Desde mediados de los años 60, la Nueva Ola de la CF puso patas arriba buena parte del género, superando ese interés juvenil de la Edad de Oro por aventuras protagonizadas por individuos enfrentados a las fuerzas de la naturaleza o por el progreso científico garante de un futuro mejor (por no hablar de las alegorías sobre conspiraciones comunistas que trataban de infectar ciertas instituciones muy apreciadas). Los escritores adscritos a la Nueva Ola (J.G.Ballard, M.John Harrison, Thomas Disch, Samuel Delany, Brian Aldiss, John Brunner…) utilizaron otras herramientas y otros enfoques más orientados a las “ciencias sociales” y al examen de la condición humana, marginando la obsesión por el desarrollo científico-tecnológico de quienes les habían precedido. Mientras que la Nueva Ola británica tendía a reflexionar sobre la decadencia del Imperio, la rama estadounidense tenía más interés en aplicar métodos antropológicos para sondear y analizar su propia cultura. Entre estos últimos destaca Ursula K. Le Guin.
Y es que
el propio padre de la autora, que no era precisamente un don nadie, ejerció una
gran influencia sobre ella: el prestigioso antropólogo Alfred Kroeber, fundador
del departamento de Antropología de la Universidad de California (el segundo de
los Estados Unidos), fue una de las figuras más prominentes de su época en ese
campo del conocimiento y durante toda su vida tuvo una gran facilidad e interés
por los idiomas. Su sombra se proyecta sobre la obra de Le Guin. A menudo, los
personajes de sus historias son no caucásicos que, de una u otra forma, están
al margen de la sociedad. Sus primeras novelas, pertenecientes al ciclo de
Hainish, ya demuestran una gran capacidad de observación y reflexión sobre
multitud de temas, desde el deterioro medioambiental (fue una de las primeras
autoras de CF en preocuparse por las consecuencias de la contaminación a nivel
planetario), la violencia social, la xenofobia o la maleabilidad de los roles
sexuales. Los propios personajes son agudos observadores que desempeñan papeles
pequeños pero importantes en el desarrollo de los temas y las tramas.
Pero este no es el caso de su obra seminal “Los Desposeídos”, obra de considerable mérito literario, ganadora de los premios Hugo y Nébula y que contribuyó decisivamente a cimentar la reputación de su autora; un libro cuyo protagonista es la encarnación del anarquismo ideal en el mundo del que es nativo y la de la marginación en el mundo en el que es forastero.
“Los
Desposeídos” ilustra particularmente bien los intentos que realizó el subgénero
utópico en los años 70 del pasado siglo por superar las críticas que
habitualmente se dirigían hacia él por aportar sólo recetas para el
estancamiento y la represión. En este sentido, fue una obra central en las
llamadas “utopías abiertas” o “utopías críticas” de este periodo. Le Guin es de
obligado estudio entre los utopistas de los 70 no solo porque “Los Desposeídos”
sea quizá la raíz central del renacimiento de la utopía sino porque otros de
sus trabajos incluyen también elementos similares, como “La Rueda Celeste”, en
el que explora una diversidad de escenarios tanto utópicos como distópicos.
Se
trata esta una compleja obra política que bebe de diferentes fuentes utópicas,
desde el taoísmo a los pensadores anarquistas y socialistas (como Kropotkin o
Fourier) pasando por movimientos contraculturales de los años 60 y primeros 70
del pasado siglo. De hecho, el crítico literario, filósofo y teórico marxista
norteamericano Fredric Jameson definió el libro de Le Guin como “la más rica
reinvención del género” utópico que había dimanado del caldo político de los
60.
Para la tradición occidental de pensamiento politico,
que comienza con Aristóteles y continúa de la mano de filósofos tan diversos
como el conservador Edmund Burke, el radical Thomas Paine, el liberal Lord
Macaulay, el comunista Antonio Gramsci, el socialista Tony Polan y el
socialdemócrata Bernard Crick, la política es el foro en el que los pueblos
libres –no siempre integrados, eso sí, por la mayoría de la población adulta-
pueden exponer sus conflictos de interés y llegar a compromisos pacíficos. Para
muchos de esos pensadores, ese foro es una institución tan importante para una sociedad
libre como el Mercado o la Justicia, siendo precisamente la interacción entre
política, economía y justicia el sustrato de la vida pública. Pero en una Utopía no hay
política (al menos eso es lo que a menudo se espera de ella al escoger sólo sus
características más indeseables). Y en su vecina Distopía el gobierno del
pueblo ha sido reemplazado por la administración de las cosas. Así que, para
muchos comentaristas, la consecuencia de una y otra sociedad es la falta de
libertad.
Más allá de las utopias o distopías, la CF reserva para la Política dos zonas relativamente bien diferenciadas: ficciones que tienen en cuenta el proceso politico o incluso lo convierten en su núcleo central; y ficciones en cuyo trasfondo o trama se examinan las consecuencias de cierta filosofía política. Las primeras suelen ser las menos comunes. Como disciplina práctica en la que intervienen las coaliciones, los compromisos, el conflicto y la coerción, requiere un esquema y prioridades mentales no muy frecuentes entre los lectores y autores de CF, más inclinados hacia la ciencia, la tecnología o incluso la economía.
En palabras del historiador británico del siglo XIX,
Lord Macaulay: “La Lógica no admite
compromisos. La esencia de la Política es el compromiso”. Y la CF siempre
ha presumido de tener un “molde mental” tendente a la lógica y, por lo tanto,
al no compromiso. Sin embargo, esa mentalidad de ingeniero o, si se quiere,
apolítica en general, sí está bien equipada para dramatizar filosofías
políticas a través de experimentos mentales que llevan las ideologías hasta
conclusiones inflexiblemente lógicas. En la tradición distópica destaca, por
supuesto, George Orwell. Su interés y aptitudes para la política como ejercicio
práctico eran poco relevantes a diferencia de su profundo interés y fértil
imaginación cuando se trataba de presentar las implicaciones sociales de tales
filosofías políticas. Algo parecido ocurre con Ursula K Leguin.
“Los
Desposeídos” es la quinta novela de su Ciclo Hainish, aunque la acción se sitúa
cronológicamente al comienzo del mismo. Esta saga, que empezó con “El Mundo de
Rocannon” (1966), tiene de fondo una confederación interestelar, el Ekumen, que
en “Los Desposeídos” se halla todavía dando los primeros pasos. Lo que une a
sus miembros es una herencia biológica y cultural común derivada de la diseminación
del ADN y la cultura humanos por la galaxia gracias a los exploradores y
colonos del planeta Hain, cuyo imperio ya desapareció hace tiempo, aunque ese
mundo sigue conservando una civilización avanzada. Dado que el viaje espacial
sigue estando limitado a velocidades sublumínicas, la administración del Ekumen
sólo es posible gracias a una tecnología de comunicación instantánea
independiente de las distancais que ésta deba salvar y que se conoce como
“ansible”, desarrollado a partir de los principios teóricos descubiertos por el
físico Shevek, que es el protagonista de “Los Desposeídos”.
El planeta Urras (capitalista y con ciudadanos ricos y pobres) tiene una luna, Anarres, que fue colonizada tiempo atrás por miembros del movimiento odoniano que, inspirados por los escritos de la pensadora cuyo nombre adoptaron, soñaban con establecer una sociedad anarquista e igualitaria. Y así lo hicieron, modelando su civilización tanto en base a esos ideales como a las duras condiciones ambientales de ese mundo seco, ventoso y sin apenas fauna ni vegetación.
Siglo y
medio después, el brillante físico Shevek está desarrollando una teoría del
Tiempo que puede sentar las bases de una auténtica revolución tecnológica (que,
como he dicho, desembocará en el Ansible). Pero pese a vivir en una sociedad en
la que supuestamente todo el mundo es igual y la libertad es absoluta, no tarda
en encontrarse asfixiado por las presiones del estatus, la competición, la
envidia y los prejuicios de sus semejantes, lo que lo lleva a marchar a Urras,
esperando terminar allí sus estudios en un ambiente de libre comunicación entre
hombres de ciencia.
Y es que ambos mundos han vivido de espaldas uno del otro. El único nexo es el comercial y se reduce al intercambio limitado de mercaderías en una zona muy concreta del planeta Anarres, rodeada por un muro para evitar interacción entre los astronautas urranitas y los nativos y sólo en unos pocos viajes al año. Sin embargo, un sindicato aperturista del que Shevek fue fundador, empezó a comunicarse clandestinamente por radio con Urras, dando a conocer el trabajo de aquél. Es por eso que en ese mundo le dan la bienvenida y lo tratan como una celebridad.
A
diferencia de Anarres, Urras es un mundo rico, bellísimo, próspero y con una
naturaleza generosa, pero dividido en países enemistados que se espían e
intrigan. Aunque Shevek es recibido en uno de ellos, A-Io, con entusiasmo e
instalado con todas las comodidades imaginables, no tarda en darse cuenta que
lo que en el fondo desean las autoridades es aprovecharse de él y apoderarse de
sus conocimientos.
La novela alterna capítulos en los que se narran las vivencias de Shevek tanto antes como después de viajar a Urras y cómo él influencia y es a su vez influenciado por aquellos que le rodean en uno y otro planeta. Pese a la burbuja en la que sus falsos benefactores se empeñan en mantenerle, Shevek descubre para su profunda decepción que la riqueza que ha conocido allí no se extiende a la totalidad de la población y que existen enormes desigualdades económicas. Esto le lleva a contactar e involucrarse con un movimiento de resistencia clandestino de inspiración odoniana y a punto está de morir cuando el gobierno aplasta violentamente una manifestación pacífica.
Esta
tragedia (que evoca la aún fresca matanza de la Universidad de Kent State, en
Estados Unidos, en mayo de 1970), deja claro a Shevek –y al lector que le
acompaña en su peripecia y que va descubriendo la auténtica naturaleza de las
cosas al mismo ritmo que él- la perversidad del opresor sistema de A-Io. Shevek
a duras penas sobrevive al ataque y consigue llegar a la embajada del planeta
Terra, donde obtiene asilo y transporte de vuelta a Anarres, aun cuando sabe
que allí puede también esperarle la muerte a manos de los más intransigentes
partidarios del aislacionismo, que le consideran un traidor por haber viajado a
Urras.
En el viaje de vuelta, Ketho, el primer oficial de la nave terrana, nativo de Hainish, le pide acompañarle. Así, cuando el libro llega a su final, mucho se deja en el aire, pero puede adivinars cierta esperanza de que la sociedad anarresti se encuentre a punto de experimentar una apertura al contacto con otras culturas que le permitirá superar el estancamiento que ha comenzado a minar sus bases.
Cualquier
comentario de “Los Desposeídos” ha de centrarse forzosamente en sus temas
centrales, ambos de carácter político: la descripción de dos sociedades muy
diferentes que se presentan como utopías alcanzadas de acuerdo a principios
opuestos pero que bajo la superficie albergan injusticias, conflictos y
prejuicios; y cómo una persona que abraza incondicionalmente una filosofía
política determinada, acaba confundiendo y asustando no sólo a quienes se inclinan
por una opción contraria sino a quienes, teóricamente, defienden los mismos
ideales.
El
libro describe ambas sociedades e invita al lector a comparar y contrastarlas.
Cada una de ellas se ve a sí misma como utópica, pero las dos son, de una u
otra forma, disfuncionales. Cada sociedad cree que es mejor que la opuesta,
pero en el seno de ambas acechan las tensiones, las sospechas y la cerrazón de
mente. Una vez se termina la lectura, queda claro que los dos bandos están
lejos de ser ideales y que cualquiera que haya crecido en uno de ellos va a
albergar sospechas irracionales y desinformadas hacia el otro. Esto,
inevitablemente, inhibe el intercambio abierto de ideas y de personas.
Aunque haya pasado una generación desde la desaparición de la Unión Soviética, todavía somos muchos los que recordamos la tensión reinante en los años 70 del pasado siglo entre ese país y sus aliados y los Estados Unidos y los suyos. Cualquiera con un mínimo de sentido común en cualquiera de los dos bloques podía reconocer que los ciudadanos del otro bando eran tan personas como ellos mismos y comprender que sus creencias eran fruto de haber crecido en un determinado sistema sociopolítico. Y, sin embargo, siempre quedaba ese incómodo sustrato de sospecha que tan bien describe Le Guin en esta novela, una frágil aceptación teñida de desconfianza.
(Finaliza en la siguiente entrada)
Muchas gracias por la recomendación.
ResponderEliminarAhora mismo buscare el libro "Los Desposeídos".
Saludos