sábado, 6 de enero de 2024

2023- PARADISE – Boris Kunz

Con la posible excepción de los adolescentes ansiosos por alcanzar la emancipación de los padres y lanzarse a volar solos por el mundo, a nadie le gusta envejecer. Cada año que pasa y a partir de cierta edad, el deterioro del cuerpo y la mente se va haciendo más y más palpable. Nos cansamos y ganamos peso con más facilidad, las visitas al baño se hacen más frecuentes, cuesta recordar cosas… Afortunadamente, el envejecimiento es un proceso lento –en términos humanos, claro- y han de transcurrir décadas para que el declive se haga evidente e irreversible. Hasta entonces, podemos llevar vidas plenas, formar familias, seguir carreras profesionales, acumular experiencias y recuerdos… que, al fin y al cabo, es en lo que consiste vivir.

 

Pues bien, imaginemos que un día despertamos, nos miramos en el espejo y descubrimos que hemos envejecido hasta los setenta años en una sola noche. Si ayer teníamos sesenta, el trauma no será tan profundo, pero, ¿y si estábamos en la veintena o la treintena? Habríamos perdido entre cuarenta y cincuenta años de nuestras vidas, probablemente los mejores y más productivos. Nos habrían arrancado de golpe nuestras posibilidades de fundar una familia, establecer un hogar o desempeñar una profesión satisfactoria. Aún peor, imaginemos ahora que esas décadas que nos han quitado, se las han dado a un individuo rico de más de setenta años, lo que le ha permitido a su vez rejuvenecer hasta los veinte. Si estos individuos tuvieran recursos para repetir el proceso cada cierto tiempo, alcanzarían la inmortalidad.

 

Es precisamente este aterrador concepto que nunca quisieramos que se hiciera realidad lo que explora “Paradise”, un thriller alemán para la plataforma Nefflix: ¿Qué sucedería si el tiempo pasara a ser dinero? Y no en el sentido figurado del viejo adagio, sino literalmente. Como suele suceder en estas ideas de altos vuelos, la clave de la película es si la premisa inicial es capaz de soportar un desarrollo prolongado o se limita a ser un concepto absurdo con el que decorar un drama o una peripecia de acción.

 

La historia (escrita por Simon Amberger, Peter Koclya y el director, Boris Kunz), se abre en un barrio de chabolas de Berlín cuando Max (Kostja Ullmann) trata de cerrar una difícil venta a un joven inmigrante: renunciar a quince años de su vida a cambio de 700.000 euros. Los argumentos que utiliza Max son dignos de consideración: con ese dinero, su vida y la de su familia cambiaría por completo, dejarían de ser pobres, adquirirían la nacionalidad alemana, comprarían una residencia adecuada, él podría estudiar, su padre abrir su propio negocio… es una cantidad de dinero que jamás podría ahorrar en quince años ni aún contando con buenos estudios y trabajando en un oficio digno.

 

Tras convencer a su objetivo, Max atraviesa la zona en la que vive esa familia -un extenso barrio depauperado rodeado de guardias armados y vallas y que parece extraído de “Hijos de los Hombres” (2006)- hasta llegar a su zona socioeconómica, una parte de la ciudad limpia y ordenada. Así termina su jornada el que es uno de los vendedores estrella de la corporación Aeon, presidida por la científica visionaria Sophie Thiessen (Iris Berben) y para la que ha conseguido más de 276 años de las vidas de gente pobre y desesperada; años que serán vendidos y trasplantados mediante un revolucionario procedimiento médico a quienes puedan pagárselo, esto es, una élite rica e influyente. Pero ese entorno utópico para aquellos que han conseguido burlar la muerte arrebatándole años de vida a otros a cambio de relativamente poco dinero, no carece de contestación: un movimiento terrorista liderado por la misteriosa Lillith (Lisa Loven Kongsli) se opone a este tipo de prácticas y han colocado a Thiessen en su punto de mira, no dudando en irrumpir en instalaciones de Aeon para asesinar sin piedad a quienes acaban de someterse al tratamiento rejuvenecedor.

 

Max llega a su caro y elegante apartamento, en el que convive con su esposa, Elena (Marle Tanczik), doctora en un hospital público, una profesión que en ese futuro equivale a la de los maestros en el nuestro: esenciales para el mantenimiento y avance de la sociedad, pero no lo suficientemente reconocidas desde el punto de vista económico. Una noche, la pareja cena con los progenitores de ella. El padre pone en entredicho los valores morales de Max y discute con él. Es obvio que lo que el joven vendedor y su empresa hacen es profundamente reprensible: no sólo es caldo de cultivo para la corrupción sino que ensancha como nunca antes la brecha entre los ricos y los desposeídos, perpetuando las vidas de los primeros y acortando las vidas de los segundos. Max responde con los engañosos y bien estudiados argumentos que la empresa diseñó para sus vendedores.

 

Cuando regresan, Max y Elena se encuentran su apartamento destruido presa de un incendio. La compañía de seguros afirma que la causa fue una vela que uno de los dos olvidó apagar, por lo que deniega la concesión de la indemnización y deja a la pareja sin hogar y debiendo una hipoteca de 2.5 millones de euros. Pero esto no es todo: Max se entera ahora de que, como aval en caso de impago, Elena ofreció al banco cuarenta años de su propia vida. Y ahora ha llegado el momento de pagar. La vida ideal de Max explota en pedazos y se ve obligado a afrontar la ironía y mentira que él mismo ha contribuido a propagar como mero peón de la plutocracia.

 

Es ahora cuando asistimos al procedimiento propiamente dicho: en las instalaciones de Aeon, Elena es atada a una silla y le insertan tres agujas en el costado. Eso es todo. Luego regresa al humilde apartamento que han alquilado y, en el transcurso de un periodo no especificado pero que no parece exceder uno o dos días, envejece cuarenta años (afortunadamente, no se optó por maquillar a Tanczik o manipular su rostro digitalmente, sino que se eligió a otra actriz de la edad adecuada, Corinna Kirchhoff, que es la que pasa a encarnar al personaje de Elena hasta el final de la cinta).

 

Y aquí es donde arranca verdaderamente la trama. Resulta que el procedimiento se puede invertir, pero el donante y el receptor deben tener una muy especial compatibilidad de ADN para que tenga éxito (como puede imaginarse, encontrar un donante compatible que, además, esté dispuesto a dar su tiempo de vida a cambio de dinero, es una labor inmensamente larga, compleja y cara). Max, confiado en que su estatus de vendedor estrella de Aeon le ayude en su causa, acude a la mismísima Sophie Thiessen para que le auxilie, pero ésta le evita. Hasta que un día la ve al salir del edificio de Aeon: la poderosa ejecutiva-científica ha rejuvenecido tanto como Elena ha envejecido. La vida de su esposa ha ido directamente a preservar la de su jefa, lo que hace sospechar de la existencia de una conspiración.

 

Es en este punto donde Max reniega de su vida anterior y, desesperado por recuperar a su joven esposa y la prometedora vida que les ha sido arrebatada, secuestra a Sophie y, los tres, se encaminan hacia Lituania, donde prolifera un mercado negro que realiza el procedimiento de donación de vida al margen de la supervisión y control de Aeon. Para ello, tendrán que cruzar fronteras y escapar del dispositivo de mercenarios que la empresa lanza en su persecución.

 

Es inevitable ver en “Paradise” algunas ideas, conceptos y estéticas extraídas de “Gattaca” (1997), “In Time” (2011) -ambas, por cierto, dos distopías dirigidas por el neocelandés Andrew Niccol- o “Repo Men” (2010). No sería de extrañar que algún día Hollywood decidiera hacer su propia versión en inglés protagonizada por una pareja de estrellas. Y, por una vez, quizá sería una idea bienvenida porque la película alemana tiene un amplio margen de mejora. Desde un punto de vista científico, lo mejor que se puede hacer es no someterla a un escrutinio severo porque no lo resistiría y, de hecho, el guion ni siquiera intenta explicar el fundamento biomédico del trasvase de vida. Pero esto tampoco es necesariamente un obstáculo insalvable para el disfrute de la película. Al fin y al cabo, pocas son las cintas de CF que cuentan con un basamento científico inatacable.

 

Lo verdaderamente importante aquí son, en primer lugar, los cambios socioeconómicos derivados de un salto tecnológico de tal magnitud; y, en segundo lugar, los dilemas éticos que se plantean en la nueva situación. Somos seres efímeros, nuestra permanencia en el mundo es temporal. Nacemos y vivimos para morir. Morir es parte del ciclo vital. Pero, ¿qué pasaría si ese ciclo pudiera alterarse artificialmente gracias a la Ciencia? ¿Qué le da más valor a una vida? ¿Su extensión o lo que se ha hecho en el curso de la misma? Y, si es así, ¿cómo se valoran esos logros? ¿Es más valiosa la vida de un Premio Nobel detestado por quienes le rodean o la de un individuo anónimo que hace feliz a su familia? En una interesante escena, un noticiario informa de que los ricos, al darse cuenta de que podrán vivir indefinidamente, toman cartas en el asunto del cambio climático y estabilizan la situación. Por puro egoísmo, han salvado el mundo, pero, ¿a costa de qué?

 

¿Hasta qué punto es éticamente aceptable la venta de un recurso valioso –años de vida- en una transacción cuyas partes se hallan en completa desigualdad –alguien necesitado desesperadamente de dinero frente a una corporación a la que le sobra tiempo y fortuna?¿Estaríamos nosotros mismos dispuestos a trocar tiempo por una existencia más breve pero más lujosa? Si es así, ¿cuántos años de nuestra vida y a cambio de conseguir qué? ¿Debería dejarse semejante tecnología –y las decisiones respecto al uso y destino de la misma- en manos de una corporación privada enfocada sólo a los beneficios? ¿Cuánto dolor e injusticia puede soportar una persona antes de radicalizarse y abrazar el camino de la violencia?

 

Por desgracia, en lugar de explorar esas ideas con un enfoque más reflexivo –lo cual no quiere decir necesariamente exento de dramatismo o ritmo-, el director Boris Kunz opta por lo formulaico para acabar desembocando en la mediocridad: secuestros, persecuciones, tiroteos, giros sorpresa, deus ex machina (ese coche que encuentran al azar los protagonistas a la fuga y que, providencialmente, tiene las llaves puestas)… ¡Hay incluso una escena en la que un personaje a punto está de morir tras caer en unas arenas movedizas! ¿Pero qué pintan aquí unas arenas movedizas? Ciertamente, Kunz demuestra ser capaz de crear un futuro distópico e indeseable y no tiene miedo ni de trufar la trama de traiciones, pérdidas, desesperación, crueldad y derrumbe moral ni de concluir con un final que no puede ser considerado en absoluto feliz. Por desgracia, nunca llega a comprometerse del todo con ese tono cínico y nihilista y se limita a aplicar las fórmulas del thriller de acción, desaprovechando el potencial de las premisas de partida sin aportar a cambio una fisicidad particularmente briosa, contundente o mínimamente original.

 

Hay pocos intentos serios de profundizar en el personaje de Max, que durante la mayor parte de la película se desliza por una delgada e interesante línea ética pero que en el tercer acto experimenta casi sin solución de continuidad una epifanía, un arrepentimiento, un deseo de venganza y un propósito de redención. Elena, por su parte, es rara vez algo más que un recurso para poner en marcha la trama y conducirla hasta su final.

 

Más que la construcción de esos dos personajes es la relación que se establece entre ellos uno de los aspectos más convincentes de la película. Conocemos a la pareja en el mejor momento de su relación: recién mudados a un apartamento lujoso, en la cúspide de sus respectivas carreras, con ganas de formar una familia… Sin embargo, su vida en común experimenta un derrumbamiento insalvable tras envejecer Elena cuarenta años de golpe. Max, obviamente, se siente angustiado e impotente pero aún ama a Elena tanto como antes, demostrándolo en una desasosegante escena de sexo. Es Elena la que crea tensión entre ambos al convencerse de que lo que siente Max es compasión, que ya no la quiere ni la encuentra atractiva.

 

Y así, uno de los puntos fuertes de este por otro lado convencional film es la evolución del nexo que comparten Elena y Max desde el momento en que aquélla envejece. Ambos toman decisiones sin contar con el otro y han de enfrentarse a dilemas éticos sobre cuya solución no están de acuerdo. Aunque “Paradise” no pueda ser calificada de película romántica, la relación de la pareja protagonista sí ocupa un lugar nuclear, algo a lo que contribuye la sólida interpretación del trío de actores (recordemos que Elena es encarnada por dos actrices diferentes).

 

Visualmente, “Paradise” mantiene un nivel de competencia, pero sin salir de lo mundano. Siempre es bienvenido ver paisajes no americanos en una producción de CF, en este caso Berlín. Sin embargo, los cambios de color, la iluminación y las escenas de acción no sobresalen un ápice respecto a docenas de películas distópicas anteriores y contemporáneas. Tampoco la omnipresencia de los luminosos anuncios digitales de Aeon en contraste con la grisura deprimente del mundo real supone una novedad en este género distópico.

 

Hay cierto trabajo en lo que se refiere a la construcción del futuro, pero ni guionistas ni diseñadores de producción consiguen aportar esos pequeños detalles especulativos que hacen memorables ciertas escenas. Y, por otro lado, hay ausencias chirriantes. ¿Qué papel desempeña el Estado alemán en esta nueva sociedad o siquiera como parte interesada en la crisis que se desata con el secuestro de Thiessen? Aparte de prestar algunos expertos en antiterrorismo, nada. Ni siquiera asoma en un segundo plano. Kunz imagina un futuro distópico bastante convencional controlado por la típica plutocracia corporativa en lugar de por poderes estatales y multinacionales.

 

¿Es “Paradise” una mala película? Yo no iría tan lejos, pero sí la podría calificar de decepcionante, al menos desde el punto de vista de un aficionado a la CF ya veterano. Esta cinta es un ejemplo de manual de premisa interesante y mediocre ejecución; una película que aspira a llamar la atención del público más reflexivo y deseoso de participar en debates de calado, pero que, en último término, se acobarda ante el riesgo de dar de lado al público mayoritario menos exigente y comprometido con las obras en las que elige invertir su tiempo, diluyendo su inicial alegoría de la creciente brecha de desigualdad en nuestro mundo para transitar por caminos más seguros y predecibles.

 

 

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