(Continúa de la entrada anterior)
El serial fue condensado y remontado para transformarlo en un largometraje titulado “Rocketship” (luego “Atomic Rocketship” para su versión televisiva) que se exhibió como complemento a las proyecciones del segundo serial, estrenado en 1938 a raíz del éxito del primero y que constó de quince episodios dirigidos por Ford Beebe y Robert Hill. Su título fue “Flash Gordon´s Trip to Mars”.
Aunque a las generaciones más jóvenes les pueda parecer increíble, hubo un tiempo en el que la televisión no existía. No, los muchachos no tenían las teleseries para satisfacer semanalmente su sed de aventuras maravillosas y su mitomanía; pero contaban con un sucedáneo igual de seductor: los seriales cinematográficos.
El formato de serial fue una moda que comenzó en 1912 y se prolongó hasta 1956, pero sería en la década de los treinta cuando se produjo la verdadera eclosión de esa variedad cinematográfica. Fue entonces cuando hubo ejecutivos que reconocieron el potencial económico de las tiras de comic y adoptaron no sólo sus personajes, sino, hasta cierto punto, su formato por entregas. Cada sábado los chicos acudían al cine para asistir al estreno de un nuevo capítulo de las peripecias de su héroe favorito, capítulo que se proyectaba durante el resto de la semana y hasta el sábado siguiente, cuando era sustituido por el episodio consecutivo.
Viajar hacia atrás en el tiempo es una posibilidad fascinante, pero tiene sus riesgos. Y eso es algo que han reconocido la mayor parte de los autores que han tratado el tema. Por ejemplo, se puede cambiar la Historia con consecuencias catastróficas; o, igual de malo, puede uno convertirse en parte de ella o quedar atascado en un pasado alternativo.
La mayoría de las historias de ciencia ficción intentan, en su ansia por hacer creíble su particular visión del futuro, utilizar alguna teoría científica que refuerce su plausibilidad. Sin embargo, existe también la opinión entre algunos autores de que disciplinas menos “puras” como la psicología o la sociología deberían considerarse también, en este contexto, como ciencias. Yendo aún más lejos, hay quienes han recurrido a ideas clara y ampliamente consideradas como pseudociencias, como los poderes mentales (telepatía, telekinesis, percepción extrasensorial…)
Los más puristas pueden renegar de tal opción, pero al fin y al cabo la ciencia ficción no ha vacilado en utilizar generosamente el viaje a la velocidad de la luz o a través del tiempo, fenómenos tan imposibles o más que la telepatía. Lo importante aquí no es que esos hechos sean o no posibles de acuerdo a la ciencia que hoy conocemos, sino que sean verosímiles, que el autor los sustente sobre una base sólida, lógica, coherente y materialista y que sirvan para narrar una buena historia.
La novela que ahora comentamos es un buen ejemplo de todo ello.
Las primeras revistas pulp de ciencia ficción sufrían una dicotomía que lastraba sus resultados artísticos. Por una parte, algunos autores y editores ponían un énfasis en exceso pretencioso en el didactismo científico, dando como resultado una ficción estilísticamente floja, deslavazada y marcada por un continuo deseo de provocar el asombro mediante la introducción de tecnología y entornos imposibles. Por otra, escritores que tejían relatos de aventuras planetarias o galácticas de corte romántico, cargados de tópicos y totalmente previsibles.
Había una tercera vía, pero exigía valentía y talento a partes iguales. Valentía para adentrarse en los terrenos menos transitados; y talento para violar las convenciones reinantes respecto a personajes y tramas aprovechando la libertad que a menudo dejaban las revistas pulp siempre y cuando el autor invocara imágenes de tecnología futurista. Stanley G.Weinbaum fue uno de ellos.
Katsuhiro Otomo es, sin lugar a dudas, uno de los grandes maestros del anime o cine de animación japonés. Su reputación se la debe a "Akira" (1988), película que él mismo dirigió y escribió basándose en su propio manga. "Akira" es un espectáculo épico de destrucción masiva, un continuo y acusado contraste entre el detalle más insignificante y la panorámica más apabullante que ha influido a buena parte de la animación nipona hasta nuestros días. Muchos films han intentando rivalizar con la grandeza visual y conceptual de "Akira", pero pocos lo han conseguido.
Ni siquiera el propio Otomo pudo emularse a sí mismo. En los diecisiete años que transcurrieron entre "Akira" y "Steamboy", Otomo hizo tan sólo una película y pico (el film de acción real "World Apartment Horror" -1991- y un segmento de la antología "Memorias" -1995-). Su nombre apareció también vinculado a otros proyectos: comenzó la producción de "Roujin Z" (1991) pero la abandonó a mitad; escribió el guión de "Metrópolis" (2001) y participó bajo los nebulosos epígrafes de "asesor" o "supervisor" en "Perfect Blue" (1998) o "Spriggan" (1998). Por eso su regreso a la dirección de anime con "Steamboy" despertó tanta expectación, especialmente dada la envergadura de la producción, que se prolongó diez años. Sus 22 millones de dólares de presupuesto la convirtieron en el anime más caro de la historia.
No resulta fácil encontrar ciencia ficción gráfica de calidad realizada expresamente para un público infantil. La desaparición de las antiguas revistas de comic (Mortadelo, Pulgarcito, TBO, Don Miki, Super Guay, Fueraborda…) dejó vacío ese nicho de mercado. Ello influyó negativamente en la captación de nuevos lectores, que se veían obligados, bien a saltar directamente de los cuentos infantiles a los superhéroes, bien a realizar un esfuerzo económico y comprar los álbumes de comic europeo (Asterix, Blueberry, Tintín…).
“Las Aventuras de Ton y Mirka” es un excelente ejemplo de lo que debería ser un comic de ciencia ficción para esa franja de edad entre los siete y los catorce años.
A comienzos de la década de los setenta, Hollywood atravesaba un periodo de cambios. El mundo que le rodeaba y al que debía dirigirse para recibir su inspiración, ya no era el mismo de hacía unos años. La ciencia ficción en particular, había demostrado hacía poco que también en su vertiente cinematográfica era muy capaz de abordar temas adultos y triunfar económicamente con películas como “2001 una odisea del Espacio”, “El Planeta de los Simios” o “La Amenaza de Andrómeda”.
Pero es que, además, la industria se había visto obligada a evolucionar. Desde los años veinte, los grandes estudios de Hollywood habían poseído, además, cadenas de cines, ejerciendo un control absoluto sobre todo el producto. Pero a consecuencia de la ley antimonopolio y, en concreto, el caso de Estados Unidos contra Paramount fallado por el Tribunal Supremo en 1948, esos estudios se vieron obligados a desprenderse de las salas de exhibición. Fue el comienzo del fin de la edad dorada de Hollywood.