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lunes, 2 de abril de 2012
1924- LOS HUEVOS FATALES - Mikhail Bulgakov
Con una habilidad narrativa y capacidad satírica similar a la de Karel Capek, Mikhail Bulgakov (1891-1940) escribió en esta novela que ahora comentamos un brillante pastiche de “El alimento de los dioses” de Wells (uno de los personajes incluso hace referencia a la novela del escritor inglés para describir los acontecimientos que está viviendo).
Situada en el entonces futuro cercano de 1928, en un Moscú bolchevique recuperado de la guerra civil y alegrado por luces de neón, "Los Huevos Fatales” nos presenta al profesor Persikov -un típico personaje de Bulgakov, acosado hilarantemente por la burocracia soviética y su propia incapacidad para funcionar como un ser humano decente. El sabio descubre por casualidad un "rayo de la vida”, generado al girar de cierta manera la lente de un microscopio y capaz de acelerar el crecimiento de un organismo (el fundamento científico es estúpido a más no poder, pero esto es algo no completamente inesperado en una sátira).
Antes de que pueda ser adecuadamente testado, el gobierno le arrebata su descubrimiento a Persikov. Agobiado por la histeria avivada por los medios de comunicación respecto a una epidemia que afecta a la granja avícola rusa y que amenaza con desestabilizar la Unión Soviética, el gobierno utiliza el invento para producir masivamente pollos en granjas colectivas. Pero las cosas se tuercen cuando los huevos resultan albergar no sólamente pollos, sino avestruces y cocodrilos de tamaño monstruoso y, especialmente, cuando una remesa de huevos resulta ser no de ave, sino de anaconda. El ejército soviético se ve envuelto en una lucha desesperada con los reptiles mutados.
Ejemplo de ciencia-ficción temprana, “Los Huevos Fatales” es también una de las últimas novelas que pasarían el primer filtro de la censura soviética -Stalin estaba entonces en pleno ascenso al poder-, gracias tanto al prestigio de su autor por entonces como, sin duda, al tono surrealista de la sátira (el rayo milagroso en cuestión es de un acusador color rojo) y su humor inteligente salpicado de divertidas caricaturizaciones y juegos de palabras. No se libraría, sin embargo, de la embestida de los acérrimos del partido que (con razón) veían en ella un ataque a su glorificado sistema. Consecuencia de ello, Bulgakov fue interrogado, presionado y sometido a exilio intelectual. No volvió a publicar o ver estrenada ninguna obra de teatro y lo único que le salvó de la ejecución fue que, por alguna razón, gozaba de la simpatía de Stalin. Murió en 1940 sin haber conseguido salir del país.
“Los Huevos Fatales” ataca con negro humor y sin dar cuartel la burocracia irracional, el dogma político de miras estrechas ante los rápidos cambios de la Naturaleza, la investigación irresponsable y la deificación de la tecnología y la ciencia como herramientas para alcanzar la perfección del hombre; características todas ellas comunes tanto al capitalismo como al comunismo. Al final, la Naturaleza corrige el desequilibrio cuando las serpientes, como los franceses antes y los alemanes en el futuro, son exterminadas por el invierno ruso y multitudes enfurecidas asesinan a los científicos.
A lo largo de toda la novela, Bulgakov traza una clara línea entre lo natural y lo artificial, siendo esto último un producto implícitamente peligroso para lo primero. El rayo que da comienzo a la acción se genera eléctricamente y las monstruosas criaturas que nacen de su exposición se antojan algo mecánicas. Puede que la sociedad crea –gracias a la publicidad de periodistas y políticos- estar alcanzando el máximo nivel tecnológico, pero Bulgakov nos dice que la Naturaleza siempre tendrá la última palabra ya sea trayendo una epidemia devastadora o aplastando con el clima a los seres producto de la ciencia humana.
Puede que la Naturaleza arregle nuestros errores, pero también puede dejarnos caer desde la altura de nuestro orgullo y ver cómo desaparecemos, un mensaje que cien años después no ha perdido validez alguna.
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