viernes, 31 de agosto de 2012

1929-LA MUJER EN LA LUNA - Fritz Lang




Para los enamorados del cine de ciencia-ficción, el estudio de la historia primitiva de estas películas se encuentra limitado a una escasa lista de "clásicos" y, si se es más ambicioso o completista, un puñado de rarezas dispersas de más difícil acceso. Naturalmente, de entre todos aquellos tempranos films mudos destacan "Viaje a la Luna" (1902), de Georges Mèliés y "Metrópolis" (1927) de Fritz Lang, dos títulos de obligado visionado.

¿Y después? Algunos incluyen "El Gabinete del Doctor Caligari" (1919), de Robert Wiene, si bien esta cinta expresionista responde más a las directrices del terror psicológico que a las de ciencia-ficción; "Aelita" (1924), una comedia soviética sobre una expedición a Marte; "El Mundo Perdido" (1925) con los magníficos efectos visuales de Willis O´Brien, algunas otras películas de menor entidad aquí y allá...y ya está. La mayoría de lo que sabemos sobre las películas de CF de la época muda proviene de textos sobre ellas más que de las propias cintas, y ello es en buena medida debido a que, sencillamente, muchas se han perdido. Las que han sobrevivido se guardan en archivos y raramente se exhiben públicamente. Los coleccionistas las elogian y tratan de hacerse con una copia pero el espectador corriente nunca las verá en las salas de cine o en los canales de televisión. Es una pena, pero también es inevitable y comprensible. Al fin y al cabo, los lectores de ciencia-ficción tampoco claman al cielo exigiendo la reedición de olvidados relatos publicados en las revistas pulp de los años veinte. Sin duda hay pequeñas joyas escondidas entre ellos, pero en su mayor parte es un material de mediocre calidad que a nadie interesa recuperar con excepción de los incondicionales, historiadores y críticos.

Y, sin embargo, de vez en cuando, por alguna razón, se hace necesario revisar algunas de aquellas viejas glorias. Porque algo que en su época parecía ordinario o poco digno de destacarse, para una generación posterior puede ser motivo de diversión, curiosidad o estudio. Es el caso que ahora nos ocupa, "La Mujer en la Luna", un relato épico al que durante décadas apenas se le prestó atención.

El realizador Fritz Lang estaba a finales de los años veinte en la cúspide de su carrera. Tras finalizar "Metrópolis" en 1927 y "Espías" en 1928 -siendo esta última la precursora cinematográfica de las películas de superagentes secretos como James Bond-, fundó su propia productora, la Fritz Lang Gesellschaft, bajo cuyo sello acometería su siguiente proyecto, de nuevo con guión de su esposa, Thea von Harbou: "La Mujer en la Luna". Fue ésta su despedida del cine mudo porque su siguiente cinta ya pertenece a la época del sonoro: "M", un thriller protagonizado por Peter Lorre en el papel de un pederasta perseguido tanto por la policía como por el hampa criminal.

Si se revisa la mayor parte de los textos que han comentado "La Mujer en la Luna", la conclusión a la que se llega no anima precisamente a ver la película. Se la califica con adjetivos como "aburrida", "tonta", "larga" o "lenta", portadora de sólo un puñado de elementos dignos de reseña y no particularmente recomendable. El film está disponible en DVD -se han hecho montajes que oscilan entre los 90 y los 150 minutos- pero con semejantes comentarios, ¿para qué molestarse?

¿Y entonces? ¿Para qué dedicarle un artículo? ¿Se trata de una obra maestra incomprendida e injustamente olvidada? No, no lo es. Y hasta cierto punto, las críticas que se le hacen no carecen de fundamento. Pero sí es mejor de lo que podría esperarse dada su pobre reputación: una interesante mezcla de predicciones científicas y melodrama aderezado por unos efectos especiales de primer orden. Por supuesto, comete errores científicos de bulto, pero sólo aquellos que no entienden el auténtico espíritu de la ciencia-ficción le dan importancia a la capacidad predictiva del género.

La historia comienza con el pro
fesor Georg Manfeldt (Klaus Pohl), un famoso astrónomo, presentando sus teorías ante un foro de académicos. Su tesis de que la Luna es rica en oro es recibida con risas y burlas. Manfeldt había esperado un debate, una discrepancia intelectual, pero no semejante humillación. "Caballeros, la risa es el argumento de los idiotas ante toda nueva idea", les dice. Pero no sirve de nada. Su carrera está acabada.

Tiempo después, Manfeldt encuentra la oportunidad de demostrar sus afirmaciones. El ingeniero Wolf Helius (Willy Fritsch) y su socio Hans Windegger (Gustav von Wangenheim) están planeando la construcción de su propio cohete a la Luna. Un misterioso Comité Financiero ve con preocupación el proyecto: si efectivamente se descubriera oro en la Luna, sus intereses comerciales se verían en peligro. Para asegurarse una posición de privilegio contratan a un maleante, Walt Turner (Fritz Rasp) que utilizando el chantaje se asegura un puesto en la misión. Al
grupo se une también la bella Friede Velten (Gerda Maurus) centro de un triángulo sentimental cuyos otros vértices son su enamorado Helius y su prometido Windegger. En una entrada anterior, reseñamos brevemente la figura de Thea von Harbou destacando sus iniciativas en el campo del feminismo, ideas que aquí hallan clara expresión: en una escena en la que Helius le pide a la muchacha que abandone la misión. "¿Me estás diciendo que las mujeres no somos lo suficientemente valientes para esta aventura?", replica Friede indignada. Helius, aunque con reservas, rectifica. En el mundo real habrían de transcurrir aún más de cincuenta años antes de que una mujer saliera al espacio.

Las críticas que la película ha recibido por su lentitud provienen principalmente de esta primera parte. Hora y media de prolijo melodrama e intrigas amorosas y empresariales que quizá en la época gozaran del aprecio del público, pero que hoy se resienten del paso del tiempo. Sin embargo, para los fans de las aventuras espaciales esta sección de la historia contiene pasajes fascinantes porque muchas de las cosas que nos muestran, hoy procedimientos bien conocidos en la astronáutica, supusieron auténticas novedades.

Por ejemplo, un cohete -con la clásica forma acigarrada con aletas y de color plateado- había sido enviado previamente en misión exploratoria sin tripulantes, fotografiando desde la Tierra su impacto sobre la superficie lunar. Tras esta sonda, un nuevo cohete de mayores dimensiones -bautizado Friede- se equipa para un viaje tripulado. Por medio de escenas animadas se nos muestra el plan de vuelo, unas imágenes que ahora nos resultan tremendamente familiares tras las misiones Apollo de la NASA. El cohete multietapa se sustrae a la gravedad terrestre gracias a una gran aceleración antes de desprenderse de varios módulos e iniciar una trayectoria en forma de ocho que les llevará alrededor de la Luna y de vuelta a la Tierra. ¿De dónde sacó Lang estas ideas? Al fin y al cabo Thea von Harbou no era una experta en cohetes o balística. Había que preguntar a quien sí lo era y Lang los buscó: Willy Ley y Hermann Oberth. Y aquí es donde ciencia y ciencia-ficción, una vez más, entrelazan sus caminos, una encrucijada en la que merece la pena detenerse un momento.

Robert Goddard es hoy el símbolo del deseo americano de conquista el espacio. A pesar de sufrir
durante décadas burlas y humillaciones, nunca abandonó su sueño y en un frío 16 de marzo de 1926, en Nueva Inglaterra, contempló cómo su primer cohete con combustible líquido, bautizado Nell, abandonaba la estructura de lanzamiento y se alzaba apenas quince metros en un vuelo de 2.5 segundos para terminar estrellándose entre las coles de la tía Effie. Pero el simple hecho de que Nell hubiera roto las cadenas de la Tierra durante un momento alentó las esperanzas de una nación. Goddard había demostrado su tesis: en lugar de utilizarse para conseguir una explosión devastadora, el propelente líquido podía servir de combustible eficiente para un cohete destinado a escapar al espacio.

Sin embargo, el entusiasmo y energía de Goddard no provenía de los arcanos números y diagramas de la Ciencia. Al contrario, este pionero del vuelo espacial afirmó que su musa fue la ciencia-ficción. En una carta que envió a H.G.Wells escribió: "En 1898 leí "La Guerra de los Mundos". Tenía dieciséis años y sus nuevos puntos de vista sobre las aplicaciones científicas así como su inspirador realismo me causaron una honda impresión. El hechizo se completó alrededor de un año más tarde y entonces decidí que lo que conservadoramente puede ser definido como "investigación de las grandes alturas" era el problema más fascinante de todos".

La inspiración recibida de uno de los más importantes autores de ciencia-ficción era algo que Goddard compartía con otro pionero del espacio, en este caso alemán: Hermann Oberth. Su interés por la astronáutica despertó a la edad de once años gracias a una novela de Julio Verne, "De la Tierra a la Luna", libro que afirmó haber leído tantas veces que llegó a sabérselo de memoria. Su novedosa tesis doctoral de 1922, en la que detallaba un cohete impulsado por propelente líquido, fue rechazada por su escasa ortodoxia. Lejos de abandonar sus ideas, Oberth publicó -corriendo él con los gastos de edición-"Die Rakete zu den Planetenrâumen" (“El cohete en el espacio interplanetario"), obra que recibió grandes alabanzas internacionales y que sirvió a su vez para inspirar a muchos otros. Entre ellos, Wernher von Braun.

Figura polémica como la que más, von Braun fue el principal experto del programa nazi y
responsable técnico de las V2, los primeros misiles de larga distancia. Tras la Segunda Guerra Mundial, Von Braun recibió la ciudadanía estadounidense con el fin de integrarlo en el programa espacial de ese país, y ello a pesar de las voces que se alzaban denunciando su antiguo cargo de oficial de las SS y la utilización de mano de obra esclava en sus instalaciones, una política que causó más muertos en la construcción de las V2 que como consecuencia de su explosión en Inglaterra. Casi exactamente 25 años después de abandonar Alemania, uno de los vehículos diseñados por él, el Apollo 11, despegó hacia la Luna impulsado por el poderoso cohete Saturno V. Raras veces en la historia de los logros humanos se han alcanzado tan grandes metas a través de medios tan éticamente cuestionables.

Volviendo a nuestra película, "La Mujer en la Luna" sirvió de demostración de que la investigación en cohetes siempre ha causado víctimas. Como hemos dicho, Hermann Oberth y su entonces pupilo von Braun trabajaron como asesores técnicos para el film. Durante la construcción de un cohete real destinado a lanzarse como parte de la campaña publicitaria de la película, un accidente arrebató a Oberth la visión de su ojo izquierdo. El que tanto Oberth como von Braun tuvieran contactos con la industria cinematográfica no debe sorprendernos. El cine gozaba del mismo nivel de innovación y entusiasmo que el que ellos mismos volcaban en sus investigaciones científicas. Desde sus comienzos, las películas de ciencia ficción habían recurrido a la aplicación práctica de la ciencia para crear ilusiones y maravillas visuales que sorprendieran al público.

El traslado sobre orugas del cohete que aparece en la película hasta su lugar de lanzamiento sería una
imagen que décadas más tarde se haría familiar para los telespectadores pendientes de las misiones Apollo -en cambio, su inmersión en una piscina debido, nos dicen, a los delicados materiales con los que está construido, resulta algo incomprensible-. Y entonces, antes del lanzamiento, llega uno de los momentos clave de la película. En "La Mujer en la Luna" podemos ver -no escuchar, puesto que es una cinta muda- la secuencia de cartelas que constituye la primera cuenta atrás en el lanzamiento de un cohete. Y aunque parezca sorprendente, no solamente la primera cuenta atrás cinematográfica, sino la primera cuenta atrás de la historia. Willy Ley recordaría años más tarde en su libro "Cohetes, Misiles y Hombres en el Espacio" lo mucho que se sorprendió al ver la secuencia. Llamó a Lang y le preguntó si había tomado la idea de los años que pasó como soldado en la Primera Guerra Mundial, pero el director le dijo que no, que era algo que había inventado con el único fin de añadir dramatismo y tensión a la escena. No podía imaginar el cineasta la influencia que tendría tal innovación no sólo en la astronáutica, sino en otros muchos ámbitos de la vida cotidiana actual. Y, sin embargo, habrían de pasar 21 años hasta que los espectadores contemplaran -esta vez ya con sonido- una cuenta atrás por segunda vez (en "Con Destino a la Luna" (1950)

Pocos años después, como el propio Lang, Willy Ley acabaría exiliándose de la Alemania nazi. Oberth trabajaría para el programa de cohetes de Hitler, pero tras la guerra, también como Lang, terminó en Hollywood como asesor técnico para "Con Destino a La Luna". Sea como fuere, el asesoramiento técnico de ambos científicos fue de tal calidad que años más tarde Hitler ordenó la retirada de circulación de las copias de la película así como la destrucción de sus modelos y maquetas. ¿El motivo? Sus imágenes revelaban demasiado acerca de la tecnología del programa de cohetes que los nazis habían puesto en marcha bajo la dirección de von Braun -quien, recordemos, había servido de ayudante de Oberth como asesor en la película-.

Mientras tanto, tras el lanzamiento, los protagonistas se ven sometidos al trauma de la aceleración (a
la que se refieren como "ocho minutos críticos de aceleración que pueden ser mortales"). Helius desconecta los motores a tiempo, pero los astronautas pierden el conocimiento durante horas. Cuando despiertan, descubren un polizonte, el joven Gustav (Gustl Stark-Gstettenbaur), escondido en uno de los trajes espaciales. Gustav afirma que ha "estudiado el problema de la Luna muy detenidamente" y desea participar en la expedición. Para demostrarlo, abre su bolsa y saca sus materiales de investigación: un puñado de revistas pulp. Podemos ver un "vampiro lunar" en una de ellas, y una vaca gigante persiguiendo a un hombre en otra. Una bella alegoría del entusiasmo por la aventura espacial que todo adolescente fascinado por la ciencia-ficción ha sentido alguna vez.

La nave sigue su curso y el paisaje que se abre más allá de las ventanillas asombra a los espectadores tanto como a los personajes. Mientras el cohete entra en órbita lunar, pueden distinguir claramente la detallada superficie y sus característicos cráteres. En la distancia se ve la Tierra destacada contra un fondo de estrellas. Hasta el estreno de "Con Destino a la Luna", más de dos décadas después, el viaje espacial no se abordaría con semejante grado de verismo y emoción a partes iguales.

Además de la cuenta atrás, el combustible líquido y el cohete por fases, "La Mujer en la Luna" contemplaba también la gravedad cero. ¡En cuántas películas y documentales hemos visto a los astronautas flotar ingrávidos en sus naves! Nos parece algo sorprendente, pero natural, incluso cotidiano, en el ámbito de la vida de ese puñado de profesionales del espacio. Pero el espectador de los años veinte forzosamente debía de recibir una impresión muy diferente al ver, por ejemplo, cómo Gustav rebotaba hacia arriba atravesando una escotilla sin utilizar la escalera; o cómo Friede trataba de servirse algo de agua sin que saliera líquido de la botella; su prometido la agita para que algunos glóbulos de agua salgan flotando (efecto conseguido gracias a la animación) y él los pueda recoger en un vaso.

Una vez en la Luna, la película abandona totalmente su enfoque realista para pasar al campo de la
fantasía con atrevidos toques de lirismo. Primero, Manfeldt comprueba la "atmósfera" lunar encendiendo cerillas para a continuación quitarse el casco y encontrar que el aire es respirable. Así que todos los tripulantes se ponen su ropa ordinaria y comienzan a pasearse por la superficie sin que la gravedad parezca diferir en absoluto de la terrestre.

El asunto del oro lunar pasa a ocupar el centro de la acción, con Turner tratando de eliminar a quienquiera que se interponga entre él y las riquezas que ha sido enviado a reclamar en nombre de sus amos. Para cuando el propio Turner muere víctima de su codicia, la nave ha perdido la mitad de sus reservas de oxígeno y ya no es capaz de regresar a la Tierra con los tripulantes supervivientes. Otra vez hemos de mencionar aquí a "Con Destino a la Luna" (1950), porque también en esa película se construía el clímax alrededor del insuficiente oxígeno en la nave. Ésta no puede llevar a todo el mundo de vuelta, así que alguien debe quedarse atrás. No voy a revelar aquí cómo se resuelve la situación, pero sí diré que la solución de Lang es bastante menos sentimental que la que adoptaría George Pal veinte años después.

"La Mujer en la Luna" es un buen ejemplo de la creciente brecha que iba abriéndose entre la ciencia-ficción norteamericana y la europea -brecha que no se limitó al cine y que es fácilmente identificable también en la literatura y, más adelante, el cómic-. Mientras que en Estados Unidos escritores y cineastas acogieron con entusiasmo la vertiente más lúdica del género cuyas directrices temáticas se extraían directamente de las publicaciones pulp especializadas en la época (space opera, héroes científicos, damas en apuros, villanos recurrentes, tecnología deslumbrante, aventuras trepidantes y una base ética monolítica y maniquea), en Europa se exploraron otros caminos temáticos más comprometidos formal y conceptualmente. Fritz Lang exploró dos de ellas: la distopia de Metrópolis y la aventura espacial con rigor científico de "La Mujer en la Luna".

Ciertamente, los guiones de Thea von Harbou contenían ideas y reflexiones interesantes, pero eran
demasiado irregulares, cayendo a menudo en absurdos y contradicciones. Fue necesario el talento visual y nervio narrativo de su marido para extraer de ellos lo que con el tiempo se convertirían en clásicos. Aunque "Metrópolis" es sin duda una película mejor y más revolucionaria en su aspecto visual, también se ajusta más al modelo de parábola distópica con robot y científico loco incluidos. Los aficionados a la ciencia-ficción no tenemos ningún problema en considerarla parte del canon, pero es más una advertencia que una especulación. En "La Mujer en la Luna" Lang, Thea y sus colaboradores trataron de emocionar e inspirar a su público mostrándoles el viaje a nuestro satélite como una posibilidad real, presentando la aventura como algo plausible -al menos hasta llegar a la Luna-. Algunos críticos la excluyen del género argumentando que los elementos melodramáticos pesan más que los especulativos; y otros, sencillamente, o no la han visto o lo hicieron hace muchos años y se limitan a repetir lo que otros escribieron antes que ellos: larga, aburrida, tonta... poco recomendable en definitiva.

Pero, de hecho, "La Mujer en la Luna" sí merece la pena. Y también un justo reconocimiento como la primera película de ciencia-ficción que abordó el viaje espacial de forma seria, adoptando ideas y soluciones que la auténtica exploración del espacio no aplicaría hasta muchos años después.

martes, 28 de agosto de 2012

1987-DEPREDADOR - John McTiernan


 



Podría fácilmente pensarse que "Depredador" fue un hijo bastardo del éxito arrollador de dos películas anteriores y muy recientes, "Aliens" (1986) y "Rambo" (1985), y en la que se intentaba combinar el tópico de curtidos comandos en misión suicida con el subgénero de monstruo alienígena. Si echamos un vistazo al resumen del argumento, entenderemos por qué.

La película se abre con una nave alienígena entrando en la atmósfera terrestre. En las junglas de Centroamérica, una unidad de las fuerzas especiales liderada por el Mayor Alan "Dutch" Schaefer (Arnold Schwarzenegger) se interna en el país ficticio de Valverde para rescatar a un miembro del gabinete presidencial que ha sido secuestrado por unos insurgentes. Ayudado por el agente de la CIA George Dillon (Carl Weathers), Dutch y su equipo descubren los cuerpos despellejados de los componentes de otra unidad de comandos cerca de un campamento rebelde. Destruyen las instalaciones de los guerrilleros pero Dutch descubre que Dillon le ha mentido y que la verdadera misión había consistido desde el principio en liquidar a los revolucionarios. Lo que ninguno de ellos sabe es que están siendo seguidos por el alien camaleónico cuya nave vimos al principio y que, aunque nunca se llega a aclarar del todo, parece estar en nuestro planeta con la intención de cazar la presa más exótica: el ser humano. Poco a poco, en una huida desesperada a través de la asfixiante selva, los soldados son abatidos hasta que sólo Dutch queda en pie para enfrentarse a la criatura. Para vencerla, paradójicamente, deberá revertir a un estado primitivo y prescindir de cualquier tecnología avanzada.

Que el estudio quisiera explotar el filón de las películas mencionadas más arriba no creo que ofrezca ninguna duda. Pero en realidad la historia que eligieron para ello no es un pastiche elaborado a toda prisa por algún guionista mediocre. Todo lo contrario, su origen se remonta a una fecha tan temprana como 1924, año en el que Richard Connell publicó un relato corto titulado "The Most Dangerous Game", en el que un hombre atrapado en una isla se ve obligado a confiar tan sólo en su ingenio y sus manos para sobrevivir a la persecución mortal a la que le somete un aristócrata ruso para quien la caza del hombre es el deporte supremo. Esta interesante premisa ha sido filmada (oficialmente o no) en multitud de ocasiones desde los años treinta con diferentes títulos, equipos creativos y resultados. En esta ocasión, los guionistas - los hermanos Jim y John Thomas, noveles en el oficio- transformaron al cazador en un impresionante alienígena modelado por Stan Winston (y con claras semejanzas con el Alien de Giger), pero en el fondo la historia es la misma.

Puede que sea imposible sufrir una intoxicación de testosterona sólo por tocar un DVD de "Predator", pero aún así es más prudente llevar guantes. Como solía ser habitual en los films de acción de aquellos años, éste queda dominado por los músculos, en esta ocasión los de Arnold Schwarnegger, que entonces se hallaba en la cúspide de su carrera. Se prefirió dejar de lado los personajes y cualquier pretensión de mensaje mínimamente profundo para concentrarse en la acción. El propio director afirmó entonces que su intención era filmar una película “palomitera” [sic] al estilo de los viejos tiempos pero centrado en el género con el que se sentía más a gusto: el suspense.

El argumento es sencillo, lineal y sin complicaciones de ningún tipo. Además, por entonces Schwarzenegger exigía siempre modificar el guión para añadir breves y contundentes frases que le hicieran pasar bien por un tipo gracioso o bien por un “duro” (la sentencia "Si sangra, podemos matarlo", es uno de los ejemplos presentes en esta película). El espíritu último del film queda simbólicamente representado en una de sus escenas iniciales, cuando Arnold Schwarzenegger y Carl
Weathers, viejos conocidos en la ficción, se encuentran y entrechocan con fuerza sus manos, enzarzándose en un pulso: la cámara se dirige no tanto a sus caras como a sus abultados y tensos músculos. McTiernan deja claro que está haciendo un film de machotes para machotes además de incluir una reflexión quizá inconsciente de que el motor de la narración va a descansar en la exhibición física más que en un complejo choque de personalidades. Para recordárnoslo en todo momento, la banda sonora de Alan Silvestri está construida alrededor de una machacona y nada sutil música marcial soberbia para exaltar el fuego guerrero.

Dicho esto, "Predator" no necesita de un argumento más elaborado para funcionar como película de acción. Es más, como en la secuela de “Alien” dirigida por James Cameron el año anterior, McTiernan triunfa gracias a un efectivo montaje en el que la tensión va creciendo cada vez más al tiempo que se suceden escenas de acción tan intensas y bien ejecutadas que uno puede olvidarse del escaso argumento y, simplemente, disfrutar. La última media hora del film se centra exclusivamente en el enfrentamiento final de Dutch y el alienígena, desafío que el director resuelve a la perfección sin dejar que el espectador se aburra ni un minuto aun cuando apenas se pronuncie una sola palabra.

Las apariciones del Predator (encarnado por el gigante Kevin Peter Hall tras la renuncia de
Jean-Claude Van Damme tras sólo dos días de rodaje) están bien dosificadas, su aspecto es lo suficientemente repulsivo como para provocar sorpresa y ganas de que Schwarzenegger le acabe aplastando la cabeza, y su camuflaje digital, armadura de guerrero y visión térmica funcionan perfectamente como gadgets tecnológicos extraterrestres.

Los combates están aderezados con la cantidad precisa de pirotecnia y pistolones del tamaño de monovolúmenes y las maniobras y movimientos militares dirigidos con estilo y verosimilitud gracias al asesoramiento de un especialista de las fuerzas especiales (uno de los actores, Jesse Ventura, era Navy Seal).

Filmado en las selvas tropicales mexicanas, fue un rodaje duro y exigente para los actores y el equipo de rodaje (calor y humedad, relieve accidentado, insectos), pero los resultados merecieron la pena. McTiernan supo utilizar la inmensa espesura verde para igualar la sensación de claustrofobia, opresión y aislamiento que transmitían los corredores y bodegas del "Nostromo" de "Alien" (1979). Más aún, la selva fue sólo uno de los elementos que hacían de "Depredador" la primera película que fundía la ciencia-ficción con un típico escenario de la guerra de Vietnam: unos soldados empapados en sudor, perdidos en una muralla verde impenetrable tras la que acecha un enemigo capaz de camuflarse hasta hacerse invisible y que somete a los impotentes norteamericanos a una lenta tortura física y psicológica.

“Depredador” fue un éxito en taquilla y ha disfrutado siempre de una saludable vida en el ámbito del vídeo primero y del DVD más tarde. Su buen resultado se extendió a otros ámbitos más allá del mero rendimiento económico. Ayudó a popularizar la moda de las películas ultraviolentas y empapadas de
adrenalina que saturaron las pantallas en los años ochenta -otros ejemplos dentro del ámbito de la CF fueron "Terminator" (1984) o "RoboCop" (1987)-. No sólo eso, sino que "Depredador" cimentó la fructífera relación de Schwarzenegger con la ciencia ficción, relación que había comenzado con el mencionado "Terminator" y que continuaría con "Desafío Total" (1990) y dos secuelas del robot futurista (1991, 2003). Y también sirvió de excelente carta de presentación para John Mctiernan (que sólo había firmado un film anterior, "Nomads" (1986)): un año después se encargaría de "La Jungla de Cristal", una de las películas de acción más importantes de la década, seguida poco después por "La Caza del Octubre Rojo" (1990).

La película resultó ser también el punto de partida de una rentable franquicia para el estudio,
generando dos secuelas cinematográficas. "Depredador 2" (1990), protagonizada por Danny Glover, se ambientaba en la jungla urbana de Los Ángeles. Glover interpretaba a un policía que se da cuenta de que el responsable de la cadena de sangrientas muertes es un alienígena, enzarzándose en una guerra de ingenio con la criatura que termina, de forma tan inverosímil como la primera parte, con la derrota de ésta. Lo único que merece la pena destacarse es que su director, Stephen Hopkins, se tomó la molestia de distanciarse algo de la acción principal para parodiar a los medios de comunicación norteamericanos. Por su parte, la reciente "Depredadores" (2010), con Adrien Brody y Laurence Fishburne, retomaba la premisa inicial de un grupo de soldados de élite atrapados en una jungla para ser cazados por los alienígenas, resolviendo la cuestión de un modo correcto aunque predecible.

En otro ámbito, en 1989 Dark Horse Comics lanzaba una miniserie en la que los Predators se
enfrentaban a los Aliens. Con el tiempo, los cazadores alienígenas acabarían compartiendo viñetas con casi todo el mundo, desde el Juez Dredd hasta Batman pasando por los X-Men. Durante años, hubo rumores acerca de guiones para un enfrentamiento cinematográfico entre los monstruos de Giger y la criatura de Stan Winston. Hasta que, por fin, en 2004, se estrenó la decepcionante "AVP: Alien vs Predator" que, sin embargo, obtuvo suficiente aceptación como para propiciar una secuela, "AVPR: Aliens vs Predator–Requiem" (2007).

Puede que la interesante premisa inicial de "Depredador" se diluya hasta convertirse en una aventura predecible y vulgar, pero McTiernan hizo de necesidad virtud y de un guión banal, sin personajes ni mensaje, se quedó con lo único que tenía, la acción, dirigiéndola con pulso, suspense y ritmo. El resultado: una de las mejores películas de acción/ciencia ficción de la década.

sábado, 25 de agosto de 2012

1989-ANGEL STATION . Walter Jon Williams




Dos jóvenes hermanos, Ubu Roy y Bella María, son propietarios de una vetusta nave espacial de transporte, la "Runaway", que se mueve en los estrechos márgenes comerciales y las cada vez más reducidas zonas que las grandes compañías comerciales dejan a los operadores independientes. A ambos se les están acabando la suerte y el dinero y la desesperación les empuja a tomar decisiones arriesgadas que les endeudan hasta el punto de poder perder su nave. Un intento de aprovechar los poderes psíquicos de María en un casino termina con su arresto. Consiguen escapar, pero, convertidos en fugitivos, sus opciones se reducen y deberán utilizar todos sus recursos para sobrevivir a una aventura repleta de intrigas de corte económico, traiciones, secretos y encuentros con alienígenas.

Walter Jon Williams es un artesano de la ciencia ficción, uno de esos autores que no ha destacado de forma especial por nada, que ha visitado diversos subgéneros, desde la ciencia-ficción bélica hasta la historia alternativa pasando por incursiones en franquicias como la de Star Wars sin hacer méritos para aspirar a un reconocimiento universal. Pero, al mismo tiempo, su bibliografía cuenta con una serie de obras de factura correcta y lectura entretenida.

En esta ocasión y al igual que en otros de sus libros, recubre la historia de un inconfundible aire ciberpunk, especialmente en lo que se refiere a su descripción de El Borde, una zona de bares y hoteles cutres, casinos y locales de entretenimiento de dudosa reputación que funciona como punto de encuentro para los pilotos independientes. El Borde se está haciendo cada vez más pequeño a medida que las multinacionales acaparan todo el mercado y el espacio de operaciones que queda disponible para los pilotos independientes disminuye más y más. De acuerdo con las directrices ciberpunk, en el Borde hay prostitución y sexo barato, zonas oscuras, delincuentes y criminales y la presencia invisible pero palpable de las grandes corporaciones. Las drogas son legales, están fácilmente disponibles y se utilizan para multitud de propósitos aparte de los, digamos, "recreacionales". En concreto, se consumen con el fin de modificar y afinar las funciones cerebrales aumentando ciertos aspectos de la inteligencia, la concentración o la capacidad de aprendizaje. Por supuesto, también hay computadoras, aunque son claramente deudoras de sus antepasadas ochenteras y hoy resultan poco plausibles.

El Borde no es sólo un mero decorado que añada una nota de color -negro- al relato, sino
que funciona como símbolo de todo un modo de vida, el que Ubu y María están a punto de perder. Fuera del Borde no hay muchos otros lugares a donde ellos puedan ir. Un mal paso, una misión que se tuerza y su independencia se esfumará: habrán de depender de las megacorporaciones o, peor aún, resignarse a la dura vida en la superficie de algún planeta.

Los personajes principales son ciertamente peculiares: dos preadolescentes dotados, gracias a la ingeniería genética, de unos poderes muy especiales: Ubu cuenta con una memoria perfecta además de cuatro brazos y su hermana María es capaz de manipular los flujos de electrones, por lo que no sólo puede interferir en el funcionamiento de las computadoras sino pilotar su astronave aprovechando las singularidades para internarse en el espacio profundo.

Son dos seres formidables, pero no debemos dejarnos engañar por sus cuerpos maduros, capacidades y conocimientos (y las dosis de sexo y drogas que consumen con liberalidad): sólo tienen once y trece años y su lucidez emocional es la propia de esa edad. Ello les lleva a tomar continuamente torpes decisiones nacidas del abismo que en su caso media entre conocimiento y experiencia. En los seres humanos, esa brecha suele permanecer dentro de límites lógicos y regulares a medida que el individuo crece y madura. Pero imaginemos el caso de unos adolescentes para los que esa brecha sea inmensa. ¿Cómo se comportarían al pretender aplicar sus conocimientos sin contar con la experiencia necesaria?

El resultado sería el mismo que asimilar perfectamente un manual de arquitectura y tratar de construir un edificio a continuación, o memorizar cada palabra de un libro de de cirugía y realizar acto seguido una operación a corazón abierto. Es por eso que Ubu y María no parecen completamente humanos. A medida que la trama avanza, el primero va perdiendo progresivamente su humanidad mientras que su hermana la gana. Es también una alegoría de carácter satírico de esas fantasías adolescentes en las que el joven tiene superpoderes y se ve libre de la supervisión paternal para hacer lo que le venga en gana. A través de estos personajes, el autor nos alecciona que no es oro todo lo que reluce y que las cosas pueden torcerse muy fácilmente.

Tenemos también un pintoresco conjunto de alienígenas -representados por el general
Volitional Doce- que sirven para darnos un punto de vista "no humano" de nuestra imperfecta sociedad. Están bien diseñados, claramente extraterrestres pero no tanto como para resultar incomprensibles. Y una nave habitada por el fantasma holográfico del "padre" de los protagonistas, Pasco, que aparece cuando menos se lo espera con viejas y fragmentadas grabaciones con las que el lector aprende algo del contexto en el que se desarrolla la narración: Ubu y María fueron creados a partir de material genético disperso y revestidos con personalidades generadas por programas informáticos. Pasco murió víctima de una depresión, dejando a sus vástagos su vieja nave y abandonados a sus propios medios.

"Angel Station" es una aventura espacial que comienza como una space opera con toques ciberpunk, intenta convertirse en una novela de personajes y acaba siendo un thriller político con un primer contacto extraterrestre incluido. Aunque el libro nunca llega a encontrar realmente su centro, Walter Jon Williams nos ofrece una historia entretenida, dinámica, bien ambientada y con ideas interesantes. Y cada vez más extraño en los últimos tiempos: un libro independiente, que se puede disfrutar por sí sólo, sin secuelas, precuelas o universos expandidos que asimilar.

jueves, 23 de agosto de 2012

1928- ICTIANDRO - Alexander Beliaev

 No puedo evitar sentir una mezcla de admiración y lástima por los escritores rusos de ciencia-ficción. Lo han tenido todo en contra. Sus autores debieron superar el tradicional fatalismo de su pueblo, el acoso y persecución políticos, la incomprensión de sus compatriotas y, en las ocasiones más trágicas, historias personales cuyo dramatismo daría para escribir un libro. Hemos revisado aquí obras de autores como Konstantin Tsiolkovsky, Mijail Bulgakov o Yevgueni Zamiatin, nombres a los que ahora añado uno más, el de Alexander Beliaev.

Beliaev nació en 1884 en Smolensk en el seno de una familia religiosa. Su padre era sacerdote ortodoxo. Sus dos hermanos murieron muy jóvenes y Alexander se vio obligado a seguir los pasos de su progenitor aun cuando nunca había sido una persona espiritual. Su experiencia en el seminario no hizo sino empujarle al ateísmo y nunca llegó a tomar los votos, optando por estudiar derecho, profesión que desempeñó con brillantez. Sus prósperas finanzas le permitieron viajar por el mundo y dedicar cada vez más tiempo a la literatura, ocupación en la que se volcó por completo a partir de 1914. Las cosas parecían irle bien. Y entonces su vida se torció para no volver a enderezarse nunca más.

Al cumplir treinta años, Beliaev contrajo la tuberculosis. El tratamiento médico no funcionó y poco a poco la enfermedad aprovechó insidiosamente una antigua lesión. A los seis años, Alexander había querido volar, se lanzó desde el techo de su casa y se fracturó la espalda. La herida tuvo arreglo... o eso creyeron. Porque ahora la tuberculosis se extendió a su médula espinal, dejándole las piernas paralizadas. Hubo de guardar cama casi seis años -a los que más tarde habrían de sumarse diversos periodos de invalidez más breves-. Harta de cuidar a un paralítico constantemente aquejado de dolores, su mujer le abandonó. Con la sola ayuda de dos ancianas, su madre y una antigua aya, se trasladó a Yalta para tratar de encontrar una cura. Fue entonces, durante su convalecencia, cuando leyó las obras de Julio Verne, H.G.Wells y Konstantin Tsiolkovsky -todas ellas comentadas en este blog-, reuniendo inspiración para la carrera literaria que, tras una serie de eclécticos trabajos, retomaría ya en Moscú a partir de 1925.

En 1926 publicó un relato en una revista popular, "La cabeza del profesor Dowell", que se convirtió en un éxito inmediato. Pero fue "Ictiandro" su obra más conocida. En ella retoma el tema de la manipulación animal que Wells había presentado en "La isla del Doctor Moreau" fusionándolo con el de los humanos dotados de capacidades extraordinarias. En Buenos Aires, las aguas del Río de la Plata ocultan a un extraño ser que rasga las redes de los pescadores, cabalga a lomos de los delfines y aterroriza a los hombres con sus extraños lamentos. Eran los tiempos en los que la investigación submarina apenas había empezado a nacer como disciplina. No existían cámaras acuáticas, equipos de submarinismo con respiradores autónomos ni minisubmarinos. Los fondos marinos y sus criaturas continuaban siendo un misterio por lo que no puede extrañar que el temor supersticioso hubiera hecho presa de la gente. Un español, Zurita, decide sin embargo que merece la pena investigar el fenómeno en aras de obtener un beneficio económico, y aunque fracasa al intentar atrapar a la criatura, obtiene cierta información que le lleva a seguir otra pista.

Efectivamente, en una desierta zona de la costa cercana a la capital, el doctor Salvator vive recluido
tras los muros de una casa cuyas puertas sólo se abren para atender a sus pacientes indios. Éstos lo reverencian como a un Dios y a Zurita se le ocurre que puede existir alguna relación entre esa "divinidad" terrestre y el demonio marino. Contratando a un par indios araucanos, se pone manos a la obra para desvelar el enigma a bordo de su navío. La criatura marina resulta tener nombre, Ichtiandr; y un padre: el doctor Salvator. Éste, para salvar la vida de su hijo, lo sometió a una intervención quirúrgica en la que le injertó agallas de tiburón. El joven sobrevivió, sí, pero quedó para siempre marginado de la comunidad humana, viéndose confinado a la soledad en los océanos. Con un envoltorio de intriga y misterio el libro aborda temas interesantes, como las consecuencias de la aplicación de una ciencia insuficientemente comprendida, la responsabilidad del científico, las posibilidades de mejora biológica del ser humano y los problemas derivados de la pobreza en los países subdesarrollados.

El relato fue adaptado por el cine soviético con un gigantesco éxito en 1962, pero Beliaev ya no estaba allí para disfrutar de ello. A pesar de los buenos resultados que cosechó en el ámbito literario (llegó a vender más de un millón de ejemplares de sus cincuenta novelas si bien muy pocas de ellas han sido traducidas a otros idiomas), la vida siguió jugándole malas pasadas. En 1930, su hija pequeña murió de meningitis con seis años. Un año después se trasladó a Leningrado y fue en esa ciudad donde, imagino, tuvo una de las experiencias más satisfactorias de su difícil vida al tener la ocasión de conocer personalmente a H.G.Wells durante el viaje que éste hizo a la Unión Soviética en 1934.

La mala salud seguía acompañándole y hubo de someterse a más operaciones. Convaleciente tras una de ellas, no pudo ser evacuado cuando en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial los alemanes llegaron a Leningrado e iniciaron un larguísimo y cruel asedio a la ciudad. Beliaev murió de hambre en 1942, con el ejército de la Wehrmacht aún estrangulando a la antigua capital imperial. Su mujer y su hija fueron capturadas y llevadas a Polonia. Todavía hoy se ignora donde fue enterrado el escritor.

Sirva esta reseña para rendir homenaje a otro de esos nombres olvidados de la ciencia-ficción, alguien que sin duda mereció no sólo una vida y una muerte más dignas, sino un mayor reconocimiento por parte de críticos, estudiosos y aficionados.

martes, 21 de agosto de 2012

1983-STAR SLAMMERS - Walter Simonson




Tras cuatro décadas de carrera como autor de historietas, Walter Simonson es hoy toda una personalidad en el mundo del comic-book norteamericano. Aunque dedicado de forma casi exclusiva al ámbito de los superhéroes, ocasionalmente ha visitado otros géneros, especialmente el de la ciencia-ficción. De hecho, ése fue el campo a partir del cual comenzó a labrarse su reputación.
Nacido en 1946, se graduó en la Escuela de Diseño de Rhode Island en 1972 con un proyecto en forma de comic-book titulado The Star Slammers, el antepasado de la obra que ahora comentamos y que le sirvió de pasaporte de entrada para las grandes editoriales, DC y Marvel. Para ellas comenzaría dibujando series de ciencia-ficción como "Battlestar Galactica" o "Star Wars" además de "Twilight Zone" para Gold Key. Su talento obtuvo reconocimiento con el encargo que recibió para publicar en las páginas de "Heavy Metal" la adaptación en viñetas de la exitosa película "Alien".

Pasaron unos años antes de que Simonson regresara a la CF pura en la forma de space opera. Para entonces, a comienzos de los años ochenta, Marvel Comics trataba de abrir nuevos campos en el terreno del comic adulto mediante su sello Epic, permitiendo a sus autores no sólo desarrollar proyectos e ideas propios no necesariamente relacionados con el ya bien establecido Universo Marvel sino -e igualmente importante- conservar los derechos de sus obras. El sello Epic albergó en su seno una revista a todo color (Epic Illustrated), una línea de comic books y una colección de novelas gráficas. Fue para esta última que, en 1983, Walter Simonson recuperó sus antiguos personajes, los Star Slammers.

Éstos son unos mercenarios casi imbatibles que alquilan sus servicios al mejor postor con el fin de reunir fondos que permitan defender a su planeta de los Orianos, quienes solían cazarlos por deporte como si fueran animales hasta que uno de ellos, un político importante, Krellik, quedó lisiado a manos de un Slammer. Krellik juró venganza y manipuló a su pueblo para que le apoyara en sus intenciones genocidas.

Entretanto, Galarius, un científico oriano disidente arriesga su vida viajando al planeta de los futuros Slammers para aprender su cultura, integrarse con ellos y mostrarles el camino que deben seguir si quieren evitar la aniquilación: aprender a luchar y convertirse en los mejores y más temidos soldados de la galaxia además de desarrollar su habilidad natural para conectar telepáticamente sus mentes, lo que en una batalla les daría una ventaja extraordinaria.

Este es el contexto general. La historia propiamente dicha comienza con una "pequeña" escaramuza en la que intervienen los tres Slammers protagonistas de la novela gráfica, Esfera, Ethon y Jalaia. Involuntariamente, sus peripecias guiarán a los Orianos a su mundo, donde toda la población deberá luchar por sus vidas.

Como mencionaba al principio, Simonson es uno de los dibujantes más reputados en el ámbito del comic-book de superhéroes. Sus páginas y viñetas rebosan dinamismo, fuerza y personalidad y no tiene miedo a la hora de apartarse de la clásica monotonía narrativa de los comics de la generación anterior para adoptar soluciones modernas e impactantes. Su plasmación de la batalla espacial final, con la combinación y separación de viñetas de diferente tamaño para representar la conexión mental de los Slammers es brillante, como también la integración de los flashbacks y el uso de las onomatopeyas. Su trazo era uno de los más robustos y poderosos de la editorial en aquellos años, lo que lo hacía ideal para las historias épicas con grandes dosis de acción y grandiosidad. Y, a pesar de todo, su estilo no me parece el más adecuado para una historia de space opera como Star Slammers.

Porque gran parte del atractivo de una historia gráfica de ciencia-ficción reside en el asombro y la
fascinación que despierta en el lector el entorno que construye el dibujante: las naves y vehículos, las ciudades o civilizaciones futuristas o extraterrestres, el armamento, los paisajes cósmicos... Y todo lo que el dibujo de Simonson tiene de velocidad y energía le falta en detalle y diseño. Las astronaves y la tecnología son toscas, poco verosímiles y escasamente elegantes, los personajes principales no tienen un aspecto particularmente memorable y han envejecido mal con el tiempo, y los paisajes y localizaciones planetarias o espaciales carecen de definición. Entiéndaseme bien: Simonson no es un mal dibujante ni un mal narrador; simplemente y si he de juzgar por la presente obra, no considero su estética la idónea para este tipo de aventura, como tampoco creo que lo sea la de Frank Miller o Hugo Pratt (cierto es, sin embargo, que me hubiera gustado poder leer esta historia en blanco y negro. Quizá el color que le aplicó su esposa Louise Simonson tapara en exceso los méritos del dibujo)

En cuanto al argumento en sí, creo que presenta defectos y virtudes equivalentes a los del apartado gráfico. Es un relato de acción con un ritmo dinámico con el que resulta difícil aburrirse. Hay batallas, huidas, enfrentamientos dramáticos, sacrificio, muerte y redención... Los problemas surgen cuando uno se detiene a examinar con más atención los detalles... por la sencilla razón de que no los hay. Es una historia contada a base de rápidos brochazos alrededor de ideas y conceptos no del todo originales: el sufrido pueblo oprimido ansioso de libertad, los perversos y despiadados dominadores, los invencibles guerreros de cualidad casi mística, el anciano guía espiritual que pone a su joven discípulo en contacto con los poderes que esconde en su interior, la batalla desesperada contra un enemigo tecnológica y numéricamente superior... No es que en 1983 cualquier aficionado a la CF ya estuviera familiarizado con esos tópicos; es que son tan viejos como la leyenda de Moisés y la huída de Egipto. Lo que hace interesantes a estas historias que recurren a lugares comunes mil veces hollados son, precisamente, los matices, los detalles, la profundidad de los personajes que participan en la aventura y la personalidad del enfoque.

Y en "Star Slammers" hay pocos o ningún matiz: aparte de la necesidad de los Slammers de mantenerse ocultos, no sabemos nada de ellos, de su civilización, sociedad o cultura (de hecho, apenas conocemos a un puñado de ellos); primero se nos dice que su planeta era campo de caza de los orianos, luego que hay una invasión en ciernes desde hace años, pero no sabemos por qué se retrasa décadas y qué necesidad hay de capturar a un Slammer vivo para extraerle la información; los Orianos son todos malvados e insensibles y aparte de estar manipulados por la televisión poco más se nos cuenta; todo lo que de despreciable y perverso tiene ese pueblo se personaliza, sin fisura alguna, en el senador Krellik, un villano predecible, aburrido y tópicamente grandilocuente; de los tres personajes principales, sólo Ethon disfruta de algún desarrollo, pero su desaparición de la historia a mitad de narración -cuando el lector aún no ha tenido el tiempo suficiente para encariñarse con él y apenarse por su destino- deja cojo el reparto.

Simonson carece en esta obra de la sutileza necesaria para definir un personaje a través de un gesto, de una frase... y tampoco es que haya mucho tiempo para ello, la verdad; los Slammers parecen ser unos guerreros formidables pero aparte de su habilidad con la honda no sabemos cómo luchan porque sólo vemos el resultado de sus devastadoras acciones; y cuando el foco parece ampliarse, pasando de las aventuras de un equipo de tres mercenarios a la epopeya de todo un planeta levantado en armas contra su enemigo ancestral, la novela gráfica finaliza abruptamente dejando al lector pendiente de una necesaria continuación que nunca llegó.

Simonson introduce también comentarios críticos al poder de los medios de comunicación de masas y el lenguaje demagógico basado en el miedo de algunos políticos, pero su falta de sutileza y su supeditación a la pura acción impide que desempeñe satisfactoriamente su papel de denuncia social.

Puede que este comentario esté transmitiendo la idea de que "Star Slammers" es un mal comic de ciencia ficción. Yo no diría tanto. Es como si Simonson hubiera imaginado una historia demasiado grandiosa como para poder contarla en el espacio de una novela gráfica, limitándose a esbozarla a grandes rasgos y sin desplegar adecuadamente su universo futurista, tomándose su tiempo para situar la acción en un contexto más detallado. Como decía más arriba, el autor exhibe un estilo narrativo muy ágil que sumerge al lector en la acción y hace que pase página tras página hasta la viñeta final. Mientras no se detenga a pensar sobre lo que ha leído, la impresión que se llevará será probablemente la de un prólogo de una aventura mayor, un prefacio dinámico con personajes de gran potencial y al que uno estaría dispuesto a dar una segunda oportunidad en caso de existir una segunda parte.

Simonson continuó en Marvel perfeccionando su poderoso trazo y responsabilizándose sobre todo de una prolongada etapa en Thor que se considera una de las mejores de la historia del personaje y de la década de los ochenta en todo el catálogo de la editorial. Sin embargo, los Star Slammers eran unos personajes muy queridos para él y siempre deseó volver a ellos aunque pasaban los años sin presentársele la oportunidad.

Hasta que a mediados de los noventa aprovechó el gran trasvase de autores entre compañías, consecuencia del nacimiento y auge de multitud de editoriales independientes. En su caso fue Malibú, una compañía de California fundada a mediados de los ochenta que, tras servir de plataforma de lanzamiento para los primeros títulos de Image Comics a comienzos de los noventa, trataba de expandirse mediante la creación de un universo propio, el Ultraverse. Como parte de su política de crecimiento, ofreció a autores de reconocido prestigio todo tipo de facilidades y libertad para desarrollar sus propias ideas. Corría el año 1995 y uno de los que aceptaron la oferta fue Walter Simonson.

Su intención original era la de dibujar una serie de novelas gráficas que profundizaran en la historia
de los Star Slammers, pero Malibú carecía de la infraestructura necesaria para sacar adelante una colección semejante -cuyos costes de producción eran superiores a los de los comic-books tradicionales- y hubo de conformarse con una miniserie de cinco números. La nueva colección supuso una decepción para quien esperara una continuación de tono más maduro y reposado a los acontecimientos narrados en la novela gráfica doce años antes. No sólo se saltaba mil años en el futuro respecto a aquella aventura, sino que el argumento era el de una historia de acción trepidante sin demasiadas complicaciones y con un toque de humor que le daba un perfil autoparódico poco esmerado. En esta ocasión el protagonista es un Slammer conocido como Comandante Rojas, sobre el que recae la tópica acusación injusta de asesinato mientras se ve inmerso en la consabida conspiración para derrocar al Emperador.

Los "Star Slammers" de Malibú llegaron en mal momento. Por una parte, la industria norteamericana del comic-book comenzó a acusar un descenso de ventas que afectó negativamente a la política de la editorial, menos interesada ahora en obviar los datos de facturación y dejar manos libres a sus autores. El apoyo del que había disfrutado Simonson al principio empezó a flaquear. Poco después, en un mercado en el que las editoriales pequeñas se arruinaban o eran absorbidas, Malibú fue adquirida por Marvel, que de repente pasaba a tener acceso a todo su catálogo. No era eso para lo que Simonson había firmado, especialmente teniendo en cuenta que había renunciado a ciertos derechos sobre los personajes a favor de Malibú a cambio de gozar de libertad para su desarrollo. Decepcionado, el dibujante decidió dejar la miniserie de "Star Slammers" inconclusa a falta de un solo número para evitar que Marvel se quedara con los derechos de autor de los que durante doce años habían sido sus creaciones.

Los fans habrían de esperar unos meses hasta que Simonson se llevó sus guerreros galácticos a Dark
Horse. Por aquel entonces, Frank Miller publicaba su interesante "Sin City" dentro del sello Legend de esa editorial e invitó a su antiguo compañero de estudio y amigo a unirse al proyecto. Así, el último número de aquella malograda miniserie apareció por fin bajo el logo de Dark Horse en 1996. Aunque el propio Simonson afirmó tener más historias que contar de los Star Slammers, sus intenciones nunca se han concretado (a excepción de un breve aperitivo en el Dark Horse Presents nº 114, 1996) y a estas alturas se puede decir que es muy probable que estos personajes hayan quedado aparcados definitivamente.

En resumen, una serie de ciencia-ficción que oscila entre lo interesante y lo mediocre, atreviéndome a recomendar sólo la novela gráfica de los ochenta.

domingo, 19 de agosto de 2012

1926-METRÓPOLIS - Thea Von Harbou






Todo aficionado a la ciencia-ficción que se precie ha tenido forzosamente que ver u oír hablar de "Metrópolis" (1927), una de las películas del género más importantes de la historia. Sobre la película, sus méritos y defectos ya escribí extensamente hace poco en una serie de tres entradas. Es el momento ahora de echar un vistazo al libro en el que se basó ese mítico film escrito por la que también sería guionista de la cinta (y esposa de su director), Thea von Harbou.

La enorme ciudad de Metrópolis está estrictamente organizada: en los grandes rascacielos mora la élite y sus mimados hijos, disfrutando de todo tipo de sensuales lujos; mucho más abajo, en las profundidades subterráneas, un ejército de obreros sin nombre operan las grandes máquinas que permiten a Metrópolis brillar y prosperar. Sin embargo, ellos no participan en ninguno de los frutos de su trabajo y viven sumidos en una vida agotadora, peligrosa y monótona. Freder, el hijo de Joh Fredersen, amo de la ciudad, goza de una existencia privilegiada aunque en su interior le atormenta la ausencia de su madre, Hel, que murió al darle a luz. Su encuentro fortuito con María, una joven de aspecto angelical que conforta con sus prédicas a los obreros prometiéndoles el advenimiento de un mediador que cambiará su penosa situación, constituirá una revelación para el joven. Incapaz de recabar la ayuda de su insensible padre en la nueva misión que se ha autoimpuesto, escapa a la vigilancia de su guardaespaldas y desciende al mundo subterráneo de los obreros para vivir como ellos, renunciando a su herencia como dueño de Metrópolis.

Fredersen, puesto sobre aviso del descontento creciente entre los obreros, decide actuar. Contacta con Rotwang, un antiguo amigo con el que construyó Metrópolis y cuya relación se corrompió por la rivalidad de ambos por el amor de Hel. Con su cerebro consumido por el resentimiento, Rotwang accede a ayudar a Fredersen utilizando un robot de su invención que agitará el descontento obrero para así poder aplastarlos con mayor facilidad. Todos estos personajes y otros secundarios se entremezclan en una intriga melodramática y algo grandilocuente que nos irá guiando por distintos escenarios de la gran ciudad: los Jardines Eternos, la sala de control de Fredersen en la Nueva Torre de Babel, las catacumbas, las cavernas donde trabajan los obreros, la catedral gótica de Metrópolis, la extraña vivienda de Rotwang, el antro de perversión de Yoshiwara...

Thea von Harbou nació en 1888 en el seno de una familia de acaudalados aristócratas alemanes. Sin
embargo, lejos de acomodarse en una vida muelle de ocio y privilegios tuvo el coraje de independizarse e iniciar una carrera como escritora y actriz además de promover activamente la legalización del aborto y defender los derechos de la mujer. No tardó en ganarse un sólido prestigio como una de las guionistas cinematográficas más importantes del país, firmando los libretos de películas como "Destino" (1921), "Dr.Mabuse" (1921), "Sigfrido" (1924), "Metrópolis" (1927) o "La mujer en la Luna" (1929). ¿Por qué entonces no se la recuerda y conmemora como una feminista pionera y una personalidad distinguida de la historia del cine? ¿De dónde proviene ese deliberado olvido por parte de intelectuales y feministas?

Las razones son fáciles de comprender. Tras mantener una fructífera relación sentimental y creativa con el famoso director Fritz Lang, las ideas políticas no ya divergentes sino claramente antagónicas de ambos condujeron a su divorcio a comienzos de la década de los años treinta. Lang se marchó de una Alemania ya dominada por el Partido Nacional Socialista de Hitler para trabajar en Hollywood mientras que Thea se quedó en el país uniéndose al nazismo, defendiendo sus tesis con pasión y poniendo su talento al servicio de aquél en la forma de varias películas propagandísticas hoy sólo recomendables para incondicionales del régimen. No puede extrañar, por tanto, que los historiadores del cine prefieran no sólo recordar exclusivamente aquellos de sus trabajos de la época muda llevados a la pantalla por su marido sino atribuir a éste el mérito de haber extraído de los torpes escritos de su esposa grandes obras inmortales.

Pero el caso es que, a pesar de las desafortunadas filiaciones políticas de Thea, no se puede obviar el incómodo hecho de que tras divorciarse de su fascista mujer y emigrar a América, Lang nunca consiguió rodar películas tan memorables como "Metrópolis" o "La Mujer en la Luna". Y la conclusión que de ello se desprende es que la brillantez de esos films puede ser atribuida tanto al director como al autor. Sí, las historias de Thea a menudo tropezaban en tontos clichés y desarrollos poco lógicos, pero ello no supuso un lastre para el talento visual de Lang. Y es que, a pesar de sus deficiencias, von Harbou comprendió muy bien la estructura de una técnica literaria de gran relevancia -apreciada también por los nazis-: la creación de mitos.

Al principio Thea aplicó su habilidad a las leyendas tradicionales -"Destino", "Sigfrido"-, pero ya en "Dr.Mabuse" da forma a un icono de propia creación, el del supervillano de gran cerebro con ansias de dominar el mundo. Cuando en lugar de al pasado o al presente, la escritora miró al futuro fue cuando obtuvo su más logrado y perdurable éxito. "Metrópolis" asombró al público gracias a la meticulosa construcción de una nueva sociedad opresiva y fascinante a partes iguales.

Pero antes de la película, llegó el libro. Nunca ha quedado muy claro si la novela "Metrópolis" es una
obra completamente original o bien una novelización de la cinta. Aunque apareció un año antes del estreno del film en 1927, el propio Fritz Lang afirmó que el guión llevaba ya escrito bastante tiempo así que los expertos no terminan de ponerse de acuerdo. Sea como fuere, ambas versiones, la literaria y la cinematográfica, cuentan la misma historia si bien la primera tiene varias escenas que desaparecieron de la segunda. Como todavía permanece perdida una parte del metraje original de la película, no hay manera de saber si esas omisiones fueron deliberadas o, simplemente, se eliminaron en alguno de los múltiples montajes que padeció el film.

La traición del amigo de Freder, Josaphat, se relata con cierta extensión en el libro mientras que en la película desaparece por completo así como el subargumento de Yoshiwara en el que se describe la potente droga Maohi. También resulta revelador -y, en buena medida, cambia la propia base de la historia- que en la novela, la destrucción de Metrópolis se deba, en último término, a Fredersen. Aunque los obreros enfurecidos se entregan a un frenesí destructor, es Fredersen quien ordena la desconexión de la gran máquina de la que depende la misma supervivencia de la ciudad: "(...) La muerte ha venido a la ciudad por voluntad mía", le confiesa a su hijo, "(...) ha de ser destruida para que tú puedas construirla de nuevo". No es el único pasaje que define al personaje mucho más claramente que la película. La sincera conversación entre el poderoso Fredersen y su ya anciana madre nos revela su torturada y reprimida humanidad, un importante "detalle" que quedó fuera de la versión fílmica.

Más importantes que las escenas perdidas son las diferencias en el terreno conceptual. Tomemos por ejemplo el icono principal de la película. El robot literario -que recibe diversos y significativos nombres: Futura, Parodia, Engaño- difiere considerablemente del cinematográfico. Von Harbou lo describe así: "Bajo el ropaje ligero que vestía se adivinaba un cuerpo esbelto como un abedul, que se balanceaba sobre los pies muy juntos. Pero, aunque mujer, no era humana. A través del cuerpo que parecía hecho de cristal, sus huesos brillaban como plata. Su piel helada, sin una gota de sangre, irradiaba frío. Tenía las manos, muy hermosas, apretadas contra el seno inmóvil en un gesto de decisión, casi de desafío". Es una especie de ser sobrenatural que poco se parece al bello artefacto metálico de carácter industrial que los espectadores pudieron ver en la pantalla.

También la casa de Rotwang presenta diferencias: en la película, es un edificio de extraños ángulos y sombras; en la novela, es una casa mágica construida hace siglos por un brujo y cuyas puertas se hallan custodiadas por un sello místico. Por su parte, la propia Metrópolis es, en la película, una gran máquina operada por los trabajadores. En el libro, von Harbou la describe como un ser viviente que se alimenta de los obreros. En resumen, toda la novela irradia un espíritu de fábula fantástica, de mito; mientras que la película se acerca más a la parábola industrial, una aproximación más adecuada y verosímil desde el punto de vista meramente estético.

Las analogías religiosas son otro elemento recurrente a lo largo de todo el libro, producto tanto de la
educación protestante de von Harbou como de su fascinación por la cultura india. Las máquinas reciben nombres de dioses (Pater Noster, Durga, Ganesha...) conformando un multiforme e inhumano panteón. Freder llama "Madre" a la estatua de la Virgen que corona la catedral gótica de la ciudad y, como Jesucristo, desciende para sufrir entre los obreros e interceder ante su padre por los más desfavorecidos, exclamando inútilmente en su momento de pasión: "¿Ha enmudecido Metrópolis, padre? ¡Mírame! ¡Mira tus máquinas! (...) ¿Es que nunca acabarán estas diez horas? Padre nuestro que estás en los cielos…" . Y a María se dirige cuando la ve por segunda vez en las catacumbas: "«¡Mírame, Virgen! ¡Madre, mírame!». El propio nombre de María no es casual.

También Rotwang es, a su manera, un dios que crea un tipo de vida mecánica y su enfrentamiento con Freder en los tejados de la catedral parece simbolizar la lucha entre el bien y el mal sobre terreno sagrado. Pero el mensaje o la intención que con todo esto quiere transmitir la escritora no queda del todo claro. ¿Se pretende contraponer la calidez humana de lo espiritual a la frialdad de lo tecnológico? ¿Divinizar a las máquinas? ¿Presentar una alegoría con el cristianismo? El personaje de Desertus, un fanático monje al que siguen una legión de individuos tan tronados como él y que toma las calles durante el apocalipsis de destrucción final, está francamente desaprovechado y sus apariciones son tan episódicas como desconcertantes.

Hay que reconocer que el libro se desvía de la tónica hasta entonces habitual de las distopias. En ellas, el desenlace solía incluir a unos enfurecidos y desesperados ciudadanos reduciendo a añicos su dictatorial sociedad autárquica para regresar a una vida sencilla, libre y bucólica en comunión con la Naturaleza. En lugar de eso, "Metrópolis" aboga por la reforma del sistema más que por su destrucción y sustitución por uno nuevo, preservando las estructuras básicas de la sociedad.

En los años veinte del siglo pasado, una parte importante del pensamiento social, económico y filosófico veía con preocupación el avance del maquinismo impulsado por las teorías deshumanizadoras de Frederick Taylor. Las máquinas, y por extensión la tecnología, servían para crear un mundo mejor, sí, pero sus beneficios no llegaban a todo el mundo. La propuesta de Taylor de tratar al obrero como una máquina, midiéndolo y valorándolo de acuerdo a principios "objetivos", amenazaba con deshumanizar todo el sistema económico. En "Metrópolis" Fredersen, apóstol del taylorismo, afirma desapasionadamente ante su escandalizado hijo que los obreros valen tanto cuanto más se asemejen a las máquinas. El propio Fredersen se asemeja a un robot sin sentimientos, indiferente al sufrimiento o emociones de sus súbditos y preocupado tan sólo por el destino de esa gran máquina que es Metrópolis.

Todavía privados de derechos y regulación laboral, los obreros eran la parte más débil de la nueva estructura capitalista apoyada en el rápido avance tecnológico. Su aspiración de convertirse en respetables miembros de la clase media y consumidores de pleno derecho no era entonces más que una utopía. Ello generaba descontento. Y el descontento rebelión y alzamientos. Y eso es lo que muestra Metrópolis. No es que la propuesta fuera completamente nueva. H.G.Wells, sin ir más lejos, había retratado una ciudad muy similar a Metrópolis en "Cuando el durmiente despierte" (1899), aquejada de la misma forma por tensiones entre la clase dirigente y una clase obrera obligada a vivir en los niveles inferiores de la superciudad. "La máquina del tiempo" (1895) miraba al lejano futuro, al resultado biológico y social que tal sistema podría generar al cabo de miles de años.

El problema es que más allá de la descripción de una situación social y una resolución, como hemos
dicho, novedosa, ésta no resulta verosímil. La prédica de la beatífica María de que "debe existir un mediador entre la mano y el corazón" es infantil, difusa y poco satisfactoria. Ni siquiera se propone una transformación profunda, sino el mantenimiento de un statu quo: Joh Fredersen puede seguir manejando la ciudad como el tirano tecnócrata que es y los obreros no exigen salir de sus degradadas moradas, abandonar las máquinas y tener la oportunidad de aspirar a una vida mejor. El mensaje político era claro y no puede extrañar que a los nazis les gustara hasta el punto de que Goebbels propuso a la escritora convertirse en el Führer de la industria cinematográfica germana. Las consecuencias que sobre la población rusa había tenido la toma del poder por parte de los bolcheviques en Rusia era una imagen muy fresca en la memoria no solo de Thea von Harbou, sino de todos sus compatriotas. Unos la deseaban, otros la temían. Víctima de la onda expansiva de la Revolución rusa, Alemania comenzó a experimentar movilizaciones y actos violentos llevados a cabo por los movimientos revolucionarios comunistas inspirados por la joven Unión Soviética. El sentimiento de inseguridad y temor de la población se canalizó en forma de apoyo a grupos de nacionalistas / socialistas igualmente exaltados que contrarrestaran a los de izquierda: los nazis.

Así, el mensaje de la película estaba claro -mucho más para los alemanes de entonces que para los
espectadores de hoy- y queda perfectamente expresado por la exhortación de María a los obreros: "¡Tened paciencia, hermanos míos! El camino que vuestro mediador ha de tomar es largo. Muchos de entre vosotros clamáis por la lucha y la destrucción, pero yo os digo: no luchéis, hermanos, porque eso lleva al pecado. Creedme: vendrá uno que hablará por vosotros, que será el mediador entre vosotros y el hombre cuyo cerebro y voluntad se hallan por encima de todos. Él os dará lo más preciado: la libertad sin pecado". En resumen, que en el mejor de los casos deben conformarse con un mediador en cuya elección no han tenido nada que ver y que, para más inri, es el hijo del dictador.

Otro de los graves defectos de la película es su estilo exageradamente melodramático, florido y altisonante, defecto en el que, entonces como ahora, solían caer los escritores poco hábiles, tratando de ocultar sus carencias tras una pantalla de sonoras y pretenciosas frases. He aquí un ejemplo de los muchos repartidos por toda la obra: “Se quedó muy quieta mirando a los jóvenes, uno tras otro, con la mortal severidad de la pureza. Era a la vez doncella y amante, inviolable y graciosa también; su hermosa frente lucía la diadema de la divinidad, su voz la piedad misma, cada palabra una canción”. Igualmente, los personajes son presa de arrebatados sentimientos que escapan a su control, ya sea el odio de Rotwang o el místico, injustificado e inverosímil amor de Freder y María

En conclusión, "Metrópolis", el libro, dista mucho de ser una obra maestra. Si el lector quiere disfrutar de ella, deberá ser benévolo con su prosa engordada y cursi y sus personajes exageradamente melodramáticos con los que resulta casi imposible conectar. Su valor hoy reside no tanto en su calidad literaria como en su papel de obra histórica tanto en el cine como en la literatura de género, además de tratarse de una de las primeras obras de ciencia ficción de éxito que vino firmada por una mujer.