El comienzo de la década de los 90 del pasado siglo trajo consigo un renacimiento de la Ciencia Ficción británica. En los años 80 había aparecido una nueva revista, “Interzone”, que cubrió el hueco dejado por el cierre de “New Worlds” a finales de los setenta. “Interzone” hizo una gran labor a la hora de apoyar y promocionar a los nuevos autores ingleses que estaban explorando en sus propios términos los conceptos inventados por el movimiento Ciberpunk norteamericano. El matemático y escritor australiano Greg Egan fue uno de los principales colaboradores de esa cabecera.
“Que se joda Baudelaire. Yo estoy aquí por la Física”, subrayaba una joven en la historia “La Inmersión de Planck” (1998), ganadora del premio Locus. Y es que Física pura es lo que ofrece Egan en la mayoria de su ciencia ficción. Física -y Metafísica- en los márgenes de lo conocido y aún más allá; Física no pasada por el filtro de los tradicionales tópicos del género sino presentada como ecuaciones frías y alegóricas estiradas hasta el límite de lo concebible. Su especialidad es el retrato de futuros ciberpunk en los que la especie humana ha experimentado profundos cambios merced a la tecnología de realidad virtual e inteligencia artificial, abriendo cuestiones filosóficas de tanto alcance como las que propusiera Olaf Stapledon en los años treinta. Las suyas son siempre apuestas ambiciosas y arriesgadas no aptas para todo tipo de lectores.
Egan declaró haberse sentido aburrido e insatisfecho por el tratamiento que la mayoría de los escritores ciberpunk de los 80 daban a la realidad virtual y la inteligencia artificial. Muchos de ellos se limitaban a exprimir una y otra vez la misma fórmula mixta de ciencia ficción y género negro sin atreverse a abordar las implicaciones filosóficas inherentes a las tecnologías que describían. Asi que decidió abrir una nueva dirección en el subgénero y escribió una historia titulada “Polvo” (1992) que más tarde amplió para convertirla en su segunda novela, “Ciudad Permutación”, en la que trataba con absoluta seriedad las consecuencias a que podría dar lugar la traslación de una consciencia humana a lenguaje de software.
En el año 2050, los humanos han conseguido alcanzar la inmortalidad mediante la clonación, pero no biológica sino electronica. Los ordenadores pueden “escanear” un cerebro y construir réplicas perfectas en forma de Copias electrónicas, programas de software insertos en un entorno virtual. De esta milagrosa tecnología se sirven los millonarios para, a su muerte, continuar viviendo en un mundo diseñado por ellos y desde el que administran las fundaciones y patronatos que compran el tiempo de computación necesario para mantener activas sus copias virtuales.
Paul Durham ha pasado años en un psiquiátrico creando anagramas del título de la novela como (y no traduzco para no perder el sentido de los mismos): “Into a mute crypt, I / Can't pity our time / Turn amity poetic / Ciao, tiny trumpet! / Manic piety tutor / Tame purity tonic / Up, meiotic tyrant! / I taint my top cure / To it, my true panic / Put at my nice riot / To trace impunity / I tempt an outcry, I / Pin my taut erotic / Art to ePic mutiny / Can't you permit it / To cite my apt ruin? / My true ¡con: tap it / Copy time, turn it; a / Rite to cut my pain / Atomic putty? Rien!”. Finalmente, los avances en nanocirugía permiten curarle de sus delirios. Pero, ¿eran realmente locuras lo que salía de su mente? Porque Paul está convencido –y, de hecho, lo puede recorder perfectamente- de que ha estado experimentando consigo mismo durante años, descargando su consciencia en copias informáticas en un entorno de realidad virtual, una práctica ilegal y peligrosa que suele terminar con el “salto” o suicidio de la Copia. Finalmente, obliga a una de sus Copias a no dar ese paso y cooperar con él para demostrar la veracidad de una audaz teoría.
A lo largo de la novela va profundizándose en la naturaleza e implicaciones de esa Teoría del Polvo, pero en esencia explica lo que ocurre cuando una mente humana autoconsciente que se ejecuta en un ordenador ve interrumpido su proceso informático con un pequeño salto de línea del software entre acción y acción, como si fuera una película pasada fotograma a fotograma. Tales saltos son imperceptibles para esa mente, de la misma manera que no somos conscientes del punto ciego de nuestro ángulo de vision o el continuo parpadeo de nuestros ojos. Pero entonces, ¿qué sucede si esa secuencia de experiencias independientes pero consecutivas son ejecutadas aleatoriamente, es decir, no como ABCDE sino como, por ejemplo, BDECA? (de ahí los anagramas que mencionaba al principio) Durham averigua que, desde dentro del mundo virtual, nada parece haber cambiado (hay ciertas inconsistencias con esta conclusión y descubrirlas forma parte de la diversión que propone la novela).
Durham pone a prueba sus ideas construyendo clandestinamente un mundo virtual que se autoreplica y crece aun después de que los ordenadores que lo pusieron en marcha detengan el programa de arranque. Esto, según él, es posible porque, a pesar de este aparente absurdo, se puede implementar una consciencia continua recogiendo los diferentes momentos de una secuencia dispersados aleatoriamente, como el polvo, a través del tiempo y el espacio. Si esto suena una como una auténtica locura, merece la pena recordar que físicos como Fred Hoyle, Julian Barbour o Max Tegmark, de forma independiente, propusieron teorías que explicaban el universo de esta forma.
Para poder alquilar el tiempo de computación necesario para semejante programa, Durham convence a una serie de multimillonarios ya muertos y traspasados a consciencias virtuales, para que le paguen dos millones de dólares a cambio de mudar sus Copias a un mundo independiente y que podrán modelar a voluntad, pero que además no correrá el peligro de desaparecer si sus patronatos quiebran o si los gobiernos deciden desconectar los ordenadores en los que se alojan para utilizarlos en la computación de complejos programas de predicción climática.
Por otra parte, Durham contrata a Maria Deluca, una brillante programadora en paro que, a pesar de su precaria situación económica, no puede evitar gastar su escaso dinero en comprar tiempo de computación para entrar en el Autoverso, un complejo automata celular con el que pueden simularse toscas versiones de las leyes físicas, químicas y biológicas del mundo real. María pertenece a un reducido grupo de entusiastas obsesionados con demostrar que las complejas reglas que rigen el Autoverso pueden permitir la selección natural y, por tanto, la evolución. El camino que ha seguido es el de ir modificando diminutos segmentos de una forma de vida artificial, la Autobacterium lamberti, esperando obtener una versión que no se extinga inmediatamente y se adapte al entorno circundante.
El éxito de María es lo que llama la atención de Durham y, juntos y a partir del Autobacterium, crean un mundo virtual simplificado, el TVC, con sus propias leyes físicas, químicas e historia, una mezcla de Second Life y Sudoku. En teoría, este Autoverso es capaz de albergar vida y, tras pasar miles de millones de años ejecutándose, esa vida puede desarrollar inteligencia. Maria no las tiene todas consigo, especialmente cuando la policía le hace una visita y le informa de que Durham es un estafador, pidiéndole que actúe de confidente y les informe de lo que averigüe. Pero, por otra parte, Durham le está pagando muchísimo dinero por diseñar ese Nuevo mundo (además de a un famoso ciberarquitecto, Malcolm Carter, que planifica una ciudad de realidad virtual adecuada para Copias megamillonarias). La madre de María va a morir de cancer y carece de recursos para hacerse una Copia virtual, por lo que el dinero de Durham le vendría bien para “salvarla” traspasándola al mundo virtual.
Egan va desarrollando estas subtramas y algunas más (como la de Peer, una Copia que se reescribe a sí misma una y otra vez tratando de no sucumbir al tedio de la inmortalidad; o el banquero Thomas, atormentado por un crimen que cometió en su juventud y por el que se autocastiga confinándose en un infierno virtual durante milenios) en una historia apabullante por la magnitud tecnológica y metafísica de las ideas que propone, el grado de detalle con el que reviste las densas descripciones y el extraño giro que tiene lugar en la segunda parte.
En ésta, hay un salto de seis mil años de tiempo subjetivo en el universo TVC, llamado ahora Elíseo. Una Copia de María es despertada allí contra su voluntad por Durham. Éste vuelve a necesitar de ella para enfrentarse a un grave problema generado por los lambertianos, el resultado, tras miles de millones de años de evolución virtual, de aquel ser básico que diseñara María, el Autobacterium lamberti. Convertidos en una especie insectoide inteligente, están investigando su propio mundo sin ser todavía conscientes de que fueron creados por humanos. Los experimentos y teorías que desarrollan para explicar su universo empiezan a provocar fallos en la programación básica del universo TVC debido a un retorcido proceso que admito que no conseguí entender. El choque de ambos universos virtuales con sus diferentes leyes abocará a uno de ellos a la destrucción.
Como la mayoría de los transhumanistas, Egan mira con desprecio a quienes permiten que los escrúpulos morales se interpongan en el progreso tecnológico (ahí está el personaje de la madre de María, símbolo de las viejas generaciones, que acepta la muerte y desdeña la posibilidad de seguir viviendo en forma digital). Ahora bien, el fin de la mortalidad que propone el autor suena mejor de lo que en realidad es. Nada más empezar el libro, la Copia de Paul Durham intenta suicidarse poco después de su resurrección digital y ahí descubre el lector que millones de personas “transferidas” a Copias en realidades virtuales son incapaces de ajustarse a esa nueva vida y optan por el suicidio, algunos inmediatamente, otros al cabo del tiempo, aburridos de la inmortalidad digital.
Además, la tecnología de las Copias no es perfecta. Por una parte, los procesadores que ejecutan esos programas no tienen la potencia suficiente como para simular a la perfección una experiencia de vida y ésta sufre una ralentización respecto a la del mundo real. La consecuencia es que cualquier persona del mundo físico que se introduzca en el digital y pase unas horas allí para entrevistarse con alguna de las Copias, cuando se despierte habrán pasado días en el mundo físico.
Por otra parte, las Copias dependen en todo momento de que quienes han quedado en el mundo real –o, si se quiere, el mundo físico- administren correctamente el dinero y pueda seguir comprándose tiempo de computación, un recurso limitado en ese mundo del futuro y que está sujeto a continuos vaivenes en su cotización. Si el dinero se agotara o el precio subiera más allá de las posibilidades de ese individuo en concreto, éste quedaría “congelado” hasta que pudiera permitirse pagar más dinero. Por no hablar –y esa es una de las claves para que Durham se salga con la suya- de que el hardware, los ordenadores propiamente dichos, pueden ser destruidos o requisados por el gobierno si las circunstancias así lo requieren, por lo que el mundo de estos acaudalados podría desaparecer y sus Copias morir definitivamente.
Así, por muy avanzada que esté la tecnología de ese futuro, sigue habiendo una gran brecha no ya entre ricos y pobres sino entre ricos y los que no lo son tanto. Básicamente, unos pueden permitirse perpetuar su identidad más allá de la muerte física, y los otros no.
Precisamente, uno de los temas que se tratan en “Ciudad Permutación” es el de la identidad dentro de una vasta realidad virtual creada por los humanos como un paraíso. La identidad ha sido una preocupación frecuente en la obra de Egan, cuyos personajes luchan por redefinirse en el contexto de mundos meticulosamente construidos en un plano de la realidad que poco tiene que ver con el físico. ¿Representan las Copias una continuación de la identidad? ¿Qué puede llevar a la gente a convertirse en simulaciones informáticas y cómo puede afectarles vivir sabiendo que no son una entidad física? ¿Cómo se relacionan las Copias con el mundo físico y viceversa? Está claro que Egan ha dedicado mucho tiempo a pensar en las implicaciones de este tipo de tecnología.
Egan supo incluir algunas cosas en “Ciudad Permutación” que predijeron con buen tino el futuro. Por ejemplo, la novela se publicó solo un año después de que la World Wide Web fuera declarada un bien público universal, pero Egan ya había predicho la computación en red y el comercio de potencia de procesamiento de clusters de ordenadores. También imaginó que modelar informáticamente la mente de un humano real no sería posible en términos de potencia de procesamiento y así lo plasma en la historia. Para hacer una Copia y conseguir que interactúe en el mundo virtual, es necesario tomar muchos atajos (diluyendo, por ejemplo, todo lo que no esté en el punto de mira directo del individuo) y las mentes, como he apuntado antes, solo pueden funcionar a un ratio máximo de 17:1 tiempo real-experiencia subjetiva.
Sin embargo, por donde “Ciudad Permutación” prefiere pasar de puntillas es por los dilemas éticos que surgirían si algún día pudiesen clonarse electrónicamente las mentes de seres humanos aún vivos, permitiendo que prolonguen su existencia como entidades autónomas, quizá para toda la eternidad, en los mundos virtuales que sus economías pudieran permitirse. ¿Quién decidiría quién tiene derecho a vivir para siempre en ese nuevo universo? ¿Es una Copia digital la misma persona de la que proviene o una entidad diferente? ¿Tiene los derechos propios de un ser humano? Y yendo más allá, dado que una Copia puede deliberamente reescribir la forma en que él/ella piensa y siente respecto a un deteminado tema o situación, ¿cada una de esas elecciones cambia la propia personalidad originaria? Si no es así, ¿qué es lo que define el núcleo de lo que somos? María señala en un momento determinado que una persona en dos puntos aleatorios de su vida podría parecer dos individuos diferentes, pero la experiencia vital que une ambos les proporciona un sentido de continuidad en la identidad nuclear.
Lo que ocurre es que para Egan todo lo anterior parece ser una cuestión puramente científica, algo sobre lo que puede debatirse y reflexionarse separadamente de la parcela sentimental de nuestra mente. Ese punto de vista priva a la novela de una importante dimensión emocional y humana. No estoy diciendo con esto que hubiera sido preferible incluir largas conversaciones en las que los personajes confrontaran sus respectivos códigos morales tratando de defender su postura en esta o aquella decisión. Pero sí es cierto que la novela, en muchos aspectos, es tan fría y estéril como el futuro digital que describe. Hay en ella poco corazón, poca pasión. María discute con Durham, pero no sobre la esencia moral y las consecuencias que pueda acarrear lo que ambos están diseñando, sino sobre si el primero está estafando a sus inversores. Al final, y quizá de forma involuntaria, la moraleja que Egan ofrece en “Ciudad Permutación” es que el precio que hay que pagar por la inmortalidad es la humanidad.
Todo lo antedicho dará una idea de cuáles fueron las principales fortalezas de Egan desde el comienzo de su carrera: está al tanto de los últimos avances en neurociencia, biología molecular, programación informática, inteligencia artificial y teoría evolutiva; y utiliza ese conocimiento para exponer con una ingenuidad brillante y limpia algunas intrigantes paradojas ocultas en lo más profundo de la ciencia y la filosofía.
Esa síntesis fue lo que hizo que Egan emergiera en la década de los 90 del pasado siglo como uno de los escritores más provocadores y originales no solo del género sino, me atrevería a decir, de todo el panorama literario. Eso sí, en muchos aspectos no ha conseguido refinarse como escritor. Incluso su mejor trabajo palidece comparado con obras de otros autores de CF contemporáneos, narraciones que con su imaginación y prosa consiguen envolver y atrapar al lector con mayor facilidad y calidez. La prosa de esta generación post-ciberpunk muy cerebral no es siempre fácil de digerir. Por mucho que Egan se esfuerce por explicar sus extraños futuros, no puede evitar incluir largos pasajes irritantemente expositivos y diálogos acartonados en los que los personajes intercambian información con la misma emoción que si fueran ordenadores.
Por ejemplo, para explicar la naturaleza del nuevo universo que María y Durham están creando, encontramos pasajes como este:
—Hay un autómata celular llamado TVC. Por Turing, Von Neumann y Chiang. Chiang lo completó allá por el 2010; es una versión más popular y elegante de la obra de Von Neumann de los años cincuenta del siglo pasado.
Maria asintió incierta; había oído hablar de todo eso, pero no era su campo. Sabía que John von Neumann y sus estudiantes habían desarrollado un autómata celular bidimensional, un universo simple en el que podían colocar un conjunto elaborado de celdillas —algo como «máquinas» de Lego— que actuaban simultáneamente como constructores y ordenadores universales. Dado el programa adecuado —una serie de celdillas que se interpretaban como código de instrucciones y no como parte de la máquina—, podía realizar cualquier cálculo y construir cualquier cosa. Incluida otra copia de sí mismo, que a su vez podía construir otra y así indefinidamente. Podían aparecer indefinidamente pequeños ordenadores autorreplicantes de juguete.
Ella dijo:
—La versión de Chiang era tridimensional, ¿no?
—Mucho mejor. N-dimensional. Cuatro, cinco, seis, lo que quieras. Eso deja espacio suficiente para que los datos se coloquen cerca. En dos dimensiones, la máquina original de Von Neumann tenía que ir más y más lejos —y esperar más y más— por cada bit de datos sucesivo. En un autómata TVC de seis dimensiones, puedes tener una rejilla de tres dimensiones de ordenadores, que se expande indefinidamente, cada uno de ellos con su propia memoria tridimensional, que también puede crecer sin límites.
Si el estilo de Egan es plano no se debe sólamente a que rechaza cualquier atisbo de pretenciosidad literaria sino porque utiliza la voz, ingeniosa pero algo cínica, de un observador tan lúcido como desilusionado. Su prosa y sus ideas fascinan aunque cueste comprenderlas plenamente o incluso no lo hagamos en absoluto. Un comentarista afirmó que: “”Ciudad Permutación”, que tiene personajes desagradables, diálogos acartonados y una trama deprimente, es una de las obras que más dan que pensar de toda la historia de la CF”.
Si dices ser aficionado a la CF, debes leer a Greg Egan, un autor que se acerca a la salvaje frontera de la ciencia actual y la transforma en ficciones que desafían nuestras concepciones acerca de la realidad y la humanidad. “Ciudad Permutación” es un título seminal en el subgénero del Transhumanismo y como tal fue reconocido desde el mismo momento de su publicación, ganando el prestigioso premio John Campbell Memorial.
Ahora bien, al abordar esta novela, hay que tener siempre en cuenta que el suyo es un estilo extraño, difícil incluso para los más veteranos lectores de la CF dura, que en varios momentos sentirán crujir las costuras de su cerebro tratando de asimilar los conceptos y entender los procesos que describe Egan. Las ideas que propone la novela son indiscutiblemente intrigantes y cautivadoras pero, en general, es un libro más cerebral que entretenido. Es el tipo de CF “dura” apreciada por ese núcleo de fans que disfrutan leyendo novelas escritas como si fueran libros de texto o manuales técnicos. Exige del lector no sólo apetito por conceptos y pensamientos nuevos, sino auténtica pasión de matemático o programador para disfrutar de los largos –y, para mí, tediosos cuando no incomprensibles- pasajes en los que describe detalladamente los entresijos de sus mundos digitales.
Fascinante y difícil novela que fue durante años mi lectura de cabecera. Con todos sus defectos, con todos sus aspectos incomprensibles, llenó mi cabeza del más auténtico, profundo y duradero sentido de la maravilla. De hecho, mi novela "Antrópica" es hija bastarda de Egan, un oximorónico intento -tan osado como humilde- de llevar un poco más lejos alguno de sus temas. Lamentablemente, sus últimas obras, o no las entiendo, o me han aburrido soberanamente. No descarto malas traducciones o limitaciones intelectuales propias.
ResponderEliminarHola, Manuel. Otro libro que comienzo a leer gracias a tus elegantes posteos, lo cual siempre es bienvenido. Y en esta época, en que todos intentan atribuirse el nacimiento de lo que llaman "Metaverso", se agradece esta entrada que reivindica a uno de los tantos creadores de ficciones que previeron tal acontecimiento. ¿Cabría la posibilidad de hacer un compendio de autores que incursionaron en el tema? Se que es demasiado pedir, sobre todo porque te obligaría a investigar demasiado (Libros, películas, filosofía, comics, etc.). Muchas gracias por todo, saludos.
ResponderEliminarP.D.: Estoy en la incómoda situación de comunicarte que varios párrafos de la entrada están "invisibles" debido (creo) a que los colores de fondo y fuentes son la misma. Digo incómoda porque "corregir" a alguien que prácticamente no tiene errores es casi una herejía.
Hola Guillermo. Arreglado lo del texto invisible. No me había dado cuenta. Gracias por el aviso. Lo que comentas de hacer una lista de autores precursores de realidad virtual, efectivamente, me llevaría tiempo y ahora no dispongo de él porque estoy llevando dos blogs y participando en tres podcast, así que voy de cabeza. No obstante, en internet encontrarás fácilmente artículos sobre autores importantes en el tema o bien de la realidad virtual o del Transhumanismo. En cuanto al primero, sí te puedo comentar que hicimos un especial hace poco en Los Retronautas analizando varias películas de los 90 que tocaban el tema. En lo referente al segundo, tenemos previsto hacer un programa sobre ello dentro de unos meses y supongo que haremos un breve recorrido sobre el subgénero. Un saludo""
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