En la década de los cincuenta, Norteamérica estaba experimentando un enorme cambio social y cultural. Tras el regreso de los soldados que habían combatido en la Segunda Guerra Mundial, se produjo un gran aumento de población y la expansión de los suburbios en las principales ciudades. Una ley de 1944 otorgó a los veteranos los medios financieros necesarios para comprar la casa de sus sueños y pagarles una vuelta a los estudios que les garantizaría ingresos más sustanciales. La Ley de Autovías de 1956 impulsó la creación de vías que unieron los centros urbanos con los barrios periféricos, haciendo más fácil para los trabajadores de clase media y alta trasladarse a diario desde su pequeño paraíso doméstico hasta el lugar de trabajo.
Impulsando estas transformaciones estaba el aumento demanda de artículos de consumo, lo que conllevó una proliferación de todo tipo de productos: coches, electrodomésticos, objetos de lujo… Los centros comerciales pasaron a ser puntos de reunión para los compradores, reemplazando a las tradicionales calles comerciales de los centros urbanos. La televisión se convirtió en una ventana a ese nuevo universo de compras y gasto, con anuncios publicitarios que ofrecían moda, comida, fama y un nuevo estilo de vida. Los programas televisivos instruían a las clases medias de los suburbios sobre cómo vivir y comportarse en ese nuevo entorno. Sin embargo, el modelo doméstico tradicional, dominado por el padre de familia, era todavía y aún más que en los años bélicos, el predominante.
La estandarización de la arquitectura corporativa y los desarrollos urbanísticos de los suburbios periféricos en los años cincuenta –bloques de oficinas y largas calles de casas rodeadas por vallas de madera blanca- obtuvieron su inmediato reflejo en la literatura popular, el cine y la televisión de la época. Hombres vestidos con trajes grises marchándose a trabajar despedidos con la mano por sus cariñosas esposas desde el umbral del hogar, era una imagen que llegó a ser objeto de sátira y crítica por parte de comentadores de la actualidad. De hecho, la rigidez en el sistema de roles de género ocupó el trasfondo de muchas películas de aquella década y la ciencia-ficción no fue ajena a ello, como puede observarse en “La invasión de los ladrones de cuerpos” (1956) o esta que comentamos ahora, “El increíble hombre menguante”, quizá la más ambiciosa conceptual y técnicamente de las películas de ese clásico del cine CF que fue Jack Arnold.
Hoy, la película es recordada sobre todo por sus impresionantes efectos especiales, pero es igualmente notable no sólo por su retrato de las ansiedades de la época, sino por negarse a complacer al público con una resolución cómoda y facilona. No hay cura de último minuto; su protagonista no se despierta y descubre que todo ha sido un sueño. La película elige una conclusión que es más filosófica que ajustada a la ortodoxia narrativa y eso es lo que la separa de tantos otros films de serie B del momento.
La historia comienza presentándonos al protagonista, Scott Carey (Grant Williams), un tipo agradable y cariñoso marido cuya vida está a punto de descarrilar. Mientras se encuentra de vacaciones con su esposa, Louise (Randy Stuart), se ve expuesto a una misteriosa niebla de aparente origen radioactivo. Varios meses más tarde, recibe accidentalmente un rociado de pesticida. La combinación de ambos factores tiene un efecto inesperado y trágico: Scott comienza a disminuir de tamaño.
De la escena inicial merece destacarse que es la única vez que vemos a Scott y Louise comportándose como una pareja normal. Su jugueteo y bromas sugieren que Scott es un hombre seguro de sí mismo y del lugar que ocupa en el mundo. Comprende cómo funciona el universo y se siente cómodo con su papel en él, una complacencia que bien podría describir la América de los cincuenta.
En el guión de Richard Matheson, basado en su propia novela, Scott comienza a perder la batalla contra su extraño mal, una batalla en la que tendrá que enfrentarse a todos los aspectos de la vida moderna. Comienza cuando se da cuenta de que su ropa le viene grande. Se imagina que su mujer o la lavandería han cometido un error. Incluso bromean sobre ello, como si se tratara de alguna de esas comedias televisivas tan populares en la época. Es una molestia, nada más: las mangas de su camisa son demasiado largas, el cuello muy holgado… Sin embargo, esta es la primera señal de que las cosas se están apartando de la normalidad, desafiando la conformidad y estabilidad que se daban por sentadas.
Scott hace lo normal cuando algo en nuestro organismo va mal: ir al médico. Éste le asegura que la gente no mengua y le da varias explicaciones racionales para lo que él cree estar percibiendo. Nos dirigimos hacia los hombres de ciencia para que nos den seguridad (y cuando no coinciden con nuestras creencias, ya sea hablando acerca de la evolución o el calentamiento global, hay quien decide que el problema no son sus creencias sino los científicos). Scott está dispuesto a aceptar esas explicaciones, pero continúa menguando. ¿A quién va a creer, al experto o a sus propios ojos? Cuando Scott y Louise ya no pueden seguir negando lo obvio, acuden al siguiente escalón científico: los laboratorios médicos de alto nivel. Éstos confirman lo que Scott ya hace semanas que sabe. Pero lo que él necesita es una cura y que su vida vuelva a la normalidad.
Sin embargo, en esta película la normalidad ya solo regresará para hacerle burla y escurrirse entre los dedos. Ése es uno de los mensajes de la película: la pérdida del cómodo entorno de la América de clase media, la noción de que nuestro vínculo con lo que nos es familiar es muy débil y que todo lo que conocemos podría arrebatársenos en cualquier momento, dejándonos indefensos en un mundo aterrador y extraño.
Por fin, parece que la ciencia ha identificado el problema, pero se muestra impotente a la hora de encontrar una solución. Scott continúa encogiendo hasta que, cuando ya solo mide un metro, su mujer ha tenido que pasar a adoptar el papel de madre. Donde hacía no tanto tiempo existía una relación de igualdad, ahora el papel de ella consiste en protegerle de un mundo exterior cada vez más hostil. En una escena, su casa se halla rodeada de tal número de periodistas y cámaras de televisión que Louise intenta conseguir un número de teléfono oculto. Aparentemente, esta es una tarea más allá de sus capacidades femeninas, porque cuando la compañía telefónica le da largas, ella cree que no tiene más opción que cancelar la línea y ponerse en la lista de espera para conseguir otro número. Scott se enfada y le dice que debería haber insistido, haberles dicho que se trataba de él, el “gran hombre” del momento ahora que su historia se ha hecho famosa. Su amargura entristece y angustia a Louise, pero el auténtico problema es su frustración, su impotencia. No debería estar dependiendo de ella para su protección. Podemos imaginar lo castrante que esto debía ser en un tiempo en el que el movimiento feminista aún tenía mucho camino que recorrer.
Por si no fuera suficiente que su hogar ya no sea su castillo, Scott se encuentra también con que la ciencia le falla. El laboratorio da con una “cura”, una inyección que detendrá el proceso, pero no pueden devolverle su antigua estatura. Esto supone una decepción inmensa en una época en la que la ciencia parecía capaz de lograrlo todo. La poliomelitis se había curado, el poder del átomo se había domado, aquel mismo año se lanzaría el Sputnik… y, con todo, los científicos se ven obligados a admitir su confusión total respecto al mal que aqueja a Scott. Están tan impotentes como él.
Desesperado, Scott huye de su casa esperando encontrar algo en el mundo exterior que ahogue su dolor. En un bar cerca de una feria ambulante, encuentra a una mujer enana. Ella le reconoce y hace ademán de retirarse para no comprometer su intimidad; pero él está hambriento de contacto humano. Si Louise se ha convertido en una figura materna, esta mujer le devuelve la sensación de ser un hombre adulto. De repente ya no está solo. Por un breve momento, tiene alguien con quien hablar y compartir la carga con alguien que puede ver el mundo como ahora él lo ve (en la novela esta relación era mucho menos casta y bastante más amarga, pero el cine, destinado a una audiencia más amplia, hubo de modificar o recortar los pasajes más duros del libro).
En otra película, quizá Scott podría dejar a su mujer y comenzar una nueva vida. En otra película, no en esta. Tras unos días, se da cuenta de que la disminución de tamaño ha comenzado de nuevo y que ahora es más pequeño que la enana. Humillado, incapaz de aceptar esa nueva mutilación de su ego masculino, huye. En poco tiempo se encuentra despojado de cualquier vestigio de su antigua vida.
A continuación le vemos obligado a vivir en el interior una casa de muñecas, una vergüenza más en su progresiva expulsión de los roles tradicionales del hombre y padre de familia. Es tan pequeño que ya no puede utilizar los muebles o sillas normales. En una de las mejores escenas de la película, el gato de la familia lo ataca. Scott ya no es su dueño –si es que alguien puede considerarse dueño de un gato-, sino su presa. A duras penas logra escapar, cayendo por las escaleras del sótano. En uno de los giros más crueles del film, su mujer llega a casa para descubrir un fragmento ensangrentado de su ropa y asume que el gato lo ha devorado. Esperamos que acabe dándose cuenta de su error. Pero no lo hace. Scott está completamente solo.
La última parte de la película nos cuenta su vida en el sótano. Habiéndolo perdido todo, ya no tiene sentido que se aferre a la civilización. Su existencia, como la de un náufrago, se reduce a encontrar comida, agua y refugio y evitar ser devorado por algo más grande que él mismo, en este caso una horrible araña. Es una existencia primitiva de cazador-recolector, pero está dispuesto a sobrevivir. Hacia el final de la cinta, su situación es desesperada. Su mujer se ha marchado de la casa creyéndolo muerto y él es tan diminuto que nunca podría llamar la atención de un ser humano y mucho menos interactuar con él. Aún peor, continúa disminuyendo. Es un destino horrible. Pronto se encontrará descendiendo del nivel microscópico al molecular, libre de temor o hambre, todavía consciente, pero sin dimensiones físicas.
La película termina aquí, poniendo punto final con unas palabras enigmáticas y un tono esperanzador. Scott, al que antes habíamos visto escribiendo un diario de su tragedia, continúa narrando la historia y encuentra, al final que, después de todo, no está solo. Rechazando el existencialismo que ha dominado el resto del drama, Scott abraza la noción de que Dios es consciente de todas las cosas, grandes y pequeñas, y que eso se aplica también a los humanos, sin importar lo pequeños que puedan ser. Después de todo, ¿qué son los humanos normales en comparación con la galaxia o el universo?
El viaje a lo desconocido de Scott nos hace reevaluar constantemente nuestras nociones de lo ordinario, de lo normal, lo animado y lo inerte. Por ejemplo, el gato de la familia pasa de ser una mascota a una amenaza. La esposa y el hermano del protagonista van perdiendo empatía y su humanidad comienza a distanciarse de Scott conforme su presencia física va haciéndose más y más agobiante en la pantalla hasta que acaban siendo sustituidos visualmente por meros zapatos de enorme tamaño cuando el héroe ha quedado reducido al tamaño de un insecto. Incluso el gato y la araña, sus enemigos, acaban teniendo más personalidad que esos grandes humanos con los que ya no puede relacionarse. Los objetos cotidianos (una silla, un teléfono…) cobran un nuevo significado sin necesidad de modificar su aspecto. En este sentido, “El Increíble Hombre Menguante” es magistral en su habilidad para subvertir lo familiar y transmitirnos la sensación de creciente alienación respecto de lo que calificamos como “normal”.
Merece la pena mencionar el trabajo de Grant Williams, dado que todo el peso de la película recae sobre su interpretación. Alumno del Actor´s Studio de Lee Strasberg, comenzó a trabajar para la Universal en westerns y melodramas antes de conseguir el papel protagonista en “En el Increíble Hombre Menguante” (ya había actuado a las órdenes de Arnold el año anterior en “Outside the Law”). A pesar de las buenas críticas recibidas, nunca llegó a consolidar su carrera ni alcanzar la fama y su nombre languideció en películas de ciencia-ficción y terror de bajo presupuesto y nulo interés.
Por supuesto, como decíamos al principio, la gente continúa recordando la película en buena medida gracias a los efectos especiales. Aún contando con un presupuesto ajustado, el director Jack Arnold supo utilizarlos a la perfección y dejar para la posteridad escenas antológicas. Los decoradores Russell A.Gausmann y Ruby R.Levitt construyeron catorce decorados iguales pero de diferentes tamaños, con los que se creaba la ilusión de la mengua del protagonista. A ello se sumaban los magníficos efectos fotográficos de Clifford Stine y Tom McCrory, gracias a los cuales todavía se pueden ver con emoción pasajes como el ataque del gato a la casa de muñecas, el desafío de la trampa para ratones o el angustioso combate que libra Scott contra la araña armado tan solo de un alfiler.
Pero el aspecto visual del film descansa no solo en los efectos especiales. Rodada en seis semanas y con un ajustado presupuesto de 800.000 dólares, Arnold y su equipo técnico se vieron obligados a recurrir a su talento para construir el ambiente de creciente infierno que sufre el protagonista. Quizá fuera porque Arnold era un artesano de la industria poco interesado en veleidades y exploraciones de estilo, pero la decisión que tomó fue la de diseñar una puesta en escena plana, cotidiana y perfectamente reconocible, donde no hay juegos de angulaciones o iluminaciones extrañas que distraigan al espectador del drama que se desarrolla ante sus ojos. ¿Cuál habría sido el resultado de haber estado dirigida, pongamos, por un cineasta de mayor osadía visual como Orson Welles? Sin duda habría sido más espectacular, pero no más efectiva.
La película obtuvo un gran éxito de taquilla y Matheson recibió el encargo de escribir una secuela titulada “The Fantastic Little Girl”, en la que Louise empieza a encoger, pero, afortunadamente, nunca llegó a rodarse (sí se publicó en forma de relato en 2005 en su libro “Unrealized Dreams”). No fue esta la única película de los cincuenta en la que el cambio de tamaño se utilizó como castración figurada: en “The Attack of the 50 Foot Woman” (1958), el crecimiento desaforado de una mujer profundamente resentida contra su marido constituía una clara alegoría de la amenaza que para algunos suponía la consecución de mayores libertades y autoridad doméstica por parte de las mujeres.
Pero, en general, la idea del “El Increíble Hombre Menguante” se ha venido utilizando casi siempre en clave de comedia, desde “La Increíble Mujer Menguante” (1981) a “El Chip Prodigioso” (1987) o “Cariño, He Encogido a los Niños” (1989). En general, la variación de tamaño se convirtió en una buena excusa para jugar con los efectos especiales. Encontramos una excepción en “Viaje Alucinante” (1966), en la que la miniaturización formaba parte totalmente coherente del emocionante argumento que tenía lugar en el interior del cuerpo de una persona necesitada de una delicada operación quirúrgica.
“El Increíble Hombre Menguante” nos ofrece una ciencia-ficción seria, dispuesta a plantear cuestiones de peso. Es uno de esos pocos films que se enfrenta a la pregunta de “¿cuál es el sentido de la vida?” Y lo hace encontrando esperanza desde una difícil posición en la que la civilización y las convenciones de acuerdo a las que vivimos no sirven para nada. El contraste con una película tan deprimente como “La carretera” (2009) es brutal. Ésta nos muestra un mundo condenado que ha pulverizado cualquier atisbo de esperanza. Hay quien puede confundir ese desconsuelo general con profundidad intelectual. En cambio, “El Increíble…” se halla más cerca del Libro de Job al afirmar que sólo porque no sepas el motivo de tu sufrimiento no significa que no exista un plan oculto en el universo. Incluso aunque sólo tengas un minúsculo fragmento del panorama, hay un Dios que se fija en ti.
Esto está muy bien para los creyentes, pero ¿qué pasa con los que no lo son? Al fin y al cabo, se dice que fue Jack Arnold quien impuso a Richard Matheson la orientación religiosa del final, rumor que parece verosímil dado que el final de su novela no mencionaba a Dios en absoluto. El relato terminaba también cargado de esperanza pero lo que subrayaba era el sentido de maravilla que aguardaba en la exploración de un mundo desconocido. Así, ¿hay que rechazar el film como un discurso existencialista que al final se vende al misticismo? No necesariamente. La tesis de la película es que la vida de Scott tiene un significado y una meta independientemente de su tamaño. Tiene un papel que desempeñar en el universo, incluso aunque no sepa bien cuál es. Tomando prestado y modificando el famoso dicho de Descartes: “Pienso, luego importo”.
Y, sea como fuere, lo que no se puede negar es que los mejores films de ciencia-ficción son los que nos ofrecen algo sobre lo que reflexionar más allá de la emoción y los efectos especiales. Y esa es la razón por la que, más de medio siglo después de haberse estrenado, todavía se puede recomendar el visionado de “El Increíble Hombre Menguante”, cosa que no se puede decir de la última entrega de Transformers, que tiene tan solo un año. La primera puede estar clasificada como cine de serie B, pero se atreve a plantear temas como el rol sexual y familiar, los miedos y ansiedades de la época –la radioactividad, la fragilidad de la vida suburbana-, la pérdida de identidad y el sentido de la vida. ¿Con qué elevadas cuestiones nos desafía en cambio “Transformers” más allá de unos efectos especiales apabullantes?
Y no parece que sea el único en pensar así: en 2009, la Librería del Congreso norteamericano seleccionó la película de Jack Arnold para su preservación como parte del patrimonio cinematográfico nacional. “El Increíble Hombre Menguante” pasaba así, no sólo a ser una de las mejores películas de los tiempos de la Guerra Fría, sino una de las mejores de todos los tiempos.
Libros, películas, comics... una galaxia de visiones sobre lo que nos espera en el mañana
sábado, 28 de julio de 2012
miércoles, 25 de julio de 2012
1928-ALTA TRAICIÓN - Maurice Elvey
A finales de la década de los veinte, el sonido comenzó a introducirse en las películas de CF. Uno de los primeros ejemplos fue “Alta Traición”, estrenada tanto en versión muda como sonora (si bien el sonido de esta última se encuentra hoy en un estado lamentable, prácticamente inservible). Publicitada como “La película de la Paz”, la historia – adaptación de una obra teatral de Noel Pemberton-Billing- planteaba la posibilidad de una Segunda Guerra Mundial nada menos que en 1940, aunque en posteriores montajes, por razones obvias, se cambió la fecha a 1950.
El mundo está dividido entre los “Estados Federados de Europa” y los “Estados Atlánticos”, éstos últimos formados por Estados Unidos y Gran Bretaña. Una conspiración desata un conflicto internacional en un puesto fronterizo (¿fronterizo? ¿dónde? ¿en pleno mar? se puede uno preguntar. Pues bien, en el Canal de la Mancha, que, absurdamente, pertenece por mitades a ambos bloques) con el fin de llevar a las dos potencias a la guerra y beneficiarse económicamente de ello. Conforme la tensión aumenta, una organización pacifista con base en Londres, La Liga Mundial por la Paz, dirigida por el doctor Seymour, trata de impedir el conflicto a toda costa. Éste, junto a su hija Evelyn, agotarán todas las vías para detener la guerra, pero al final se verá obligado a adoptar medidas drásticas y asumir las consecuencias.
Se trata de una película interesante pero fallida. A menudo se la califica como una respuesta británica a “Metrópolis” (1927). En mi opinión, la comparación entre ambas obras carece de sentido, aunque ambas coinciden en una cosa: quedan lastradas por un mensaje moral planteado de forma simplista e incluso absurda.
La visión del futuro que ofrece la película de Elvey se puede calificar de ambivalente. Por una parte, los pocos personajes a cuyas vidas tenemos acceso parecen satisfechos. Se sugiere que las diferencias sociales han sido abolidas y que existe abundante tiempo libre para dedicarlo al ocio, así como avances tecnológicos que facilitan la vida cotidiana sin llegar a ser intrusivas, como las televisiones de pantalla plana o los videófonos. Pero por otra parte, hay un elemento de frialdad, repetición y automatismo (sugerido por un travelling que nos muestran filas y filas de mesas y máquinas de escribir) que hoy se nos antoja repulsivo por su falta de humanidad y anulación del individualismo.
En cuanto a los efectos especiales encargados de convertir ese mundo del futuro en algo verosímil, son muy dispares. Algunas de las panorámicas urbanas lucen bastante bien, con pequeñas miniaturas de aviones y autogiros circulando entre los edificios. Pero en general abundan las inconsistencias y la ausencia de imaginación. Por ejemplo, las granadas tienen un diseño moderno pero las pistolas y los aviones no han cambiado nada respecto a la Primera Guerra Mundial. Otro ejemplo: en una escena particularmente estúpida vemos a parejas ejecutando un baile futurista al sonido de una orquesta automática, que no consiste sino en los instrumentos tradicionales (trompetas, batería…) accionados por control remoto por un individuo que pulsa botones y perillas. Esta pobreza de recursos a la hora de imaginar un mundo futuro resulta curiosa si tenemos en cuenta que el autor de la obra original, Noel Pemberton-Billing, era un fanático de la aviación, diseñador e inventor que seguro tenía mejores ideas que los responsables del diseño de producción de la película.
La impresión es que el interés por crear un entorno futurista verosímil se supedita al mensaje que se quiere transmitir: el pacifismo. Al fin y al cabo, el propio Pemberton-Billing había sido (también) un reformista social que fundó una sociedad cuyo fin era promover la “pureza en la vida”. El problema es que aunque hay ideas curiosamente actuales, como ocurría en “Metrópolis”, el guión adolece de un didactismo moral caduco y una postura ética simplista y tosca, algo que se pone de manifiesto hacia el final, cuando se crea un paralelismo claro entre el Dr.Seymour y la figura de Cristo. La propaganda pacifista tiene su origen en los miedos y ansiedades que todavía planeaban sobre los británicos tras el final de la Primera Guerra Mundial.
Pero hay aspectos de la película que, a pesar de ir camino de los cien años, todavía resultan familiares a nuestros oídos del siglo XXI y que nos hacen pensar que, después de todo, quizá “Alta Traición” no fuera tan inocente como parece a simple vista. Cuando le dicen al Dr.Seymour que la gente es demasiado razonable como para dejarse arrastrar a una guerra, responde que eso es precisamente lo mismo que se afirmó en 1914. La guerra está alentada por una gran multinacional fabricante de armamento, la Arm & Ammunition Corporation, que vigila de cerca a ambos gobiernos y los manipula en su propio interés. El atentado en el túnel del Canal de la Mancha como parte de un plan para influir en los gobiernos y empujarlos hacia la guerra también nos resulta tristemente familiar, como la declaración dell presidente de los Estados Atlánticos: “Debemos golpear primero” en una clara defensa de la guerra preventiva.
Así, si se prescinde de la faceta propagandística, nos encontramos con una interesante exploración de los motivos que pueden dar inicio a una guerra y de cómo el miedo, la incomprensión, la codicia y la manipulación política se combinan en una mezcla letal para las sociedades que las padecen. El problema es que todos esos esfuerzos por predicar el pacifismo y mostrarnos los siniestros hilos que mueven la Historia se tambalean al introducir escenas como la de esa mujer que ha sido reclutada y que decide que la guerra es un infierno cuando ve el feo uniforme que deberá vestir. O esa otra a la que se exime del alistamiento cuando argumenta que tiene un niño en casa (¿no es ese el caso de muchas mujeres?). O la propia Liga Mundial por la Paz, que parece formada exclusivamente por mujeres con excepción de su jefe, el doctor Seymour.
“Alta traición” fue bien recibida por el público y, en general, también por la crítica, que subrayaron el apartado visual y alabaron la dirección de Elvey y su talento narrativo. A pesar de ello y aunque los actores realizaron un trabajo competente (especialmente Humberston Wright y Basil Gill), la película fue sumiéndose en el olvido colectivo, justamente ensombrecida por la apabullante e imperecedera creatividad visual de “Metrópolis”. Hoy la podemos calificar de mera curiosidad, un paso más dentro del cine británico de ciencia ficción que vería momentos más brillantes –aunque sin escapar a la sensación de frialdad y distanciamiento- como “La vida futura” (1936), de William Cameron Menzies.
sábado, 21 de julio de 2012
1919-CUANDO EL MUNDO SE ESTREMECIÓ - Henry Rider Haggard
Hasta mediados de los años veinte la literatura popular carecía de las fronteras entre géneros que hoy tan naturales nos parecen. Los límites conceptuales eran difusos y porosos y las librerías no dedicaban espacios bien delimitados para la “Ciencia Ficción”, la “Fantasía” o el “Terror”. Tampoco los autores se sentían constreñidos a un tipo particular de literatura, pasando de un género a otro con total naturalidad. Eclecticismo que también era la norma en las revistas populares en las que encontraban acomodo la mayoría de aquellas historias. Hasta 1926 no aparecería “Amazing Stories”, la revista pulp dedicada exclusivamente al género de ciencia-ficción y que comenzaría a separar a éste del resto contribuyendo a crear entre autores y lectores el sentimiento de participar en algo claramente diferenciado. Por el momento, los escritores no tenían inconveniente en mezclar todo tipo de elementos en sus relatos, a veces de forma aleatoria o inconexa. El libro que ahora comentamos es un buen ejemplo de esa ausencia de reglas temáticas e hibridación de géneros.
Henry Rider Haggard (1856-1925) había hecho fama y fortuna gracias a las aventuras del explorador Allan Quatermain, cuya primera entrega, "Las Minas del Rey Salomón" (1885), le aseguró un lugar en la galería de clásicos inmortales. Aunque las mejores novelas de Haggard fueron escritas en el siglo XIX y se movieron en los parámetros de las aventuras en parajes exóticos, la entrada del nuevo siglo hizo que él, como muchos otros autores, comenzara a mezclar las líneas generales de aquel género con otras típicas de la fantasía, la ciencia-ficción o el terror. Así, el escritor, que ya contaba con 63 años, decidió probar suerte con dicha fórmula en la que sería su cuadragesimooctava novela (llegaría a escribir cincuenta y ocho en su vida, una producción que no era inusual en los tiempos de la serialización de historias en publicaciones periódicas).
Fue en 1916, en plena Guerra Mundial, cuando Haggard empezó a darle vueltas a la novela, cuyo título original iba a ser "The Glittering Lady" (La Mujer Centelleante). Cuando fue por fin publicada tres años después lo hizo ya con otro título, "When The World Shook (Being an Account of the Great Adventure of Bastin, Bickley, and Arbuthnot)". Como suele ser habitual en las novelas de aventuras, ésta comienza presentando a los personajes, tres ingleses de pura cepa (como en tantas novelas de este tipo, desde la propia "Las Minas del Rey Salomón" hasta "Cinco Semanas en Globo" de Verne): el narrador y terrateniente Humphrey Arbuthnot, el sacerdote Bastin y el cirujano Bickley.
Tras la muerte de las esposas de dos de ellos, el grupo decide embarcarse en un largo crucero hacia las islas de los Mares del Sur. Un tremendo ciclón los convierte en náufragos en una apartada isla poblada por caníbales adoradores de una extraña deidad. Los acontecimientos se suceden y en el interior del volcán que ocupa el centro de la isla los protagonistas descubren a dos humanos en animación suspendida, Oro e Yva, padre e hija que han dormido durante 250.000 años. Buena parte del resto del libro se centra en explicarnos el origen de estos seres y sus intenciones. Ambos son los únicos supervivientes de una antiquísima civilización que dominó el mundo, una especie de aristocracia de seres de gran poder que ejercía su tiranía sobre el resto de los humanos. Cuando éstos se rebelaron contra ellos, Oro utilizó su dominio sobre las fuerzas naturales para arrasar el planeta, cambiar el clima y transformar los continentes. Por desgracia, tras examinar el estado del siglo XX mediante una serie de viajes astrales, Oro decide que el mundo necesita otra limpieza....
En este libro, claramente inscrito dentro del estilo pulp propio de la época, Haggard recuperaba varios de los temas que ya había visitado en novelas anteriores: las civilizaciones perdidas, los escenarios exóticos, las tribus primitivas, la reencarnación, el amor que sobrevive a la muerte, un toque de terror sobrenatural y otro de fantasía..., si bien introduce un giro novedoso dentro de su bibliografía. Ciertamente, Edward Bulwer Lytton ya había desarrollado el tema de la antigua civilización de superhumanos en posesión de avanzada tecnología y que viven escondidos mientras esperan el momento de aniquilar a la Humanidad en "La raza venidera" (1871). Haggard, sin embargo, había recurrido con frecuencia en su obra a la magia (como en los diferentes libros que componen la serie "Ella") pero aquí se sirve decididamente por la ciencia: el radio, los aviones, los gases asfixiantes, los bombardeos sobre civiles, los submarinos, las ametralladoras... eran invenciones recientes; e incluso los grandes poderes mentales que despliegan los superhumanos (telepatía, viajes astrales, teleportación, telequinesis) se explican en base a directrices más científicas que místicas (en puridad, deberíamos decir pseudocientíficas). El hecho de que, a ojos de los ingleses, los prodigios de los que son capaces Oro e Yva parezcan fruto de la magia se debe sencillamente al enorme salto científico que media entre ambas razas.
Los personajes principales son planos y tópicos y apenas sufren evolución alguna a lo largo de su peripecia, limitándose a servir de meros instrumentos para impulsar la historia hacia delante. Arbuthnot, es un avatar del propio Haggard: abogado, escritor de éxito, viajero, con cierta inquietud espiritual e interesado por las antiguas civilizaciones y lo paranormal. Sin embargo, a pesar de ejercer el papel de narrador, revela bien poco de su vida interior y de los dilemas que lo atormentan; no es más que un aburrido millonario embarcado en una búsqueda espiritual del que se podía haber sacado mucho mejor partido y que, en el mejor de los casos, puede ser calificado como soso.
Por otra parte, sus dos compañeros de aventuras representan arquetipos, divertidos pero algo repetitivos, de dos maneras opuestas de ver e interpretar el mundo. El recurso del choque de personalidades, del que abundan ejemplos en la literatura universal, fue ampliamente utilizado en el marco del género de aventuras por autores como Julio Verne. Haggard utiliza el mismo recurso, a menudo con intención satírica y humorística, contraponiendo la visión espiritual, estrecha de miras y de una fe a toda prueba de Bastin con el materialismo acérrimo y cabezón de Bickley. Ambos puntos de vista, según el momento y la situación, pueden ser igualmente acertados o erróneos: la tozudez misionera del sacerdote, por ejemplo, coloca a todo el grupo en una situación de vida o muerte entre los indígenas; pero cuando los protagonistas encuentran a los dos superseres provenientes del lejano pasado de la Tierra, el científico Bickley encuentra más dificultades en asumir como reales los prodigios que presencia, ajenos a la ciencia tal y como él la concibe, que el religioso Bastin, para quien los hechos sobrenaturales e inexplicables son de uso común en la Biblia.
Por otra parte, los superhombres del pasado tienen algo más de interés aunque también quedan desaprovechados. Oro, el anciano, es un individuo soberbio, cruel y dominante, pero al mismo tiempo temeroso de la soledad en vida y angustiado ante la incógnita de la inevitable muerte. Durante un tiempo se nos da a entender que busca la redención de sus pasados actos de destrucción, pero tal evolución psicológica no llega a concretarse. Su hija es uno de esos personajes femeninos sublimados a partir de las fantasías masculinas: una mujer bella y bondadosa, fiel, leal y dulce, una mezcla de esposa perfecta y madre afectuosa. La historia de amor eterno que la conecta con Arbuthnot es insulsa, postiza, cursi, inverosímil e innecesaria.
Puesto que Haggard nunca fue un gran creador de personajes y su punto fuerte fue la aventura narrada en un estilo simple y directo, uno podría esperar que en "Cuando el Mundo se Estremeció" tendríamos una historia trepidante y vigorosa. Pero no es así. La narración comienza de forma tranquila y pausada, cobrando impulso con el comienzo de la navegación, el naufragio y la vida de los tres protagonistas entre los indígenas. Pero, curiosamente, cuando se produce el descubrimiento de Oro e Yva y el lector se prepara para el auténtico estallido de acción y acontecimientos maravillosos y espectaculares, el ritmo se desploma. Se suceden largas peroratas, esperas, diálogos, explicaciones, ensoñaciones y discusiones... es como si el cansancio del propio autor se hubiera traspasado a su obra, decidiendo prescindir de héroes aventureros y dinámicos. Sólo al final nos ofrece un clímax dramático que, sin carecer de cierta fuerza visual, no consigue despertar el sentido de la maravilla del lector en grado similar a otras obras contemporáneas.
Hasta el momento no he sido demasiado benevolente con esta novela. Por lo que he comentado, bien podríamos estar ante alguna de las obras de Abraham Merritt que en su momento comentamos en este blog: un envoltorio de aventura con una pizca de misticismo y unas cucharadas de ciencia-ficción. Nada particularmente original. Pero Haggard aporta algo más, un mensaje subyacente, amargo y crítico, que no resulta del todo evidente hasta mitad del libro.
Haggard había nacido en la Inglaterra victoriana y en el curso de su vida no solo había sido testigo de avances sociales, grandes logros culturales y descubrimientos científicos y tecnológicos que cambiaron el mundo, sino de guerras, injusticias y corrupción. La Primera Guerra Mundial le afectó profundamente. Como otros autores que vivieron aquella desgracia, se vio impelido a incluir una carga política en su obra. No se trataba de realizar propaganda ideológica, sino de exponer los errores y defectos humanos que habían llevado al conflicto, haciéndonoslos ver a través de la mirada de alguien ajeno a nuestra civilización y cultura.
Así, cuando llegan los ingleses a la isla, se comportan de acuerdo a la mejor tradición colonialista: su superior conocimiento de las ciencias, su sorprendente aspecto y la utilización de aparatos incomprensibles para los nativos, hacen que éstos los vean como seres casi divinos. No tarda el sacerdote en emponzoñar la situación en su empeño de obligar a los aborígenes a abandonar sus creencias ancestrales en favor del Dios cristiano. Pero, al poco, los propios ingleses se encuentran en el campo opuesto: enfrentados a unos seres superiores, provenientes de una civilización infinitamente más avanzada y con un dominio de la mente y el mundo físico que se antoja divino. Y, como el hombre blanco frente a pueblos más atrasados tecnológicamente, estos seres se creen dioses aunque no lo sean: pretenden ser servidos a cualquier precio e imponer su modo de vida. Si les resulta imposible o se ven enfrentados a una revuelta, no dudan en sacrificar a todos los insurrectos, aunque la masacre se cuente por millones.
La corrosiva sátira no termina aquí. Por si acaso no había quedado suficientemente clara al lector, Arbuthnot acompaña a Oro en una serie de viajes astrales cuyo fin es que el anciano se haga una idea del estado del mundo y la civilización. Visitan Inglaterra, donde el británico no puede sino avergonzarse ante las desigualdades sociales, la estupidez de los políticos, la degradación de las costumbres y la indiferencia religiosa; luego se trasladan al frente bélico, donde contemplan los horrores de la guerra y las atrocidades perpetradas por alemanes contra civiles y turcos contra armenios (sin faltarle del todo la razón, Haggard no pudo desprenderse completamente del sesgo racista y de la influencia de la reciente propaganda bélica). Oro sólo mostró una condescendiente admiración por la India (alabando el gobierno colonial británico) y China (cuyos habitantes, afirmaba, "habían poseído siempre capacidad ilimitada y que, con un gobierno apropiado y con instrucción, estos chinos serían provechosos en un mundo regenerado").
Estamos, pues, ante una historia de evasión netamente pulp que aunque intenta incorporar el tipo de reflexiones sociales que, gracias a H.G.Wells, dieron inicio a la ciencia-ficción moderna, no se desprende del todo de un tufillo algo anticuado que habría achacar no sólo a la prosa y el estilo propios del siglo XIX, sino a su trama mayormente previsible, unos personajes toscos y una filosofía de cándida ingenuidad. Me atrevería a recomendarla no sólo a los aficionados a Haggard (aunque no es de sus mejores novelas, sí es una de las más peculiares de su bibliografía) sino a aquellos amantes de la fantasía y la ciencia-ficción primitivas que deseen encontrar ciertas reflexiones interesantes, críticas y poco corrientes en el ámbito del pulp de esta época sobre la naturaleza de la especie humana, reflejo del trágico conflicto que a aquella generación le tocó vivir.
lunes, 16 de julio de 2012
1985-EL PRISIONERO DE LAS ESTRELLAS - Alfonso Font
Tras "Cuentos de un Futuro Imperfecto", el próximo paso de Font dentro de la ciencia-ficción sería la narración larga. Así, desde 1983, la revista Cimoc albergó en sus páginas la serialización de una historia en blanco y negro (recopilada en álbum en 1985) que obtendría una favorable acogida por parte del público: "El Prisionero de las Estrellas". Su éxito no se debió a la introducción de temas nuevos -todo lo contrario- sino porque se trataba de una obra que, recurriendo a lugares y situaciones ya conocidos, acertaba en mezclarlos de forma amena y dinámica gracias a la habilidad narrativa de su autor, su talento para los diálogos y un sólido dibujo que servía de vehículo perfecto para la historia.
En un futuro indeterminado y tras una guerra sin cuartel librada tanto en la Tierra como en el espacio, el propio Sol ha quedado afectado. Su continuo y acelerado crecimiento supone la condena definitiva de la Tierra, una muerte más rápida de lo que desearían sus habitantes y cuyo primer paso es la imposibilidad de vivir en la superficie o siquiera caminar bajo el sol de mediodía sin la protección de un traje térmico so pena de morir deshidratado y cubierto de quemaduras. Las ciudades han sido trasladadas bajo la superficie y "arriba" sólo han quedado los inadaptados, una mezcla de bandidos, nómadas y guerrilleros ajenos a la tecnología y conocidos genéricamente como Exteriores.
En ese cuadro general, desde la primera página, la policía persigue encarnizadamente al Prisionero -su auténtico nombre carece de importancia-. Éste, amnésico, es incapaz de comprender el motivo de la caza a la que es sometido. En el curso de su frenética huída, nos irá guiando por su derruido entorno (prisiones, superpobladas ciudades subterráneas, el letal desierto, pueblos abandonados, centros de procesamiento de ancianos, antiguos bunkers...) y presentando a algunos de sus habitantes, a menudo hostiles, egoístas, cínicos e intrigantes... Con una excepción: una joven exterior con una fuerte e indómita personalidad que se enamora del "inocente" Prisionero. Juntos, tratarán de resolver el misterio que se esconde tras la persecución y llegar a la Ciudad de las Cúpulas, una especie de utopía urbana que según se rumorea, se encuentra en la Antártida.
El escenario que nos propone Font, como en “Cuentos de un Futuro Imperfecto”, es profundamente negativo. Apenas hay resquicio para la esperanza entre gobiernos totalitarios, opresivas fuerzas policiales, rebeldes tan maquiavélicos y despiadados como las autoridades a las que pretenden derrocar, una sociedad que combina la crueldad con la decadencia y una élite egoísta. Ni siquiera el personaje del Prisionero resulta particularmente agradable por su falta de carácter y la facilidad con la que es manipulado. La única excepción es la Exterior, una especie de "buen salvaje" sin contaminar por las corrupciones y mezquindades propias de la civilización. Font retrata muy bien esa distopia extrema, representada por una policía paramilitar de aspecto blindado y con cascos y gafas que ocultan sus rostros, lo que contribuye a despojarles de todo aspecto humano y aproximarlos a las máquinas, simbolizando la inhumanidad de la sociedad a la que dicen defender. El humor corrosivo que aliviaba algo la negra visión del porvenir en "Cuentos de un Futuro Imperfecto" queda aquí en gran medida diluido, convertido en una sátira algo tosca que impregna toda la aventura, mientras que los toques de humor se apoyan en los diálogos y malentendidos entre los dos protagonistas.
Font se ajusta sin apenas desviaciones a uno de los cánones del relato de intriga: un personaje amnésico que huye de un gobierno autoritario y perseguido por un misterio; encuentra rebeldes que le ayudan y una bella mujer que se convierte en su compañera de fatigas. Finalmente, desentraña la intriga y recupera su vida o inicia una nueva junto a su amada. Ni este esquema era nuevo en 1983 ni se ha dejado de utilizar desde entonces. Dentro de este armazón, Font introduce ideas que remiten a obras muy conocidas del género: las distopias, el planeta de ecología arruinada, los vacíos de memoria, las ciudades subterráneas, la identidad equívoca, los problemas de superpoblación... temas e imágenes que habían jugado un papel central en obras de la literatura y el cine del género como "La fuga de Logan" (William F.Nolan y George Clayton Johnson, 1967), "Estrella Doble" (Robert A. Heinlein, 1956), "Cuando el Destino nos Alcance" (Richard Fleischer, 1973), "Dune" (Frank Herbert, 1966), "Un chico y su perro" (Harlan Ellison, 1969) o multitud de relatos de Philip K.Dick por nombrar solo unas pocas. Todo ello es digerido y ligeramente remodelado en una historia que tiene la virtud de no resultar en absoluto hermética para aquellos que no sean particularmente adeptos a la ciencia-ficción.
Font consigue dotar de personalidad y ritmo propios a todo ese batiburrillo de referencias -intencionadas o no- y aunque los personajes no son particularmente memorables (la Exterior es la única que, sin alejarse totalmente del arquetipo, despierta simpatías en el lector), el ritmo y desarrollo de la acción compensan la debilidad de aquéllos. Poco puedo añadir a lo que ya dije en otras entradas acerca de su dibujo: extraordinariamente detallado sin caer en el abigarramiento, composición clara y dinámica, con una acertada y variada secuencia de planos y encuadres.
El final de "El Prisionero de las Estrellas" quedaba abierto y preparado para una continuación, que llegaría en 1988, esta vez a todo color y con el título "El Paraíso Flotante". En esta ocasión el intento fue menos afortunado, quizá porque no aportaba nada realmente diferente a lo ya contado en la primera parte. El Prisionero y la Exterior se ven obligados a seguir huyendo, introduciéndose algo a la fuerza otro tópico del género de "fugitivos": el asesino implacable y casi indestructible. De nuevo, se verán arrastrados a una lucha de poder, ahora entre un decadente reyezuelo absolutista inspirado en el Nerón romano y unos revolucionarios de medio pelo que desean derrocarlo en nombre de la "justicia". Y, otra vez, no habrá aquí redención para nadie: todos son igualmente repulsivos en mayor o menor medida: desde el patético aspirante a sultán y su corte de pervertidos hasta la líder rebelde y su macabra agenda oculta, pasando por el grupo de patibularios piratas que ejercen su oficio desde un submarino.
La ciencia-ficción cede aquí terreno al género aventurero en su forma más clásica: los piratas, la ambientación marina en los lejanos mares del sur e incluso algunos elementos estéticos, como los uniformes "coloniales" de los soldados del Paraíso Flotante. De hecho, Font abandonaría la ciencia-ficción para dedicar sus lápices a los relatos de aventuras exóticas en la figura de Jon Rohner (bautizado inicialmente Jann Polynesia) del que se publicarían varios álbumes. El dibujo, aunque igualmente competente, denota cierta prisa o quizá un creciente desinterés por una obra que el autor se vio "obligado" a realizar a instancias de su editor, añadiendo un color que no contribuye a mejorar el aspecto gráfico respecto a la primera entrega -más bien lo contrario-. Sea como fuere, y aunque el final quedó todavía más abierto que en la aventura anterior, la serie quedó interrumpida hasta hoy.
"El Prisionero de las Estrellas" es una obra ya clásica dentro de la ciencia-ficción patria. Ha llovido mucho desde entonces, se han publicado multitud de obras de CF de gran calidad y su lectura puede que no resulte tan sorprendente como lo fue cuando salió. Pero treinta años después, todavía resulta entretenida y su dibujo no se ha visto envejecido por las modas y tendencias. Sólo los clásicos pueden alardear de ello.
jueves, 12 de julio de 2012
1952-CIUDAD - Clifford D.Simak
La ciudad ha sido -y continúa siéndolo- un elemento central en la historia de la Humanidad como elemento aglutinador, motor social y económico y centro diseminador y receptor de cultura y civilización. El nacimiento de la ciudad -sea cual fuere su tamaño- constituyó un punto de inflexión en la historia del hombre como especie y ha sido por tanto objeto de profundo estudio. Su pasado, su presente y su futuro es motivo permanente de debate y no puede extrañar que la ciencia-ficción haya participado del mismo, convirtiéndola en símbolo, escenario o incluso protagonista de muchas de las mejores novelas del género. Ciudades utópicas, decadentes, futuristas, devastadas por la guerra, trasladadas al espacio u otros planetas, submarinas, protegidas por cúpulas, subterráneas, ciudades muertas, móviles o que ocupan planetas enteros...
Uno de los escritores que aportaron su particular visión a tan fascinante catálogo de posibles escenarios urbanos fue el autor que ahora nos ocupa: Clifford D.Simak. Nacido en Wisconsin, su tranquila existencia como periodista en ese estado principalmente rural durante los años treinta y cuarenta debía forzosamente reflejarse en su obra. Porque, "Ciudad" es, efectivamente, una visión romántica, nostálgica y a ratos satírica de un pasado que aún no ha sucedido en el que la ciudad va muriendo para dejar paso a la existencia en el campo. Y, si no hay ciudad, ¿puede haber progreso? ¿Qué consecuencias tendría su desaparición para la Humanidad?
Simak teje en forma de una sola narración ocho relatos independientes publicados con anterioridad, proporcionándoles cohesión argumental mediante introducciones y textos adicionales. En ellos se nos narra el ocaso de la Humanidad en la Tierra ligado a la desaparición de las ciudades en un periodo de más de doce mil años. La invención de la energía atómica y su aplicación práctica y cotidiana, los cultivos hidropónicos y los alimentos sintéticos han condenado a las granjas tradicionales a su desaparición. Al no haber necesidad de grandes extensiones dedicadas al pasto o a la agricultura, el precio del terreno rústico se desploma y la gente comienza a marcharse de las ciudades para residir en el campo.
Gracias a los avances tecnológicos, construir una casa o trasladarse al trabajo en aviones atómicos particulares no supone ningún inconveniente. A ello se añade la emigración a Marte y otras colonias de reciente fundación. Los barrios residenciales se vacían, las malas hierbas invaden las carreteras, las casas caen víctimas de la falta de mantenimiento y el empuje de la naturaleza... sólo los funcionarios resisten, intentando cobrar impuestos y hacer valer su menguada autoridad ante un número cada vez menor de ciudadanos.
Finalmente, todo el planeta queda convertido en un enorme territorio rural (algo parecido al Wisconsin que Simak conoció) en el que la gente vive aislada, sin apenas contacto personal con otras familias más allá de las videoconferencias. La agorafobia se convierte en una epidemia y aquellos que desean escapar de una existencia que cada vez ofrece menos incentivos se marchan de la Tierra hacia las colonias extraplanetarias o integrándose en expediciones al espacio profundo. La mayoría de los humanos deciden renunciar a nuestros imperfectos cuerpos y convertirse en seres adaptados a la hostil atmósfera de Júpiter. Así, los hombres van desapareciendo de los relatos para traspasar el protagonismo a sus herederos como especie dominante de la Tierra: perros inteligentes diseñados genéticamente que con el paso de los siglos olvidarán incluso que una vez fueron meras mascotas dependientes de unos seres a los que convierten en objeto de leyendas y mitos. Una familia en concreto, los Webster, sirve de conexión entre los diferentes relatos junto a un mutante superdotado y casi inmortal y Jenkins, un amable y servicial mayordomo robótico igualmente longevo que servirá a los perros como antes sirvió a sus amos humanos.
Depende del carácter del lector o su estado de ánimo el que encuentre una cosa u otra en estos relatos. Quizá los interprete como una crítica a nuestra propia naturaleza, propensa a soñar siempre en algo mejor mientras sacrificamos aquello que más queremos e incapaz de empatizar con el prójimo a nivel espiritual. O es posible que prefiera verlos como una elegía, una crónica nostálgica e inteligente del inevitable crepúsculo humano. O puede que se sienta invadido por una serena depresión, un sentimiento de pérdida derivado de la toma de conciencia de la transitoriedad de la civilización humana y la relatividad de sus logros.
El abandono de las ciudades y su sustitución por una vida más sencilla, casi idílica, en el ámbito rural, puede resultar admirable a priori, pero en el fondo no es más que el principio del fin de la especie humana tal y como la conocemos. La huida es vista como un ideal, pero siempre acreedora de un precio que nos distancia de nuestra naturaleza: primero se abandonan las ciudades sacrificando nuestro instinto gregario y las posibilidades de desarrollo; luego, la misma Tierra, renunciando a la propia humanidad. Atrás quedan un puñado de humanos en animación suspendida; robots asilvestrados que desarrollan su propia civilización basada en las matemáticas y la investigación; un número indeterminado de mutantes; y los perros, que crean una hermandad de criaturas salvajes inteligentes aunque tampoco ellos escapan a un destino de torpeza entrópica que les incapacita a la hora de enfrentarse con su más directo rival por el dominio planetario: las hormigas inteligentes.
"Ciudad" es un libro que se apoya en el hombre y el papel de la tecnología siempre queda difuso, poco creíble y relegado a un segundo plano. A Simak siempre le interesó más el ser humano que las máquinas y éstas reciben muy poca atención. Aunque los robots son los que realizan todas las tareas penosas, se establecen colonias en otros planetas, se desarrollan avanzadas técnicas de animación suspendida e incluso se utilizan conversores de cuerpos para abandonar el humano y traspasar la conciencia a uno joviano, tales maravillas nunca se nos describen con un mínimo detalle. Da lo mismo, porque para el autor no son sino herramientas al servicio de lo que verdaderamente importa: los propósitos y metas que el hombre fija para su especie, el fracaso en alcanzarlas y las consecuencias de tal derrota.
Simak consigue un difícil equilibrio al delinear una epopeya colosal de miles de años condensándola en ocho relatos de tono diverso, ya sean de corte realista, bellas metáforas, fábulas o cuentos de tinte fantástico, pero siempre intimistas. Nunca hay más de tres o cuatro personajes en cada relato. No hay escenas multitudinarias, heroicas o rebosantes de acción. Al contrario, son fragmentos pequeños, emotivos, aparentemente cotidianos o intrascendentes, pero cuyo auténtico significado y profundas repercusiones muchos de sus protagonistas son incapaces de comprender totalmente. Aunque algunos relatos están separados de otros por cientos de años, el lector no se pierde y recibe toda la información necesaria para reconstruir el largo declive de la humanidad.
¿Se puede recomendar esta obra sin reservas? No es una pregunta de respuesta fácil. Los "fix-up" o colección de narraciones cortas independientes pero con algún grado de similitud y coherencia en forma de novela fueron muy populares en determinada época de la ciencia-ficción. En ocasiones, este recurso de incierto resultado funcionó bien: "Un Cántico por Leibowitz" de Walter M.Miller Jr, "Crónicas Marcianas" de Ray Bradbury o "Invernáculo" de Brian Aldiss son buenos ejemplos de "fix-up" satisfactorio. El riesgo que se corre es que la fuerza narrativa de cada una de las partes se disperse al unirse entre ellas o que las brechas entre los diferentes relatos no queden bien soldadas. Aunque tiene sus detractores, "Ciudad" ganó el International Fantasy Award de 1953 y está muy bien considerado por gran parte de la crítica. Personalmente disfruté del tono tranquilo del libro, de sus idílicas imágenes de un mundo que camina lentamente hacia su ocaso y de la profundidad de las ideas subyacentes: la finitud de los logros humanos, la formación de los mitos, los instintos inherentes a nuestra propia naturaleza y la interpretación de la historia según los propios prejuicios y esquemas mentales. Sin embargo, quien busque un relato compacto, con personajes que dirijan una acción claramente estructurada y con un conflicto que genere tensión dramática, no lo hallará. No hay nada de esto y quien aborde la obra esperando encontrarlo se sentirá decepcionado.
Simak aportó, ya en plena Guerra Fría, una visión del fin de la Humanidad ciertamente inusual y arriesgada para la época pero no menos trágica que el consabido holocausto nuclear o la invasión alienígena de turno. Al fracasar en su búsqueda de la iluminación, el poder y la gloria imperecedera, el hombre, víctima de su propia pequeñez ante las dimensiones y complejidad del cosmos, cansado y ansioso por encontrar la trascendencia, no sólo abandona la Tierra sino nuestra propia dimensión física. Es un apocalipsis tranquilo, casi cariñoso, un derrumbamiento dominado por la melancolía, el sentimiento de soledad y el aislamiento autoimpuesto. "Ciudad" es una elegía melancólica dedicada a una especie, la nuestra, que constantemente cambia y evoluciona intentando mejorar su entorno material mientras se revela incapaz de hallar un camino espiritual que le permita, por fin, ser feliz.
domingo, 8 de julio de 2012
1926-FRANK R. PAUL
La importancia de las revistas pulp para la ciencia-ficción fue doble: en primer lugar, incrementó la base de lectores, especialmente en los Estados Unidos (aunque, al mismo tiempo, contribuyeron a enclaustrarlos en un universo autoreferencial de límites bastante restringidos y marginado por parte de la “élite” cultural). Por otra parte, e igualmente importante, esas publicaciones fijaron por primera vez una estética muy particular y distintiva que favoreció el tránsito del género de un medio verbal a uno visual, un tránsito que cobraría cada vez mayor relevancia.
En este sentido, las ilustraciones que adornaban las revistas eran tan importantes como las historias que acompañaban. Los editores encargan portadas a todo color lo más impactantes posible para atraer al lector potencial, mientras que las ilustraciones interiores eran en blanco y negro. Aunque la calidad de los artistas variaba mucho, la valoración de la misma no debe basarse en criterios meramente representacionales. Porque, precisamente, el logro del “arte pulp” fue alejarse de lo realista para crear una modalidad gráfica original, muy variada pero inmediatamente reconocible como ciencia-ficción.
Efectivamente, a pesar de la abrumadora variedad de imágenes publicadas entre 1920 y 1950, la mayoría de la gente es capaz de distinguir claramente lo que constituye una escena propia de la ciencia-ficción “pulp”. Los sujetos de la misma solían ser heroicos humanos o alienígenas grotescos representados en plena acción; o bien tecnología futurista de dimensiones colosales. El estilo, aunque naturalista, estaba muy alejado del fotorealismo sin carecer de una poderosa energía y dinamismo. Se aplicaban a menudo colores primarios de tonos brillantes y la composición tendía a seguir líneas horizontales o verticales, a menudo utilizando una o dos diagonales y alguna curva para transmitir vigor. El grafismo del nombre de la revista y el de los títulos de las historias y autores incluidos en su interior contribuían a redondear el efecto: fuentes gruesas, de colores fuertes, algunas veces insertos en la propia ilustración (como un cohete pasando por delante de la cabecera de la revista, como si las letras formaran parte del mundo representado).
Cuatro artistas en particular han quedado asociados con este estilo tan característico de la ciencia-ficción pulp. Iremos rindiéndoles cumplido homenaje en futuras entradas, pero el más recordado y famoso de todos ellos fue Frank R.Paul (1884-1963). Nacido en Austria, estudió en Viena, París y Nueva York y aunque su formación era la de arquitecto, se centró en la ilustración comercial, desarrollando su carrera profesional en Estados Unidos. Tras ser descubierto por Hugo Gernsback en 1914, ambos nombres quedaron virtualmente unidos en la historia de la CF. Paul ilustró las primeras revistas de Gernsback, se encargó de todo el primer número de “Amazing Stories” (1926), y cuando su jefe perdió el control de la cabecera y comenzó una nueva etapa en 1929, volvió a ser su principal baza en el apartado gráfico de “Science Wonder Stories”, “Air Wonder Stories” y “Wonder Stories”. Su asociación con Gernsback se prolongó hasta mediados de los cincuenta. Para entonces, había dibujado casi doscientas portadas para diferentes revistas.
Las portadas de Paul son inconfundibles. Aquí podéis ver algunos ejemplos -pinchad sobre ellos para verlos en detalle-.Sus ciudades y artefactos muestran un extraordinario detalle, sus alienígenas son imaginativos y hasta plausibles, pero las grandes dimensiones de sus motivos dejaban a menudo a los humanos reducidos a figurillas apenas distinguibles. Lo cierto es que no se le daba bien dibujar el cuerpo humano y cuando éstos constituían el foco principal del dibujo, adolecían de una excesiva simplicidad y rigidez. Los colores con los que trabajaba eran siempre intensos y planos, con una predilección por los rojos y amarillos para los fondos, aunque esta restricción venía en realidad impuesta por la obsesión de Gernsback por reducir los costes de imprenta.
A pesar de sus limitaciones técnicas, Paul fue capaz de producir un enorme número de variaciones sobre el mismo tema. Su mérito e importancia fue rápidamente reconocido, como lo demuestra que en 1939 fuera invitado de honor en la primera Convención Mundial de Ciencia-Ficción. Su trabajo inspiró a incontables aficionados a escribir y dibujar ciencia-ficción y a explorar los misterios de la ciencia. Por nombrar sólo dos insignes escritores: la primera imagen de ciencia-ficción que vieron futuros maestros como Arthur C.Clarke o Ray Bradbury fue una ilustración de Frank R.Paul. Sólo por eso el suyo es un nombre a reivindicar, si no como padre, sí como padrino de la CF.
viernes, 6 de julio de 2012
1951- EL ALIENIGENA – Raymond F.Jones
Unos científicos encuentran flotando olvidado entre un campo de asteroides un artefacto extraterrestre que encierra la fuerza vital de un alienígena. Los científicos proceden a revivirlo tras descifrar su lenguaje. Sus temores iniciales resultan bien fundados cuando la criatura conquista la Tierra gracias a su carisma y poderes mentales.
Obra que bebe plenamente de los viejos pulps y las space opera del estilo de las imaginadas por E.E.Smith (no en vano el autor se curtió en el oficio en aquellas publicaciones, si bien nunca llegó a despegarse del todo de sus esquemas), leerla hoy puede no resultar tan gratificante como lo fue en su día Hay demasiadas “armas de flujo atómico”, órganos psíquicos alienígenas injertados, naves viajando a velocidades superiores a la de la luz y sensores capaces de detectar naves a galaxias de distancia… pseudociencia demasiado disparatada incluso para la historia que se cuenta.
En fin, siendo benignos, considerando que era el año 1951 y tratando de no ser muy severos con las patadas a la ciencia y el mediocre papel que se otorga a las mujeres, nos encontramos con una obra menor pero entretenida al fin y al cabo. A destacar especialmente los capítulos iniciales, de los que quizá algún cineasta podría sacar buenas ideas para una hipotética película.
miércoles, 4 de julio de 2012
1956-EL HOMBRE MENGUANTE - Richard Matheson
El primer relato corto de Richard Matheson fue publicado en 1950 y su primera novela tres años después. En 1954 apareció "Soy Leyenda", una obra que recibió comentarios entusiastas por parte de la crítica, pero que no contribuyó precisamente a aliviar las dificultades financieras que agobiaban a su autor, responsable de una familia en crecimiento. Matheson escribía durante el día y trabajaba de noche como operario en la planta de Douglas Aircraft en Santa Mónica. Agotado y decepcionado por la falta de resultados, decidió que si su siguiente trabajo no le reportaba mayores beneficios, abandonaría sus aspiraciones literarias y pasaría a trabajar con su hermano. Se mudó a la costa este, a su Nueva York natal, y alquiló una casa en Sound Beach (Long Island) cuyo sótano utilizó para escribir. Fue precisamente ese entorno cerrado el que le sirvió de inspiración y localización para su siguiente libro, el cuarto de su bibliografía y cuyo sugerente título fue "El hombre menguante".
Aunque la idea de una persona diminuta no era totalmente nueva en el campo de la ciencia-ficción, el concepto de un hombre cuyo tamaño va disminuyendo lenta pero inexorablemente sí lo era, especialmente si la historia se abría con una escena tan impactante como la del protagonista, Scott Carey, tan pequeño ya como un insecto, a punto de ser devorado por una repugnante araña. El enfrentamiento entre ambos aportará un elemento de tensión continua durante toda la novela, cuya acción transcurre a lo largo de una semana en el sótano de la casa de Carey, convertido en todo su mundo. En ese tiempo, mientras lucha desesperadamente por sobrevivir (al frio, el hambre, la sed), Carey irá recordando a base de flashbacks intercalados con la línea argumental principal la trágica evolución física y mental que le ha acompañado hasta llegar a esa situación.
Como sucedía en "Soy Leyenda", con su plaga vírica extendida gracias a las tormentas de polvo levantadas por un postholocausto nuclear, "El hombre menguante" incorporaba también algunas de las ansiedades y preocupaciones de su tiempo -y, en buena medida, también del nuestro-, ya fueran sociales, sexuales e incluso filosóficas. El miedo a la radioactividad, causa última del encogimiento del protagonista en la forma de una misteriosa niebla; la confianza frustrada en la ciencia al no hallar los médicos que estudian su caso una cura para su mal; y su tortura psicológica, derivada en buena medida de su alienamiento respecto a la sociedad y su incapacidad de realizarse como hombre en el ámbito familiar y sexual.
Este último apartado recibe una especial importancia. "Los poetas y filósofos podían hablar todo lo que quisieran acerca de que el hombre era algo más que carne, acerca de su valor esencial, acerca de la inconmensurable talla de su alma. Eran tonterías." El verse reducido a tallas cada vez menores, ver cómo la gente lo evita, como los niños se ríen de él... constituye un angustioso martirio mental. Pero lo que se convierte en el menoscabo más grave a su autoestima es el verse incapaz de satisfacer tanto sus necesidades sexuales como las de su esposa. Aunque sus impulsos físicos son los de un adulto, su diminuto cuerpo convierte en grotesca, a sus propios ojos, cualquier relación íntima con su mujer. Cuando parece que ya ha descendido al fondo del abismo al verse convertido en objeto de atenciones de un pederasta borracho, se encuentra a sí mismo espiando compulsivamente a la canguro adolescente que cuida de su hija.
"El hombre menguante" abunda en escenas memorables. Los enfrentamientos con la araña son terroríficos, como también los pasajes en los que trata de llamar desesperadamente la atención de los ya inalcanzables humanos. Pero no es ésta sólo una novela de aventuras ligeras a la que el lector pueda recurrir para pasar el tiempo sin dedicarle un momento de reflexión. La carga psicológica que Matheson integra en el relato hábilmente mezclada con los pasajes de acción consigue transmitir magistralmente una sensación de horror mental a través del desmoronamiento de sus relaciones familiares. Ante su mujer, pasa de ser amante esposo a niño delicado; para su hija deja de cumplir el papel de padre para ser utilizado como una muñeca; incluso el gato se convierte en una peligrosa amenaza. A medida que Scott va reduciéndose, los objetos pierden su función, la estufa se convierte en una torre mágica, la araña en un horrible monstruo, una manguera en una enorme víbora inmóvil, un alfiler en una lanza. "La realidad era relativa. Cada día que pasaba estaba más convencido de ello. Al cabo de seis días la realidad se borraría para él, pero no por la muerte, sino por un acto de desaparición tremendamente sencillo. Porque, ¿qué realidad podía haber a cero centímetros?" La frustración, el miedo, la dificultad de asumir su nueva condición, la horrible sensación de estar alejándose no sólo de los seres queridos, sino del resto de su propia especie, del mundo material tal y como lo conoce... es un sentimiento de terror, de indefensión, de incomprensión, de soledad, de incapacidad para vislumbrar el futuro más inmediato. Es un viaje no deseado hacia lo desconocido, hacia territorios donde ningún ser humano ha puesto el pie antes y que deberá explorar en total soledad. Y, sin embargo, a pesar del tono oscuro y enervante de la novela, Matheson sabe rematarla con un final abierto que deja lugar a la esperanza, el sentido de la maravilla y la fe en el indomable espíritu humano.
Los puntos de contacto con su obra anterior, "Soy Leyenda", resultan evidentes. Ambas son novelas que mezclan con brillantez el terror y la ciencia-ficción. En ambas la soledad, el aislamiento y la imposibilidad de comunicación con los semejantes son claves en el desarrollo emocional del protagonista, un protagonista casi único sobre el que recae todo el peso del argumento. Y aunque ambos son supervivientes, mientras el Robert Neville de "Soy Leyenda" trata de hallar una solución a su angustiosa situación, el Scott Carey de "El hombre menguante" ha perdido toda esperanza y aguarda tan sólo la llegada de la muerte.
La novela también tiene sus defectos. Algunas de las escenas en las que Carey pasa por mil tribulaciones para llegar a tal o cual sitio se hacen a mi gusto demasiado largas y sus lamentaciones pueden ser reiterativas. Con todo, "El hombre menguante" es un cuento brillante que regala al lector imágenes imborrables además de embarcarle en una aventura profundamente emotiva y traumática.
La novela atrajo inmediatamente la atención de los estudios de Hollywood y Matheson supo jugar bien sus cartas: vendió los derechos a los estudios Universal, condicionando dicha venta a que el guión de la película fuese escrito por él mismo. De esta manera, utilizó esta obra para entrar en el lucrativo oficio de guionista cinematográfico. Su situación financiera experimentó una mejora notable, no sólo por la cesión de los derechos en sí, sino por el éxito que la adaptación cinematográfica, "El Increíble Hombre Menguante" obtuvo en taquilla. El cambio de título por uno más sensacionalista no fue responsabilidad del escritor -sino del productor Albert Zugsmith-, pero sí el guión, inteligentemente espurgado de los elementos sexuales más "incómodos"; éste, junto a los efectos especiales convirtió a la película en uno de los mejores films de ciencia-ficción de los cincuenta. Matheson se trasladó de nuevo a California para trabajar como guionista, si bien no tardó en sentirse frustrado ante la mediocridad y exigencias banales por las que se encontró rodeado (como escribir el guión de una secuela, "The Fantastic Little Girl", que nunca llegó a rodarse).
La esencia de lo que nos convierte en humanos, la importancia de la esperanza, la exaltación de la capacidad de supervivencia y adaptación del hombre... son temas inmortales que se adentran en lo filosófico y espiritual. Su inteligente fusión con la aventura y el terror es lo que convierte a "El hombre menguante" en una obra de referencia dentro de la ciencia-ficción.