya a manifestarse a continuación. Visualmente, los directores de los episodios transmiten ese desasosiego, por ejemplo, mediante el recurso habitual de giros de cámara inesperados o difuminando a los personajes que aparecen en el fondo para que sea difícil discernir si quien se acerca es amigo o enemigo.
Con todo, puede decirse que la serie apuesta por la esperanza. Los personajes luchan y se sobreponen a las dificultades, las tragedias, los desengaños y las traiciones. Y lo hacen, en buena medida, apoyándose mutuamente y escogiendo una meta, un propósito, en este caso vivir y transmitir con pasión el teatro. Uno de los mensajes subyacentes de la miniserie es que, incluso en un mundo que se ha venido abajo, en el que no existe orden moral ni legal, el arte tiene el poder milagroso de volver a reunir a las comunidades y ayudarles a sanar las heridas. Cada canción, libro o película, al quedar íntimamente unido a la vida de alguien que las disfrutó, las absorbió y las conservó en su memoria, no sólo garantiza su supervivencia más allá del fin del mundo que las creó sino que puede ayudar a construir uno nuevo.
“Estación Once” es un magnífico e intenso drama de supervivencia (física y emocional, individual y colectiva) cuya estructura narrativa impele al espectador a que siga adelante para averiguar cómo y por qué los personajes han llegado a ser quienes son y cuál es el lazo invisible pero perceptible que los conecta. Es una miniserie que ofrece una excelente caracterización y momentos emocionalmente intensos para subrayar su mensaje central: que, aunque sutilmente y de formas que probablemente nunca lleguemos a conocer, todos estamos conectados; y que nuestras ficciones nos ayudan a compartir sentimientos, procesar los traumas y conservar lo mejor de nuestro legado como seres humanos.
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