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lunes, 2 de noviembre de 2015
1953- EL FIN DE LA INFANCIA - Arthur C.Clarke
Arthur Charles Clarke, cuya carrera literaria se extendió a lo largo de seis décadas, fue uno de los grandes escritores británicos de ciencia ficción de todos los tiempos. Nacido en 1917, no empezó a publicar profesionalmente hasta 1946, con casi treinta años cumplidos, una vez finalizó la Segunda Guerra Mundial y puso fin a su periodo de servicio de cinco años como instructor de radar en la Royal Air Force. Como muchos otros escritores de la época, comenzó escribiendo relatos cortos, el primero de los cuales consiguió vender a la popular “Astounding Science Fiction” dirigida por John W.Campbell. Los ingredientes presentes en sus cuentos eran el conocimiento científico y técnico y el optimismo acerca del futuro de la humanidad como una civilización desarrollada, una mezcla que encajaba perfectamente en el nuevo estilo de la ciencia ficción que propugnaba Campbell desde sus revistas y que puso fin a la Edad de Oro del género.
No pasó mucho tiempo antes de que Clarke publicara su primera novela, “Preludio al Espacio”, en 1951, un intento algo acartonado de describir lo que podría ser la primera misión del hombre a la Luna. Continuó escribiendo una ecléctica colección de historias cortas y novelas, pero fue con “El Fin de la Infancia” que vemos por primera vez los rasgos del gran maestro de la ciencia ficción en el que pronto se iba a convertir. En ella, describe con una evocadora prosa la trascendencia de la especie humana y su metamorfosis en algo extraño, nuevo y maravilloso, más allá de nuestra comprensión actual.
La Humanidad está a punto de lanzar su primer cohete al espacio y romper la barrera que la separa del cosmos cuando una flota alienígena llega a la Tierra y toma rápidamente el control de todo el planeta, suprimiendo la carrera espacial y estableciendo una dictadura benevolente en virtud de la cual desaparecen las guerras, la desigualdad, la pobreza y la enfermedad. La vida tal y como se conocía ha terminado. Ahora, el hombre tiene un guardián.
Los extraterrestres propiamente dichos, a los que se llama Superseñores, permanecen ocultos durante años, comunicándose con los humanos exclusivamente a través de un pequeño número de intermediarios seleccionados, Con el transcurso del tiempo, se descubre que esos alienígenas –que físicamente se asemejan a los demonios de las mitologías humanas, razón por la cual evitan mostrarse durante cincuenta años, hasta haber erradicado cualquier rastro de superstición religiosa de nuestras culturas- han venido a la Tierra para ayudarnos a ascender al siguiente estadio de evolución. Parece que la humanidad está destinada a grandes hazañas en el universo y los alienígenas, atrapados en un callejón sin salida evolutivo, tienen la misión de guiarnos en ese camino, no sin sentir envidia, tristeza y resignación a partes iguales. El conocimiento del lugar de cada cual en el universo, nos dice Clarke, no tiene por qué resultar necesariamente reconfortante.
Pronto, entre los habitantes de la colonia científico-artística de Nueva Atenas, empieza a nacer una nueva generación de niños que no sólo desarrollan habilidades y poderes incomprensibles para sus padres, sino que establecen una conexión íntima y especial entre los de su propia naturaleza y con el universo. La humanidad, entonces, se divide en dos grupos: los “ordinarios” y los “avanzados”, mientras los Superseñores se disponen a regresar a su mundo de origen.
Entretanto, Jan Rodricks, un joven estudiante de física con ideales románticos, se las arregla para introducirse de polizón en una de las naves de los Superseñores que regularmente viajan al mundo natal de aquéllos. Quiere ver ese planeta y aprender sobre la cultura de esos avanzados seres, aun sabiendo que el viaje, efectuado a velocidades relativistas, hará que, si alguna vez regresa a la Tierra, todos los que él conoce habrán muerto hace tiempo. Los Superseñores descubren su presencia y, aunque lo acogen y le muestran su mundo, Jan se da cuenta de que aquél es un entorno demasiado extraño para él. Cuando por fin vuelve a la Tierra, ya no es capaz de reconocer nada. Se convierte en el testigo del último momento de trascendencia de su especie, cuando los descendientes de la Humanidad abandonan el planeta para encontrarse con los hacedores del Universo.
El prestigio popular de Arthur C.Clarke descansa en su apoyo y labor de difusión de la astronáutica y la exploración espacial. Desde muy temprano demostró sus poderes de predicción: en un trabajo de no ficción publicado en octubre de 1945 ya describía los satélites geoestacionarios de comunicación. La publicación del ya mencionado “Preludio al Espacio” coincidió con la celebración del Festival de Inglaterra en 1951, una gran exposición nacional con distintas sedes con la que el gobierno inglés trató de recuperar el orgullo patrio resaltando las aportaciones de su cultura a las ciencias y las artes. Desde ese momento, Clarke se convirtió en un adalid y un icono del futuro. Su autoridad se incrementó tras el éxito del proyecto soviético Sputnik y el comienzo de la carrera espacial. Durante toda su vida mantuvo un indestructible entusiasmo juvenil por los nuevos descubrimientos, la investigación de lo desconocido, la consecución de nuevos logros técnicos…
Pero lo curioso y contradictorio de su obra y su figura es que junto a ese fervor por la ciencia y la tecnología y su apoyo a la aventura espacial, cultivó a la vez una escatología y sentido de lo místico anclados en la época victoriana. Creía de corazón que todos nuestros logros técnicos, en último término, iban encaminados a asegurar nuestro puesto en el Universo. “El Fin de la Infancia” expone claramente esa ambivalencia, que impregnaría muchas de sus novelas futuras: el rechazo de la religión a favor del racionalismo y, al mismo tiempo, la esperanza de que la especie pueda trascender a un nivel de comunión con el universo tan incomprensible para nosotros como lo es la propia religión.
Así, como condición previa al avance de nuestra especie, los Superseñores ponen en marcha medidas pacíficas para eliminar las religiones, una iniciativa que no queda sin respuesta por parte de muchos humanos, que se organizan bajo el liderazgo de Wainwright para luchar de forma violenta defendiendo sus creencias. En este aspecto, Karellen, uno de los Superseñores, comenta: “Hay seres como él en todas las religiones del universo. Saben muy bien que nosotros representamos la razón y la ciencia, y por más que crean en sus doctrinas, temen que echemos abajo sus dioses. No necesariamente mediante un acto de violencia, sino de un modo más sutil. La ciencia puede terminar con la religión no sólo destruyendo sus altares, sino también ignorándolas. Nadie ha demostrado, me parece, la no existencia de Zeus o de Thor, y sin embargo tienen pocos seguidores ahora.
“Los Wainwrights temen, también, que nosotros conozcamos el verdadero origen de sus religiones. ¿Cuánto tiempo, se preguntan, llevan observando a la humanidad? ¿Habremos visto a Mahoma en el momento en que iniciaba su hégira o a Moisés cuando entregaba las tablas de la ley a los judíos? ¿No conoceremos la falsedad de las historias en que ellos creen? (…) Ese es el miedo que los domina, aunque nunca lo admitirán abiertamente. Créame, no nos causa ningún placer destruir la fe de los hombres, pero todas las religiones del mundo no pueden ser verdaderas, y ellos lo saben. Tarde o temprano, el hombre tendrá que admitir la verdad; pero ese tiempo no ha llegado aún.”
El racionalismo de Clarke se extiende incluso a la hora de plantear, en la nueva utopía terrestre, una colonia como la de Nueva Atenas, dedicada a la exploración de algo tan poco racional como las artes: “El propósito de la colonia, como usted habrá comprendido, es establecer un grupo cultural estable e independiente, con tradiciones artísticas propias. Le advierto que antes de iniciar esta empresa se realizó una intensa investigación. Se trata realmente de una obra de ingeniería social, basada en una ciencia matemática muy compleja que no pretendo entender. Sólo sé que los sociólogos matemáticos han calculado el tamaño ideal de la colonia, cuántos tipos de gente deben habitarla, y, sobre todo, qué constitución ha de dársele para que tenga un carácter permanente”.
Sin embargo y al tiempo que agita el estandarte del frío racionalismo y niega la validez de las religiones, Clarke nos dice que el ser humano será incapaz de progresar sin ayuda externa. Han de ser los Superseñores, a su manera una suerte de ángeles, los que den forma a un mundo utópico que no será sino el preludio de la definitiva evolución del hombre hacia algo más, una especie de deidad de inmensos poderes e infinita clarividencia, un concepto por lo demás muy poco científico y que está directamente influenciado por las ideas cósmicas del compatriota de Clarke y también escritor de ciencia ficción, Olaf Stapledon. Los futuros hombres acabarán despojándose de su envoltura física y uniéndose en una Supermente, transformando la Tierra en pura energía antes de absorberla y marchar hacia el cosmos, como las orugas que devoran la planta que les cobija antes de convertirse en mariposas. Era ésta una idea metafísica que Stapledon había ya planteado en “Primera y Última Humanidad” (1930) y “Hacedor de Estrellas” (1937) y que sería recuperada por el mismo Clarke en “2001: Una Odisea del Espacio” (1968), en la que, otra vez, el hombre es empujado por unos seres alienígenas a dar los saltos evolutivos necesarios para alcanzar la trascendencia.
“El Fin de la Infancia” es una novela que puede despertar sentimientos encontrados, ya que aunque narra el advenimiento de una utopía, también nos dice que no durará, al menos para nosotros, los humanos “ordinarios”. Por una parte, afirma que nuestra especie está destinada a ocupar un lugar especial en el universo, que tenemos potencial de desarrollo y que nuestro destino final no es la extinción. Por otra, sin embargo, el lector no puede dejar de sentir una profunda melancolía ante la destrucción de todo lo que conoce –creencias, historia, cultura, incluso el propio entorno físico en el que nos hemos desarrollado-, un cataclismo que emocionalmente no viene compensado por el salto evolutivo de nuestros descendientes, unos seres con los que difícilmente puede uno identificarse o sentir conexión alguna, a su manera tan extraños para nosotros como los propios Superseñores. Una generación entera de padres se ve obligada a observar cómo sus hijos se transforman en extraños a los que no podrán seguir.
El tema de los superhumanos llevaba ya tiempo formando parte del género cuando Clarke lo adoptó para su novela. No es fácil aproximarse al concepto, dado que el hombre sólo puede comprender aquello que se encuentra por debajo de su propio nivel intelectual. Sólo un superintelecto puede detectar y conectar con otro superintelecto, razón por la cual ningún test puede detectar índices de inteligencia superiores a 200: nadie puede diseñarlos. J.D.Beresford ya había presentado en “La Maravilla de Hampdenshire” (1911) un niño superinteligente educado en un mundo poblado por lo que para él eran retrasados; y en 1935, el ya mencionado Olaf Stapledon publicó “Juan Raro”, narrando una historia similar en el que el protagonista veía al mundo humano no solo como estúpido, sino como bárbaro. Estas novelas decían mucho de la opinión de sus autores sobre sus congéneres pero nada acerca de la inteligencia. Como mucho, conseguían describir seres de anormal energía y claridad mental que nos miraban como si fuéramos hormigas, demostrando sólo la dificultad de tratar el asunto. Muchos escritores posteriores lo intentaron, la mayoría de las veces con resultados pésimos. Sólo un puñado de autores, entre ellos Clarke, se dio cuenta de que el superintelecto debía permanecer opaco a la mente normal.
Parte de lo que hace superiores a esos nuevos “hombres” son sus poderes telepáticos. Indicaba más arriba las conexiones intelectuales de Clarke con la época victoriana, y aquí tenemos otro ejemplo. El Superseñor Karellen explica que el verdadero peligro para la humanidad no consistía en sus avances físicos, sino en los psíquicos: "Vuestros místicos, aunque extraviados en sus propios errores, vislumbraron parte de la verdad. Hay poderes mentales (y también otros, más allá de la mente) que la ciencia no hubiese podido encerrar. Esos poderes hubiesen roto los límites de la ciencia. En todas las edades se recogieron innumerables informes sobre fenómenos extraños, - telekinesis, telepatía, precognición - que vosotros bautizasteis, pero que nunca pudisteis explicar. Al principio la ciencia los ignoró, hasta negó su existencia, a pesar del testimonio de quinientos años. Pero existen, y una teoría total del universo tiene que contar con ellos.
“Durante la primera mitad del siglo veinte algunos de vuestros hombres de ciencia comenzaron a estudiar estos fenómenos. No lo sabían, pero estaban jugando con la cerradura de la caja de Pandora. Las fuerzas que podían haber liberado eran mayores que todos los peligros atómicos. Pues los físicos sólo hubieran destruido la Tierra; los parafísicos hubiesen extendido el desastre al universo”.
Clarke, por tanto, bebe de la obra de gente tan poco “científica” –pese a sus pretensiones- como Fredericks W.H.Myers, el hombre que bautizó el término “telepatía” en 1882 y cuyo último libro, “Personalidad Humana y su Supervivencia al Cuerpo Físico” (1903) terminaba con un epílogo en el que argumentaba que la telepatía era el primer signo de la nueva “evolución espiritual” del hombre. Myers prometía a sus lectores que “en el Universo infinito, el hombre ahora puede sentirse, por primera vez, en casa”. Exactamente lo que Clarke recoge en “El Fin de la Infancia”.
Clarke, de hecho, fue parte de la larga tradición de escritores ingleses que utilizaron en sus obras la telepatía como primer síntoma de una evolución que culminaría con la reconciliación de la ciencia y la religión. Tras toda la tecnología que domina sus relatos y sus despreciativos comentarios sobre las religiones organizadas, el ateo Clarke no se aleja tanto de autores más dominados por el misticismo, como el muy católico y proselitista C.S.Lewis (quien, por cierto, dedicó comentarios elogiosos a “El Fin de la Infancia”). Ambos adoptaron el ideal de la trascendencia humana como reacción desesperada al ruinoso estado en el que quedó Inglaterra tras la Segunda Guerra Mundial.
Clarke ya había escrito anteriormente varias historias cortas en las que aparecían extraterrestres. La influyente “La Ciudad y las Estrellas”, por ejemplo, muestra a una humanidad enfrentada a culturas e inteligencias alienígenas “que podía comprender pero no igualar, y aquí y allá encontraba mentes que pronto habrían pasado a un nivel más allá de su comprensión”. Clarke utiliza el contexto extraterrestre para enfatizar la inmadurez del hombre en el ámbito de un universo anciano y rebosante de vida. En palabras del propio Clarke: “La idea de que somos las únicas criaturas inteligentes en un cosmos de 100.000 millones de galaxias es tan absurda que hay pocos astrónomos hoy que se la tomen seriamente. Es más seguro asumir, por tanto, que están ahí fuera y considerar la forma en que este hecho puede impactar a la sociedad humana”. “El Fin de la Infancia” fue escrito cuando muchos astrónomos empezaron a afirmar que el número de sistemas planetarios en el cosmos era incontable. No sería hasta 1995 que se conseguiría evidencia empírica de la existencia de planetas extrasolares.
La novela, como gran parte de la ficción de Clarke, refleja su “creencia científica” (perdóneseme el emparejamiento de dos términos antagónicos) en la vida extraterrestre y el inevitable contacto con ella que acontecerá en un momento u otro. Resulta curioso que en el prefacio a una edición de la década de los noventa de “El Fin de la Infancia”, Clarke quisiera separar su mensaje del de la pseudociencia: “Me sentiría muy angustiado si este libro contribuyera todavía más a la seducción de los ingenuos, ahora cínicamente explotados por todos los medios de comunicación. Librerías, quioscos y ondas de radio están contaminados con basura corruptora de mentes sobre ovnis, poderes psíquicos, astrología, energía de las pirámides…”. Asimismo, defendía su postura en términos científicos: “Tengo pocas dudas acerca de que el Universo está bullendo de vida. (El Proyecto) SETI es ahora una parte de la Astronomía. El hecho de que se trate todavía de una ciencia sin sujeto de estudio no debería ser ni sorprendente ni decepcionante. Sólo hace la mitad de la vida de un ser humano desde que poseemos la tecnología para escuchar a las estrellas”.
Muchos han encuadrado “El Fin de la Infancia” dentro del subgénero de invasiones alienígenas. Ciertamente, es una invasión benigna: los motivos de los extraterrestres, aunque secretos, son altruistas y no recurren a la destrucción ni la violencia masivos. La historia, de hecho, transcurre con serenidad a lo largo de doscientos años. Los Superseñores no tienen prisa, sus largas vidas les permiten aguardar a la muerte natural de toda una generación y la llegada de otra nueva que pueda crecer sin los lastres de la anterior y de la que saldrán los herederos de la Humanidad. Aunque al principio sí se producen choques con los creyentes religiosos (que llegan a secuestrar al Presidente Mundial), el resto de los planes de los Superseñores avanzan sin ataques, coacciones ni intrigas. ¿Por qué habría de ser así, si han traído con ellos una utopía?
Ello le permite a Clarke reflexionar sobre la naturaleza de los paraísos…o la falsedad inherente a los mismos. Liberados de causas por las que luchar, problemas que resolver, desafíos que abordar y privados de la aspiración de conquistar el espacio –un territorio que los Superseñores prohíben al hombre para que no lo contamine con su inmadurez-, la utopía no parece tal: “Cuando (los Superseñores) destruyeron las viejas naciones, y esas costumbres que databan de los comienzos de la historia, barrieron muchas cosas buenas junto con las malas. Hoy vivimos en un mundo plácido, uniforme, y culturalmente muerto: nada nuevo en verdad ha sido creado desde la llegada de esos seres. La razón es obvia. No hay nada por qué luchar y sobran distracciones y entretenimientos. ¿Ha advertido que todos los días salen al aire unas quinientas horas de radio y televisión? Si uno no durmiese, y no hiciese ninguna otra cosa, no podría seguir más de una vigésima parte de los programas. No es raro que los seres humanos se hayan convertido en esponjas pasivas, absorbentes, pero no creadoras. ¿Sabe usted que el tiempo medio que pasa un hombre ante una pantalla es ya de tres horas por día? Pronto la gente no tendrá vida propia. ¡Vivirá siguiendo los episodios de la televisión!”.
Y en otra parte de la novela: “Aunque muy pocos lo notaron, la pérdida de la fe fue seguida por una declinación de la ciencia. Había muchos técnicos, pero pocos pensadores originales que extendiesen las fronteras del conocimiento humano. Aún persistía la curiosidad, y había bastante ocio como para complacerse en ella, pero el motivo fundamental de la investigación científica
había desaparecido. Parecía totalmente inútil pasarse la vida investigando secretos ya descubiertos, probablemente, por los superseñores. (…) El fin de las luchas y conflictos de toda especie había significado también el fin virtual del arte creador. Había millares de ejecutantes, aficionados y profesionales; pero, sin embargo, durante toda una generación, no se había producido en verdad ninguna obra sobresaliente en literatura, música, pintura o escultura. El mundo vivía aún de las glorias de un pasado perdido. Nadie se preocupaba, excepto unos pocos filósofos. La raza humana estaba demasiado entretenida saboreando la libertad recién descubierta como para mirar más allá de los placeres del presente. La utopía había llegado al fin, y no había sido atacada aún por el enemigo supremo de todas las utopías... el aburrimiento.”
Pero la utopía no es más que un consuelo –o un tormento- efímero, un pequeño respiro antes del apocalipsis. Porque los Superseñores han llegado aquí para pastorear a la Humanidad hacia su propia destrucción y la del planeta que han habitado durante milenios. Interpretar esta conclusión como algo positivo implica aceptar que la figura paternalista de los alienígenas sabe lo que hace mejor que nosotros mismos, que actúan a favor de nuestros intereses incluso aunque no sepamos apreciarlo –una referencia directa a la política colonial británica en plena descomposición por entonces-. Se trata de una propuesta temática de gran contenido emocional que suscita al tiempo atracción y rechazo y que sin duda ha contribuido a la consideración de esta novela como clásico indiscutible de la Ciencia Ficción.
En cuanto a la estructura del libro, Clarke plantea un auténtico juego de trileros, con el que engaña al lector sobre la verdadera naturaleza del relato. El prólogo parece indicar que estamos ante una historia de viajes espaciales de corte pulp…antes de que aparezcan los alienígenas. Entonces, se podría pensar que estamos ante el clásico tema de la invasión extraterrestre, las consiguientes intrigas y la unificación de los pueblos de la Tierra para luchar contra el enemigo. Pero luego Clarke deja caer que en realidad no se trata de una invasión al uso, que existe un propósito oculto en la misión de los poderosos visitantes. Se pasa entonces a una suerte de descripción de un mundo utópico que podría dar la clave de ese misterio…para revelar en última instancia que de lo que va en realidad la novela es de cómo los niños de la Tierra desarrollarán poderes psíquicos y abandonarán a sus padres y el planeta, algo que se parece mucho más a un relato de terror.
La construcción de personajes nunca fue uno de los puntos fuertes de Clarke, y “El Fin de la Infancia” no es una excepción. El autor británico destaca por sus ideas y por su capacidad de crear imaginería poética basada en la ciencia, pero sus personajes suelen ser siempre planos y poco memorables. Además, y habida cuenta de la amplia escala temporal que cubre la historia, no existe un protagonista concreto, sino varios individuos que representan diferentes aspectos de la Humanidad: el paternalista líder Stormgren, el conservador y materialista George Greggson, el aventurero Jan Rodrick…. Asimismo, la novela contiene algunos momentos notables, como la escena inicial, quizá una de las imágenes más influyentes y utilizadas de la ciencia ficción, cuando las enormes naves de los Superseñores aparecen sobre los cielos de todas las grandes capitales del mundo; imagen que ha sido recreada y homenajeada en otras obras como la miniserie televisiva de “V” (1983) o la película “Independence Day” (1996).
Resulta igualmente chocante la forma en que Clarke supo predecir algunos avances del futuro. Por ejemplo, la invención de un anticonceptivo oral que abrió las puertas a una era de liberación sexual e igualdad, aun cuando no supo imaginar en qué consistiría tal situación: “En particular, las costumbres sexuales - hasta donde es posible hablar aquí de costumbres - habían sufrido una profunda alteración. Dos inventos, que irónicamente eran de origen puramente humano, y que nada debían a los superseñores, las habían hecho trizas. El primero era un infalible contraconceptivo, una píldora; el segundo era un método igualmente seguro - tan exacto como el sistema dactiloscópico y basado en un minucioso análisis de la sangre – para identificar al padre de cualquier niño. El efecto de esos dos inventos sobre la sociedad terrestre sólo puede ser descrito como devastador; los dos habían borrado definitivamente
los últimos restos de las aberraciones puritanas”.
Hay también otra frase que sólo cobraría pleno sentido años después de publicarse la novela: “Aquello que en otras edades se hubiese llamado vicio no era más que excentricidad o, cuanto más... malos modales.”. Aunque la homosexualidad de Clarke era ampliamente conocida en su círculo, tal orientación sexual no se legalizaría en Gran Bretaña hasta 1969. Clarke se quedó corto, porque hoy, la homosexualidad ni siquiera es considerada como una excentricidad y, al menos en los países occidentales y por las nuevas generaciones, está razonablemente bien aceptada. En cualquier caso, en el libro no se menciona ninguna relación gay, sino individuos heterosexuales con múltiples compañeros, una institución social aceptada en una utopía que también incluye los matrimonios temporales.
“El Fin de la Eternidad” es una novela excepcional y hoy sigue contándose entre las mejores de Clarke. Prefiguró gran parte de su trabajo posterior al postular su optimismo sobre el futuro de la Humanidad y el papel que la tecnología jugaría en él, en vez de adoptar la mentalidad pesimista propia de la Guerra Fría que impregnaría la obra de tantos de sus contemporáneos. Y aunque al final acaba desapareciendo la Tierra e incluso el hombre tal y como la entendemos, lo hace en un tono elegíaco, sin recurrir al apocalipsis destructor tan propio de la cultura occidental. La historia ofrece una extraña y fascinante combinación de ciencia y misticismo, de sentido de lo maravilloso ante el futuro y de pérdida por lo que deberemos abandonar, de lo nuevo y lo crepuscular. Clarke ya miraba a las estrellas y trataba de comprender sus secretos.
Muy agradecido por tu análisis de la obra. La revisión de otras obras del género y relacionarlas con la obra de Clarke, me parece de lujo.
ResponderEliminarLlegué al blog ya que por recomendación de un amigo, vi la serie de TV, y esta te deja muchas preguntas, y ahora con tu análisis, me dieron más ganas de leer este libro.
Saludos!