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miércoles, 18 de diciembre de 2013
1939- HISTORIA DEL FUTURO -Robert A.Heinlein (1)
La figura de Robert Anson Heinlein se alza por encima de muchos críticos e historiadores de la Ciencia Ficción. Porque en él se daban cita dos conceptos, el de autor y el de autoridad. Sus obras se hallan, sin duda, entre las más representativas de toda la Edad de Oro. Más de una generación de lectores y autores crecieron leyendo sus narraciones y creyendo firmemente que la suya era el arquetipo de lo que toda CF debería ser: relatos originales y enérgicos que animaban a la reflexión, escritos con fluidez, con personajes que viajaban por el sistema solar o por los posibles futuros de la Tierra sin perder por ello verosimilitud o atractivo. Creó muchos de los temas y enfoques sobre los que el género volvería una y otra vez. De todos los escritores de CF norteamericanos, Heinlein probablemente ha sido el más influyente.
Nacido en 1907 en Butler, Missouri, Robert Anson Heinlein se graduó en la Academia Naval en 1929 para entrar a servir como oficial de la Marina hasta 1934, momento en el que fue licenciado a causa de una tuberculosis que le mantuvo en cama durante dos años. Durante la siguiente década, invirtió la mayor parte de su tiempo en campañas políticas, apoyando la candidatura de Upton Sinclair a gobernador de California en 1934 en lo que era básicamente una plataforma socialista. El propio Heinlein trató sin éxito ser elegido para la Asamblea Estatal de California en 1938. Tampoco tuvo suerte con la ciencia: asistió a clases de física y matemáticas tratando de convertirse en astrónomo, pero de nuevo su mala salud frustró el proyecto. Ni la política ni la ciencia parecían ser su futuro, así que probó con la escritura.
Heinlein se había criado con los fantásticos relatos de Frank Reade, las historias de Tom Swift y la ciencia ficción que Hugo Gernsback había comenzado a introducir en “Electrical Experimenter” antes de fundar “Amazing Stories”. Se enteró de que la revista “Thrilling Wonder Stories” organizaba un concurso entre los lectores ofreciendo un premio de cincuenta dólares. Decidió probar suerte. Se sentó frente a su máquina de escribir y de ella salió su primer cuento, “Línea de Vida”; pero al final, en lugar de al certamen, decidió enviarlo a la cabecera más prestigiosa del momento, “Astounding Science Fiction”, entonces en las manos editoriales de Joseph W.Campbell.
A diferencia de muchos otros autores pulp, Heinlein empezó a escribir pasados los treinta años, cuando además de una buena educación, ya tenía tras de sí un importante bagaje de experiencias y conocimientos en el mundo real. Estaba, además, rodeado de personas con un alto nivel cultural: tenía un hermano profesor de ingeniería eléctrica, otro profesor de ciencias políticas y un tercero, comandante general. Su propia esposa, Ginny, era bioquímica, ingeniero de pruebas en aviación y horticultora experimental además de deportista consumada en disciplinas tan variadas como natación, buceo, baloncesto, patinaje y hockey sobre hierba (Heinlein, a su vez, era un experto en tiro, espada y lucha libre).
Sus antecedentes y entorno se dejaron notar desde el principio de su carrera literaria. Aquel primer cuento no solamente se publicó, sino que cosechó un inesperado éxito, éxito que se repetiría con sus siguientes entregas, siempre innovadoras y maduras. Sus historias pasaron a convertirse en modelo y guía para el resto de los autores de la revista, sustituyendo el estilo libre, desenfadado y centrado en la acción desbocada propio de las space operas por un preciso control narrativo.
Hoy puede que Heinlein ocupe una posición menos central en el género y los nuevos lectores quizá lo tienen menos endiosado de lo que una vez estuvo. Pero su visión de lo que podía y debía ser la CF estuvo mucho más próxima al ideal Campbelliano que la del propio Asimov, y sus mejores narraciones no han perdido su poder sugestivo. Sería un error dejar que la perspectiva que nos da el tiempo hiciera disminuir la importancia de su trabajo más primitivo. El Heinlein de la Edad de Oro rara vez metió la pata en sus ficciones. Tenía un profundo conocimiento de la forma en que un género populista podía utilizarse para exponer asuntos de relevancia. La obra que tratamos en esta ocasión es un magnífico ejemplo de todo ello además de un clásico imprescindible.
Entre 1939 y 1942 (momento en el que fue movilizado por la Armada hasta el final de la Segunda Guerra Mundial), Heinlein integró buena parte de sus primeros trabajos dentro de una cronología ficticia cuidadosamente meditada, una “Historia del Futuro” –en la que luego integraría también algunas novelas más tardías-. A priori, podría pensarse que la idea no era completamente nueva. Los británicos H.G.Wells y Olaf Stapledon ya habían trazado sus propias historias del futuro. Ahora bien, éstos habían plasmado dichas especulaciones en novelas en las que se exponían de forma cronológica los hechos más relevantes de la evolución de la Humanidad. Heinlein también imaginó su propia historia pero, a diferencia de aquéllos, nunca pretendió contarla, sino sólo utilizarla como decorado, como trasfondo implícito sobre el que ir insertando historia tras historia.
En su personal línea temporal estableció con precisión las fechas en las que aparecieron nuevos inventos, desde los cohetes transatlánticos a la comida sintética o el control meteorológico o corrientes sociales, como el surgimiento de nacionalismos planetarios o fundamentalismos religiosos. Campbell publicó el cuadro cronológico, en el que se incluían fechas, personajes y descubrimientos, en el número de “Astounding Science Fiction” correspondiente a mayo de 1941. Inmediatamente, la idea caló en otros autores, empezando por Isaac Asimov y su “Fundación” y llegando hasta nuestros días. Y el entusiasmo entre los lectores fue aún mayor. Les encantó la idea de ir completando, poco a poco, pieza a pieza, el gran puzle histórico del futuro, adivinando dónde encajar cada uno de los relatos y relacionándolo con los demás. Heinlein se había convertido ya en su héroe.
El tono general de la “Historia del Futuro” de Heinlein era el de una especie de accidentado pero seguro camino hacia la utopía. Su “predicción” para la década de los cincuenta, por ejemplo, bautizada como “Los Años Locos” era la de un periodo de “avance técnico considerable… acompañado por un deterioro gradual de las buenas costumbres, la orientación y las instituciones sociales, finalizando en una psicosis de las masas” (hay quien dice que sólo se equivocó en diez años y que lo que imaginó para los cincuenta acabó sucediendo en los sesenta). A comienzos del siglo XXI, el desarrollo llevaría a un resurgimiento del imperialismo ejemplificado en el trabajo esclavo que sustentaba la economía colonial de Venus (“Lógica del Imperio”), la anexión de Australia a los Estados Unidos o la ascensión al poder de un dictador fundamentalista religioso (“Si esto continúa…”). Pero, para Heinlein, todos estos tropiezos no eran más que eso, retrocesos temporales que no impedirían la llegada, en 2075, de lo que él denominó “La Primera Civilización Humana”, y aunque el siglo siguiente estaría punteado por desórdenes civiles, profetizó que llegaría “el fin de la adolescencia humana y el comienzo de la primera cultura madura”.
Unas de las tareas a las que tuvieron que enfrentarse los primeros editores de ciencia ficción que se tomaron en serio el género fue la de reducir las implausibilidades en los relatos que publicaban. Y no sólo de carácter científico. En 1940, un lector británico de “Astounding Science Fiction”, enviaba una crítica carta a la revista: “No tienen un solo autor en su nómina que demuestre una verdadera percepción social. En resumen, podrían utilizar algunos H.G.Wells u Olaf Stapledons para complementar su ejército de Vernes”.
La acusación estaba justificada, aunque sólo parcialmente. Si bien es cierto que en la década de los treinta sí se habían publicado trabajos de autores, (como David H.Keller, ya revisado en este blog), que ocasional y torpemente habían tratado de introducir el comentario social, en general aquel lector británico tenía razón, y desde entonces la suya ha sido una acusación esgrimida muy a menudo contra la ciencia ficción, especialmente por parte de aquellos que desconocen el género.
Robert A.Heinlein fue uno de los que más contribuyó a cambiar tal estado de cosas. Lo que hizo a sus historias inmediatamente populares entre los lectores de “Astounding” fue su habilidad para plasmar el futuro, describirlo mediante referencias casuales a inventos y descubrimientos sin tener que detallarlos. Era el escritor perfecto para Campbell, que pedía a sus autores historias “escritas para una revista del siglo XXI”, que ofrecieran un futuro que se “sintiera” real, vivo.
Si fuera posible averiguar la hora de nuestra muerte, ¿podría ese momento ser deliberadamente evitado? “La Línea de la Vida” (1939), primer relato de esta antología –y primer cuento publicado de Heinlein-, trató de responder a esa pregunta y su tono de tranquila racionalidad llamó la atención por el contraste que suponía respecto al efectista artificio propio de los relatos pulp de la época. Prestando atención tanto a la sociedad como a la ciencia, Heinlein asumió que un invento que pudiera predecir con precisión la duración de la vida de un individuo habría de enfrentarse a la oposición de las compañías de seguros, a las que interesaría que sus clientes desconocieran tal dato. ¿Inverosímil? ¿Acaso no podemos imaginar un futuro cercano en el que los avances genéticos permitan predecir con cierta exactitud la aparición en un individuo de determinadas dolencias potencialmente letales? No tengamos duda de que las compañías de seguros tomarán parte en el nuevo escenario, no (como en el cuento de Heinlein) tratando de eliminar tal tecnología –algo de todo punto imposible-, sino utilizándola para sus propios fines.
“Las Carreteras Deben Rodar” (1940) está situada en una América del futuro en la que la gente viaja no en sus coches particulares, sino utilizando una vasta red de carreteras rodantes sobre las que los usuarios permanecían o bien inmóviles o bien utilizando diversos servicios de “a bordo”, desde restaurantes a cafés. Según el relato, la utilización del automóvil había acabado convirtiéndose en una auténtica pesadilla. Los atascos y el caos circulatorio acabaron anulando cualquier progreso urbanístico. Fue entonces cuando nacieron las carreteras rodantes.
Pero el sustrato del relato, siguiendo las directrices Cambpellianas, no trata tanto de la tecnología en sí como del efecto que ésta tiene sobre las relaciones sociales, en este caso laborales. Aquí no hay héroes espaciales rescatadores de damiselas y matadores de monstruos alienígenas, sino gente normal que, en determinadas situaciones, puede ser heroica aun no queriendo serlo. Es más, el “héroe” o, más bien, quien tiene el poder y recibe la admiración de autor y lectores, es el ingeniero, el científico, no el guerrero.
En este relato, los ingenieros que supervisan el funcionamiento del sistema de carreteras se agrupan en un cuerpo de élite con espíritu militar: adiestrados en una academia especial, sometidos a una rigurosa disciplina, totalmente entregados a su tarea y custodios conscientes y orgullosos de un conocimiento vital para el sostenimiento de la sociedad. Cuando estalla la crisis, al Ingeniero Jefe Gaines no se le ocurre confiar en los políticos o las fuerzas del orden. Él, de hecho, es apolítico y su único interés es mantener el sistema en marcha: “El verdadero peligro”, afirma, “no son las máquinas, sino los hombres que las manejan”. Gaines asume el mando, ordena a todos ponerse bajo su autoridad y emprende acciones de forma resolutiva, racional y valiente. Es, como dije, el nuevo héroe Campbelliano.
Hablaba de crisis. Y es que la misma tecnología que mantiene integrada y en constante progreso a la civilización, puede ser el instrumento de su ruina. En esta ocasión, los operarios y técnicos, un escalafón inferior a los ingenieros, se rebelan en nombre de una ideología que aspira a trastocar el orden social –alegoría poco sutil al comunismo-. Provocan un parón en una de las principales carreteras como chantaje al gobierno y amenazan con destruir todo el sistema. “Las Carreteras Deben Rodar” ejemplifica a la perfección el tipo de ciencia ficción que Campbell intentaban inculcar a sus autores: una narración donde no faltara la emoción y el elemento tecnológico, pero en la que el foco estuviera sobre el hombre y la forma en que el progreso científico y técnico transformará al mundo.
“Ocurren Explosiones” (1940) es otra celebración de la eficacia del técnico ante situaciones de crisis, esta vez en el contexto de una central atómica en la que se genera energía eléctrica. Tal proceso, sin embargo, es muy inestable y cualquier fallo en la maquinaria o los trabajadores puede acabar en una tragedia de dimensiones apocalípticas. Los especialistas que operan el generador están sometidos a una vigilancia y evaluación psicológica constante para detectar cualquier signo de agotamiento o estrés mental.
Para intentar aliviar el problema, se recurre a un reputado psicólogo que confirma la existencia de una “psiconeurosis situacional” irresoluble derivada de una apreciación acertada de la realidad: “Sus ingenieros han evaluado correctamente el peligro público de esta bomba, y ello, con terrible certeza, les volverá a todos locos”. La compañía se niega a detener la planta aduciendo motivos económicos. Es la forma que tiene Heinlein de contrastar la corrupta ética de los negocios con el heroísmo individual de los científicos y técnicos, quienes toman como modelo de conducta la figura de Thomas Edison (“Fíjate en Edison, sesenta años experimentando, veinte horas diarias”). Y es esa idealizada inventiva edisoniana la que finalmente ofrece una solución: colocar los generadores atómicos en órbita, alejando el riesgo tanto físico (la fatal reacción en cadena) como psicológico. En este sentido, la ciencia ficción fue una literatura privilegiada en su optimismo. En 1957, Heinlein criticó el pesimismo literario de los intelectuales de moda, como Henry Miller o Jean-Paul Sartre, calificándola de “literatura enferma” para “neuróticos”, incapaz de “interpretar el vibrante nuevo mundo del poder atómico”.
(Continúa en la siguiente entrada)
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