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sábado, 22 de noviembre de 2014
1938- 1945- TRILOGÍA CÓSMICA – C.S.Lewis (1)
Casi cualquier manual sobre historia y teoría de la Ciencia Ficción subraya la diferencia esencial en tono y propósito en la forma en que, entre mediados del siglo XIX y mediados del XX, se trató el género en Norteamérica y Europa (aunque dentro de esta última también cabría hacer diferenciaciones). En concreto, se resalta cómo en el viejo continente la ciencia ficción se utilizó como recurso para formalizar profundas reflexiones sociales, filosóficas o políticas, mientras que en Estados Unidos sirvió principalmente como marco genérico de aventuras heroicas o misterio.
La aparición y masiva diseminación del fenómeno de las revistas pulp marcó de forma decisiva el desarrollo de la ciencia ficción mundial y, en concreto, la publicación de “Amazing Stories” por parte de Hugo Gernsback, una revista centrada exclusivamente en la ciencia ficción que abrió una brecha entre la vertiente más lúdica y ligera del género y la más intelectual. Representantes de esta última –circunscribiéndonos sólo a Gran Bretaña- fueron escritores de la calidad de Aldous Huxley, Olaf Stapledon o C.S.Lewis.
Casualmente, y para marcar todavía más esa diferencia, se dio la circunstancia de que la mayoría de la ciencia ficción europea anterior a 1950 se publicaba directamente en libros, mientras que en Estados Unidos se serializaba en revistas baratas. Esa divergencia en el formato tuvo también consecuencias de ámbito creativo: la ciencia ficción europea constaba básicamente de novelas más o menos largas; la norteamericana se nutría de relatos cortos. Y mientras los autores europeos aprovechaban la extensión del formato a su disposición para escribir novelas que tendían a ser algo plomizas en su carga intelectual, la narrativa americana se destacó por su dinamismo y rapidez.
Hay que decir, no obstante, que la mayoría de escritores, editores y lectores relacionados con la, digamos, “tradición europea” de la ciencia ficción, no identificaban a sus obras como pertenecientes a ese género. Ni siquiera tenían conciencia de que existiera tal género.
La tradición británica del romance científico popularizado en ese país por H.G.Wells se había degradado en su tránsito hacia la cultura de masas en la forma de las revistas pulp norteamericanas. Para los ingleses, la ciencia ficción era un género específicamente norteamericano que simbolizaba el entretenimiento de baja calidad destinado a las masas y que emanaba del desaforado culto a la tecnología propio de esa sociedad. Los intelectuales ingleses más conservadores pensaban que esa cultura maquinista suponía una amenaza para la existencia más “humana” o antropocéntrica que ellos consideraban propia de Gran Bretaña, pero que en realidad estaba circunscrita a una élite económica y social.
La izquierda intelectual tampoco difería en su rechazo a la ciencia ficción como emanación de la cultura tecnológica, aunque las razones que aducían eran diferentes: para ellos, la introducción de las ideologías y procedimientos propios del capitalismo americano había destruido los remanentes de la autentica cultura obrera de Inglaterra. La ciencia ficción se vio también afectada por el pánico moral que suscitaron los comics americanos a comienzos de los años cincuenta, pánico irracional que en Inglaterra se sustanció en una campaña inicialmente orquestada por el Partido Comunista sobre la corrupción intelectual propia de la cultura de masas. Se condenó de forma general la americanización de la cultura, aunque, de forma paradójica, fue precisamente el crudo atractivo de los pulps norteamericanos lo que atrajo a algunos disidentes de la élite cultural de izquierdas de los cincuenta.
Así, esa asociación de la ciencia ficción con la modernidad en su vertiente más americanizada produjo como reacción que la literatura inglesa más importante de los años previos a la Segunda Guerra Mundial se volcara en la fantasía de carácter tradicional. Sus más ilustres representantes fueron C.S.Lewis, J.R.R.Tolkien y Mervyn Peake.
En particular, la obra de Clive Staple Lewis y J.R.R.Tolkien fue una respuesta directa a los efectos de la modernidad en Inglaterra y a lo que ellos percibían como una catastrófica derrota de la tradición. Ambos eran profesores de materias clásicas: Tolkien de poesía anglosajona y Lewis de literatura medieval y renacentista. Antes de enseñar en Oxford, los dos participaron como oficiales en la Primera Guerra Mundial y sobrevivieron a las experiencias del brutal conflicto. Lewis resultó herido en el frente y en 1925 obtuvo el puesto de Tutor de Literatura Inglesa en el Magdalene College de Oxford. Fue allí donde, dos años después, conoció a Tolkien, quien influyó no poco en su conversión al catolicismo en 1930. Sin embargo, su decisión de convertirse en activo proselitista de sus nuevas creencias –de hecho, en el más destacado apologista cristiano de su tiempo- provenía de haber vivido su infancia entre la agresiva minoría protestante en el Ulster irlandés. A pesar de ello, su afabilidad y encanto personal le ganaron el afecto de todos aquellos que le conocieron, compartieran o no sus creencias.
Lewis desarrolló una intensa actividad como divulgador de sus creencias religiosas y morales pero siempre pensó que había un público al que sus ensayos filosóficos no llegaban, por lo que optó por disfrazar sus ideas como ficciones fantásticas más digeribles para el lector medio. Así nació su fantasía alegórica infantil “Las Crónicas de Narnia”; y también su “Trilogía Cósmica”, escrita durante su estancia en Oxford. Es sin duda un trabajo de ciencia ficción, aunque una ciencia ficción con un objetivo muy concreto: transmitir un mensaje espiritual y una visión filosófica del cosmos.
El primer libro de la trilogía, “El Planeta Silencioso” (1938) nos presenta a su protagonista, un lingüista de Oxford llamado Elwis Ransom, que pasa sus vacaciones haciendo senderismo por el campo inglés. Accidentalmente, topa una noche con un antiguo compañero de estudios, Devine, y el socio de éste, el profesor Weston. Ambos drogan a Ransom, lo secuestran, lo meten con ellos en un cohete y emprenden un viaje a Marte, donde sus captores pretenden entregarlo como víctima propiciatoria a los alienígenas nativos.
Ya en Marte –al que sus habitantes llaman Malacandra-, Ransom escapa y contacta con las diferentes razas que allí habitan. Al principio, su ignorancia le lleva a temerlas, pero pronto se da cuenta de que los alienígenas no sólo son amistosos sino que viven en paz unos con otros. Las complejas civilizaciones que Ransom descubre allí no han sufrido lo que podríamos llamar “la Caída” y, por tanto, no han necesitado un Cristo que las redima. Aunque sus sociedades pueden ser consideradas tecnológicamente atrasadas, moralmente superan con mucho a las humanas y, además, se hallan profundamente unidas al planeta que los sustenta.
Gracias a sus habilidades lingüísticas consigue aprender la lengua de los Oyarsa, una de las especies nativas, y enterarse de que cada planeta tiene su propio espíritu rector o Eldil, pero que el de la Tierra es un “caído” que, tras una guerra con sus congéneres, interrumpió el contacto tanto con los otros espíritus como con los propios habitantes del planeta –de ahí el “Planeta Silencioso” del título-. Esa desconexión entre la naturaleza íntima de nuestro mundo y el Hombre es lo que provoca en éste la confusión y violencia que caracteriza nuestra civilización.
Malacandra es un Marte fascinante. Lewis escribió la novela cuando ya ningún científico creía seriamente en la idea lanzada por Percival Lowell de que ese planeta podía ser el hogar de una raza moribunda antaño constructora de grandes canales que surcaban su superficie. A Lewis, un hombre que no solo era de letras sino que sentía una profunda animadversión por la ciencia, le daban igual las teorías más modernas sobre la naturaleza y composición del auténtico planeta rojo. Su Marte es, como el de Lowell o Burroughs, un mundo en declive en el que la vida sólo medra en un puñado de regiones llamadas Handramits. Pero a diferencia del Barsoom de la serie de John Carter, cuyos habitantes están en perpetua guerra unos con otros, los malacandrianos que encuentra Ransom son seres pacíficos que disfrutan de una existencia armoniosa.
Se ha sostenido que los personajes son demasiado maniqueos en sus posturas ideológicas. Creo que es una afirmación matizable. En un momento determinado, Devine entra en un debate moral y filosófico con un ser angelical custodio del planeta. Su defensa de que la especie humana debe expandirse y sobrevivir a cualquier precio no es necesariamente algo propio de un hombre malvado, sino de alguien que cree que la vida inteligente es, por su propia naturaleza, imparable. Probablemente, Lewis pretendía que Devine sonara maléfico, pero ese pasaje en particular está tan bien escrito que un lector con mente abierta puede comprender hasta cierto punto sus argumentos por aberrantes que sean. Quizá no esté de acuerdo con él, pero se puede entender de dónde proviene su visión del destino de la especie humana.
La narrativa del libro está más preocupada con lo que Ransom ve y aprende de sus encuentros con los seres de Marte que con la acción dramática o la peripecia aventurera y, de hecho, lo que mejor hace Lewis es imaginar y retratar su personal visión del planeta. Las criaturas y sociedades que encuentra el protagonista están bien construidas y sus alienígenas destilan auténtica vida. No era Lewis el primero que lo conseguía, pero mientras que las novelas “marcianas” de, por ejemplo, Burroughs, rebosaban monstruos, criaturas inverosímiles y melodrama a raudales, Lewis opta por una aproximación más serena y reflexiva, poblando su Marte de seres creíbles que tienen algo que decir.
Los encuentros de Ransom con los alienígenas del planeta apelan a su –y nuestro- sentido de la maravilla y fascinación por lo desconocido, en contraste con la visión que de ellos tiene el científico Weston, quien concibe la relación con otras especies en términos de dominación, violencia y “supervivencia del más apto”. Esta última actitud se identifica directamente con la de H.G.Wells u Olaf Stapledon. Lewis nos dice de Ransom: “Su mente, como tantas otras de su generación, estaba ricamente provista de espectros. Había leído a H. G. Wells y a otros autores. Su universo estaba poblado de horrores ante los que apenas podían rivalizar las mitologías antiguas o medievales. Cualquier abominable insectil, vermiforme o crustáceo, cualquier antena crispada, ala áspera, espiral viscosa o tentáculo enroscado, cualquier unión monstruosa entre una inteligencia sobrehumana y una crueldad insaciable le parecían adecuados para un mundo alienígena”. No es la única referencia a Wells: los secuestradores de Ransom son un científico y un capitalista, el mismo dúo que protagonizaba la novela de aquél “Los Primeros Hombres en la Luna”.
Volveremos más adelante sobre ello, pero baste decir ahora que aunque Lewis conocía bien la obra de Wells y plantea el inicio de esta novela en los mismos términos que su famoso compatriota, utiliza sus recursos con un propósito muy diferente. Al fin y al cabo, otra de sus principales influencias fue una de sus novelas favoritas, “Viaje a Arturo” (1920) escrita por David Lindsay, cuyo enfoque era claramente metafísico. Lewis, sin embargo, va más allá del simple espiritualismo, saltando de lleno al terreno de la alegoría religiosa. Y es que el principal interés de Lewis, tal y como atestigua la mayor parte de su obra, reside en construir una apología del cristianismo.
Cuando Ransom encuentra por primera vez a los alienígenas, le parecen “ogros, fantasmas, esqueletos”, para modificar luego su opinión a “Eran más grotescos que horribles” y, finalmente, cuando su sensibilidad se ha ajustado a las realidades de ese mundo sin pecado, los ve como “Titanes” o “Ángeles”. También el paisaje contrasta de forma acusada con lo que describían otras novelas de ambientación extraterrestre: en lugar de un mundo rocoso y desolado poblado de monstruos o máquinas de pesadilla, encuentra un planeta hermoso, de vida abundante y sin peligros para el visitante.
Ello responde a la diferente visión del cosmos que tenía Lewis de escritores como Wells. La ciencia ficción de éste es propia de un científico para quien las inmensidades del universo han de ser forzosamente extrañas, indiferentes hacia el hombre. Para Lewis, en cambio, el cosmos es el hogar de un Dios paternalista que cuida de sus criaturas. Ello se refleja claramente en su manera de describir el viaje espacial. La experiencia interplanetaria de Ransom tiene un carácter e interpretación más religiosos que científicos. El suyo es un sistema solar totalmente pre-copernicano que debe más a la astrología medieval que a la astronomía moderna. Imbuido de gracia divina, el espacio no resulta ser un “vacío negro y frio”, sino obra del mismo Dios:
“Espacio” parecía una etiqueta blasfema para este océano empíreo de resplandor (…) Había planetas de increíble majestad y constelaciones que superaban cualquier sueño; había zafiros, rubíes, esmeraldas y alfilerazos celestiales de oro ardiente. Lejos, sobre el rincón izquierdo de la imagen, colgaba un cometa, pequeño y remoto, y, entre medio de todo y por encima, mucho remoto, y, entre medio de todo y por encima, mucho más intensa y palpable que en la Tierra, la oscuridad inconmensurable, enigmática. Las luces temblaban; parecían hacerse más brillantes a medida que las miraba. Estirado desnudo sobre la cama (…) le resultaba cada vez más difícil no creer en la antigua astrología a medida que pasaban las noches: casi llegaba a experimentar e imaginaba por completo la «dulce influencia» derramándose o incluso penetrando en su cuerpo rendido”.
De hecho, viajar a través de ese cosmos supone entrar en contacto con seres divinos que encarnan conceptos abstractos como el Bien y el Mal y que responden ante un ser superior conocido como Maleldil.
El sustrato teológico de los marcianos, sin embargo, es más complejo que la creencia en unos seres angélicos. Existe una entidad suprema conocida como Maleldil y una doctrina de la Trinidad:
“Ransom les preguntó entonces, siguiendo su línea de pensamiento, si Oyarsa
había hecho el mundo. Los jrossa casi aullaron en su fervor por negarlo. Acaso la gente de Thulcandra no sabía que Maleldil el Joven había hecho y gobernaba aún el mundo? Hasta un niño lo sabía. Ransom preguntó
dónde vivía Maleldil.
—Con el Anciano.
¿Y quién era el Anciano? Ransom no entendió la respuesta. Probó otra vez.
—¿Dónde está el anciano?
—No es de la clase de seres que necesitan un lugar donde vivir —dijo Jnojra y siguió con una extensa disquisición que Ransom no pudo entender, aunque captó lo suficiente para sentir una vez más cierta irritación (…) como resultado de sus esfuerzos vacilantes, descubría que lo trataban como si él fuera el salvaje y le estuvieran dando un primer esbozo de religión civilizada, una especie de equivalente jrossiano del catecismo elemental"
La súbita aparición de conocidos conceptos religiosos disfrazados de mitología extraterrestre tiene su propio interés (no hay más que una sutil diferencia entre las connotaciones del “Anciano” en la novela y su equivalente en la terminología cristiana tradicional) y lógica interna: si lo que la religión dice sobre Dios es cierto, entonces es razonable esperar que Dios haya revelado los mismos hechos sobre Él a otras civilizaciones que pudieran existir en el universo. Lewis no pone en exacta equivalencia la cosmología de Malacandra con el dogma cristiano, pero el paralelismo es evidente y se refuerza con otras alusiones:
“Creemos que Maleldil no debe de haber abandonado por completo al Torcido, y entre nosotros se cuentan historias de que Él hizo caso de extraños consejos y se atrevió a cosas terribles en su lucha contra el Torcido de Thulcandra. Pero de esto sabemos menos que tú, es algo que nos gustaría averiguar”.
No extrañará que después de lo dicho haya muchos puristas que quieran negar a estas obras su inclusión en el género de la ciencia ficción. Pero decir que no son ciencia ficción porque son cristianas es lo mismo que decir que las novelas de Wells tampoco lo son por ser socialistas. Más allá de su simbolismo e imaginería religiosos y su carácter de lo que podríamos llamar Fantasía Cristiana, “El Planeta Silencioso” es también una historia de aventuras, un romance planetario ambientado en un mundo descrito con inteligencia.
(Finaliza en la siguiente entrada)
Este es uno de los mejores artículos que he leído en mucho tiempo. La claridad con la que explica las diferencias entre la Ciencia-Ficción en Europa y los Estados Unidos es perfecta para comprender la trayectoria del género, y el origen del estigma que aún hoy arrastra: la de ser considerada un subgénero, un producto comercial sin calidad literaria y destinada a un público poco exigente.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo con el comentario de Tomás.
ResponderEliminarGracias por la entrada.
Carlex.
Gracias a vosotros por vuestros comentarios. C.S.Lewis no es plato de gusto para todo el mundo y no es un autor recomendable sin reservas, pero la forma que tuvo de utilizar la ciencia ficción para sus propios y religiosos fines -que distaban mucho de ser los de ensalzar la ciencia y la tecnología- sí fue original.
ResponderEliminarEste artículo es magnífico y esto totalmente de acuerdo con él. Esos fines religiosos me temo que está también en muchos otros autores, como aquí se dice, Tolkien, por ejemplo, y Philip K. Dick, y Orson Scott Card, y Arthur C. Clarke (fíjate en El fin de la infancia, donde los extraterrestres son físicamente similares al demonio bíblico), y Philip José Farmer (sobre todo Jesús en Marte). Estos ejemplos cobran tintes diferentes a Lewis, Tolkien o Scott Card, pero ahí están.
ResponderEliminarUn cordial saludo
Efectivamente, la ciencia ficción ha servido de marco para comentar la religión o aspectos de la misma desde diferentes puntos de vista, aunque normalmente bastante más, digamos, racionales. que en el caso de Lewis, un creyente fervoroso. Gracias por tu comentario.
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